El asedio

Por Carlos Fruhbeck.

Fortifico con castillos de naipes un pueblo sobre una colina en el centro de Italia. Escondo en los olivares de su falda cañones de papel y trampas con clavos de cartón. Me siento en la tumbona del jardín con los ojos cerrados. Los ojos cerrados. El sol se vuelve denso cuando atraviesa las hojas de una viña trepadora. Aprende a recordar. Me encomiendo a la momia mínima que duerme en la cripta de la Iglesia, un beato como hecho con pasta de papel. Sus ojos vacíos abiertos dentro de una urna transparente. Espero a que llegue el ejército enemigo. O mejor, a que regrese el ejército enemigo.

Porque sé que están cerca. Enroscan sus vientres húmedos en los alambres que sostienen las filas de viñedo, allá abajo. Trepan sobre las encinas que hay en el medio de los  campos recién cosechados. Y miran hacia el jardín de mi casa, hacia las flores blancas de los aligustres. Me llaman con su voz de papel de lija. Los demás, los niños que juegan en el jardín, la mujer que corre por la casa, sólo sienten el aire ligeramente eléctrico. Una tormenta que borra del mapa una ciudad antigua a miles de kilómetros.

Me asedian. Saben que estoy aquí. Porque una vez vivieron dentro de mí y allí construyeron una autopista que atravesaba una llanura infinita de parte a parte durante una tarde de septiembre. El final de mi último verano antes de que dejara la provincia. Una autopista que sigo yo, adolescente, al otro lado del quitamiedos. Voy como cojeando, nunca he sabido caminar bien. Sufro sobrepeso, tengo un miedo obsesivo a la muerte y un dolor húmedo en el rostro. Y no me atrevo a saltar el quitamiedos, me digo tendrías que saltar este quitamiedos, correr, llegar a la mediana y saltar de nuevo. Sin mirar. Conseguir hacer algo con sentido. Demostrar algo. No me atrevo. Sólo la voz ronca de los camiones cuando se alejan. La voz que se oscurece hasta callar. El aliento pesado de la velocidad. Un olor que te hace pensar en un trastero a oscuras.

Sobre mi alma corría una autopista. Una llaga de asfalto trazada con tiralíneas. Sobre una tierra abstracta con alamedas en la lejanía. Árboles que crecen a la orilla del miedo. Sólo seguir la autopista. No atravesarla nunca. Dentro de mí es imposible llegar a una gasolinera y entrar en el baño y mirarme en un espejo cubierto de manchitas negras y ver mi ojo izquierdo hinchado, violeta, la piel de alrededor como verdosa y el olor verdoso de las cisternas y sentir un odio sordo y brillante como una piedra de río. Y salir y mirar los surtidores de combustible y decir podría cubrime de gasolina y quedarme ciego, eso sería hacer la cosa justa, pero tengo tanto miedo. Tanto miedo. Dentro de mí ahora alguien está construyendo esta autopista y allá dentro no habrá un expositor de metal lleno de casetes de oscuros cantantes flamencos sobre el que derrumbarse y echarse a llorar como una nenaza mientras el encargado de la gasolinera se me acerca corriendo y recuerdo claramente sus botas de cordones amarillos y las manchas verdosas en los tobillos de sus pantalones azules y me dice con el acento reseco del norte chico, dime, qué te pasa, qué puedo hacer por ti, qué necesitas y el olor amarillo del tabaco que acompaña a sus palabras. Y le pido que por favor llame a alguien. Así se lo digo, llama a alguien, por favor, mientras fijo los ojos en una colilla encendida. Hablo de pureza. De volutas de humo.

Sobre mi alma corría una autopista. O la pesadilla de una autopista. También una ciudad en ruinas. En el mismo lugar de la autopista. Un cuchillo de claridad que atraviesa la fisura en una cúpula de mármol. Edificios con terrazas cubiertas y manchas de humo en las fachadas. Los cristales rotos. Las plantas quemadas sobre sus macetas. Sobre la tierra seca. El miedo ha pasado por aquí. En algún lugar de la ciudad hay un espejo. Lo buscan policías con largas capas y gorras de plato negras. Dentro del espejo está el grifo de una ducha antigua. El espejo me espera con hambre y yo trato de esconderme pero sé que es inútil porque ya he dicho que está dentro de mí. Intento situarme justo donde el azogue se ha despegado. Estoy desnudo. Mucho más delgado. Ahora me cuesta llorar. Me sé de memoria cada irregularidad de las baldosas de este apartamento. Por eso no quiero moverme. Estoy en silencio sobre la cama. Aguantar todo lo que pueda tumbado, con los ojos cerrados. Intentar no existir. El rumor del aparato de aire acondicionado. El verano es dos tazas a rebosar de colillas sobre la mesilla. Un termo lleno de agua hervida bajo la cama. Torpes ejercicios de caligrafía china pegados sobre la hoja del armario. Acre. Esa es la palabra. Acre.

En el piso de arriba un sacerdote ciego dice misa en francés. Habla solo. La liturgia con los ojos hundidos y los dedos largos. Lo sé porque alguna vez he subido a escucharlo. Es una excusa para no estar solo. Es ilegal lo que hace. Es ilegal buscar a tientas un vaso de metal con vino demasiado dulce, vino de las provincias musulmanas, del oeste, sobre una mesa con patas de acero. Cuando estaba allí, me ponía a hacer muecas mientras cogía mirando al frente un trozo de pan indio. Cuando lo levantaba a la altura de su rostro me preguntaba qué narices podía haber fallado y una larva húmeda me subía por la garganta. Es ilegal sentirse solo. Que no tenga importancia pasar el domingo desnudo dentro de casa. Que anochezca, te sumerjas en la bañera y te preguntes qué podrás recordar de todo esto. Es ilegal tener miedo a no se sabe qué o pasear por una ciudad en ruinas a la búsqueda de un espejo que quieres evitar.

Han pasado los años y ahora dentro de mí hay regiones que son una página blanca, como esos lugares vacíos donde caen los personajes de los dibujos animados al abrirse una trampilla inesperada. Sin embargo, ellos, mis enemigos, me acechan. Las carreras de mis hijos crujen sobre la grava. Siento el olor de la tormenta, del asedio, mientras mis hijos hacen una trenza con las cuerdas del columnio, se tumban boca abajo sobre el asiento y empiezan a girar. Estoy seguro de que nadie puede trepar sobre un castillo de naipes construido a los pies de una encina. Que los disparos de un cañón hecho con una hoja de periódico son siempre mortales y parten en dos los recuerdos. Que es inútil que tenga miedo porque ellos no pueden volver. Las ciudades en ruinas, las autopistas son cosa del pasado. No debo preocuparme. Ellos no pueden volver. Abro los ojos y veo como las hojas de viña se transforman en máscaras cuando las atraviesa la luz del sol. No. Ellos no pueden volver. Me lo repito una y mil veces.

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