Glengarry Glen Ross

Por Alberto Casso.

Todavía quedan unos pocos días por si alguien la quiere ver  la agria comedia Glengarry Glen Ross, la gran obra de David Mamet de 1984, el alegato contra el capitalismo rapaz y rapiñero, y convertido en triste profecía de lo que hoy sufrimos, en la sala noble del teatro Español.

Desde el principio de la obra uno evoca la versión cinematográfica que el propio Mamet convirtió en guión en 1992, mejorando si cabe el texto teatral. Por el hecho de añadir ese tren  que pasa para nadie, símbolo del ciego capitalismo americano, en un ambiente de sofocante diluvio nocturno, y de espacios asfixiantes como la cabina telefónica o el automóvil en donde Jack Lemon pregunta sobre su hija enferma o trata de persuadir a sus clientes para venderles una finca. Y especialmente, por la gran escena del triunfador, Alec Baldwin, que con su avasallador discurso denigra y humilla a los empleados de la inmobiliaria.

Y no solo nos llevan a la película dirigida por James Foley….los gestos y cierta dicción americanizada por los actores españoles, sino más bien las carencias en el ritmo y actuación del presente montaje. Salvo la poderosa actuación del televisivo Gonzalo de Castro que encarna la arrogancia nihilista y manipuladora de Ricky Roma con fuerza y convicción, los demás actores, empezando por el gran Carlos Hipólito resultan precarios, débiles, en la aproximación a sus personajes. El ritmo de las primeras escenas en el restaurante chino resulta lento, plúmbeo, como si la obra no despegara. Se pierden las palabras ruines, inmorales y seductoras del diálogo asimétrico entre Roma y su apabullado cliente, otro de los actores que siluetean bien su papel.

Por lo tanto uno extraña, casi todo el tiempo, el desvalimiento y la orfandad de Jack Lemon cuando trata de agasajar a sus clientes para venderles fincas, la frialdad imperturbable y mezquina de Kevin Spacey, lo manejos mezquinos de Ed Harris para involucrar a su compañero en el robo, y también la elegancia sórdida de turbio príncipe de las finanzas encarnado por Al Pacino.

La inmensa y hermosa escenografía de Andrea D´Odorico conspira contra el mundo de cosas pequeñas de Mamet y empequeñrce y se traga, como un sumidero, a los actores. Y a pesar de todo la obra remonta desde la segunda parte, tras el robo de los contactos y el desmoronamiento paulatino de los personajes. Cuando vemos como sus intentos de seducir a sus clientes rebotan en el vacío, como una polilla que se estrellara obstinadamente contra una lámpara. Un gran texto que supo encontrar su mejor expresión en una gran película, poco vista, y que no me cansaré de recomendar.

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