El niño que quería una Zarpa (de acero)

Hoy el cómic vive una edad de oro. Un momento de resplandor intelectual y estético, una verdadera madurez que lo está acercando a nuevos lectores, que se sorprenden tanto de las propuestas formales de Chris Ware como de la hondura argumental de ‘El arte de volar’ (Altarriba y Kim).
Sin embargo, los lectores “de toda la vida”, cuando los años ya nos han quitado todo posible asomo de inseguridad o vergüenza y sin dejar de apreciar estas nuevas y vigorizantes rutas de la historieta, no podemos desembarazarnos de aquello quenos atrapó. Los que llevamos leyendo tebeos desde que sabemos leer (o antes), no podemos, ni queremos, prescindir de una sensación que puede ser definida como nostalgia del asombro, recuperación del niño interior, o visto con malos ojos, complejo de Peter Pan.

Cuando de chiquillo descubres los cómics, entras en un mundo de maravillas e imaginación, de posibilidades infinitas y argumentos sin límites. Hoy el cine, de acuerdo, ya puede representarlo todo en pantalla, y hacernos creer Pandora (‘Avatar’) o las aventuras de Iron Man. Pero antes, mucho antes, ya lo hacían los tebeos, en aventuras sin fin de personajes increibles, de modo que entre un episodio y otro apenas habría que esperar un mes en un viaje sin fin hacia la imaginación. Grapadas en 24 hojas se nos ofrecían aventuras de rompe y rasga, y sabíamos que en unas semanas tendríamos una nueva y emocionante ración.

Todo lo dicho servirá, espero, para situar en su justo lugar algo como ‘Zarpa de Acero’, un tebeo de los sesenta guionizado por Ken Bulmer. Un cómic loco, siniestro, bizarro (dicho en un sentido sajón) y emocionante. No quieran leer en este artículo análisis semióticos sobre estas historietas centradas en la historia de un hombre manco que tiene una metálica garra y que, al meterla en un enchufe, se vuelve invisible… salvo el apéndice férreo. No busquen valoraciones sociales, coyunturales, sobre cómo la británica editorial Fleetaway creó obras como esta, donde el protagonista es un malvado de opereta con ganas de sembrar el terror (que se pasará al bando de los buenos, tranquilos).
Lo único que importa es entender que tanto dislate argumental sostenía un artefacto de pura emoción, escapismo y esa sensación de querer seguir leyendo las aventuras de Louis Crandell cuanto antes. Y cómo las viñetas del español Jesús Blasco, magistral ilustrador, clásico de nuestra historieta a reivindicar, conseguían maravillarnos casi tanto entonces como hoy en día, en esta fabulosa edición integral de Planeta de Agostini

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