Los ciegos

Por Carlos Frühbeck.

Los ciegos

Ella no me responde. Sólo mira nuestras sombras.
Le cuento que hace años yo era capaz de localizar una catarata iluminando un ojo con una lámpara de hendidura. Llenabas la pupila de una luz afilada. Mirabas a través del microscopio. Entonces, comenzaba a nevar. Las imágenes se habían transformado en pedazos de hielo atrapados dentro del cristalino. Era fácil ver cosas en aquellas manchas. Inventarse una vida que sabe a callejón de piedra y a cojeras de orujo amarillo. Después, sentabas al anciano delante del panel iluminado de las letras y le empezabas a probar lentes. Sabías de antemano que sería inútil.
Le digo que entonces imaginaba una niebla que poco a poco iba cayendo en un salón con un cuadro de esos con caballos que se compran por catálogo. Una lámpara de piedras de cuarzo que tintinea en el techo. Una estantería empotrada. La foto enmarcada de una niña que esconde su rostro entre las rodillas. Pantalones rosas que acarician unas manos de manchitas y surcos blandos que ahora aprenden a mirar. Que aprenden de memoria. Le digo que yo no tenía miedo de aquello. Las cataratas siempre se pueden operar. Hay cosas peores.
También le digo que nunca aprenderé a caminar sobre la arena. Que nunca me he hecho daño adrede con un pedazo de cristal. Que cada vez son posibles menos cosas. Que hemos dejado a Hugo en buenas manos. Que a los perros les da igual estar dentro de una jaula. Mientras coman bien. Lo importante es que estén en buenas manos. La chica me prometió que lo cepillaría todos los días. Me daba buenas vibraciones. Que no se sienta culpable.
Ella no responde. Sólo mira nuestras sombras. Se alargan. Las cabezas se empequeñecen. Las manos crecen. Son enormes. Los pies echan raíces. Mi voz se va deformando. Es más lenta. Más grave. Pierde su idioma.
Le digo que en el fondo se trata del miedo a la muerte. Esa es la clave. Tú lo disfrazas. Te inventas las vidas de los demás. No sé. Encierras la ceguera dentro de un trapo húmedo. Imaginas otras vidas a la puerta de una óptica que te daría una vida fácil, privilegiada. Está terminando el verano. En el paseo las dos filas de plátanos huelen a último parpadeo. Ves una escalera de mano apoyada sobre un tronco leproso. Dos podadores están injertando entre sí las ramas nuevas. Atan los brotes frescos, sangrantes, con cordeles. Repetirás esa imagen mil veces en todo lo que escribas. Y hay como una llamada que sale de las grietas del pavimento. Y recuerdas un poema ajeno que hablaba de un niño que se apoyaba contra una tapia cuando atardecía y la sombra subía y recorría su cuerpo y él se ponía de puntillas para que no lo cubriera del todo, para seguir respirando, y otros perros, los de los patios de la posguerra, ladraban enloquecidos y otros niños quemaban retamas.
Pero todo era un espejismo. No había llamada. Sólo el miedo que caminaba a tientas bajo los árboles. Los ojos cerrados, las manos extendidas. Yo fingía que bastaba con marcharse cuando me apoyaba contra el quicio de la puerta abierta y levantaba un brazo para acariciar el dintel. Mi sombra se alargaba hasta que los árboles se la bebían. Y desde el piso de arriba, el taller, venía el chirrido húmedo de los cristales que pasaban por la biseladora. Una llamada que olía a acetona, a polvo de vidrio que baja por el desagüe. Sal de aquí. Sal de aquí. Había que cambiar todo para que los recuerdos no se volvieran hielo dentro de los ojos. Y ponerse un jersey porque aquí el frío empieza pronto. Cómo esconderse del miedo de la muerte. De la luz que no huye porque queda atrapada dentro de nosotros hasta ahogarnos. Sal de aquí. Vete lejos.Cásate. Cómprate este perro.
Ella no me responde porque no estamos en ningún sitio. Caminamos apoyados sobre nuestras sombras. Nos hundimos. Estamos exiliados en una página en blanco. En un mar en blanco. Le digo que todo aquello ya no existe. Que decidí seguir otro camino. Me parece una metáfora elegante. Algo estúpida, pero elegante. También le digo que nunca aprenderé a leer en nuestras sombras. Que siempre me he equivocado al predecir el futuro de los demás. Que nunca aprendí a tirarme de cabeza a la piscina. Que esa frase no la digo con segundas. Que algunas noches gritaba como un descosido. Que creo que se me da bien mentir. Le pregunto si es ser cobarde no cortarte con un trozo de cristal cuando lo deseas. Cómprate un perro.
También le digo que vi pocos casos de glaucoma. Que aquello sí que me asustaba. Que pensaba en vidas que se transforman en un túnel cuya salida se va alejando cada vez más. Hasta que no puedes respirar porque los conductos lagrimales están cerrados y la presión destruye la retina y todo lo que viste se vuelve un líquido oscuro. Y la enfermedad empieza llevándose las cosas que no miras, que no quieres ver. Una mano de mujer que se estira sobre una sábana arrugada. Un montón de recortes de periódico en una caja de cartón. Demasiado fácil.
Le digo que todo aquello ya no existe. Que nací con la sombra alargada. Que la muerte de cada uno sólo se pasea por un solo lugar en el mundo. Que la mía lo hace a tientas sobre un Paseo de plátanos. Sus hojas sobre el pavimento. Frescas, recién caídas. Aún no han aprendido a crujir. Que pienso mucho en ese lugar. Que de niño desenterraba lombrices en los jardines del Paseo y se las daba a otro para que las troceara con un cortauñas. Que me gustaba ver aquello.
Ella no me responde. Se está disolviendo dentro de su sombra. Su cuerpo se vacía. Es transparente. Puedo ver su sistema nervioso, las ramas que echan chispas dentro de una silueta hueca. Todo esto no tiene ningún significado. Todo se va apagando poco a poco. Sólo quedan nuestras sombras, que se alargan hasta el infinito. ¿Cómo existir en un mar en blanco?
Le digo que no tenga miedo. Que no esté triste. Que no está sola. Que todavía se puede fiar de mí. Ya llega Septiembre. Y este año haremos grandes obras en casa. Las mejores del mundo. Levantaremos un tabique en el sótano para hacer una despensa nueva. Con respiradero y todo. Y cambiaremos la grifería de los baños. Y, si todavía no estamos contentos, podemos instalar vitrocerámicas en la cocina. Y cambiar la caldera del gas. Y enseñarles la casa nueva a nuestros amigos cada vez que los invitemos a cenar. Y que no se sienta culpable. Hugo está en buenas manos. En muy buenas manos.

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