Mirar al agua, de Javier Sáez de Ibarra

Por Fernando Sánchez Calvo.

Hace ya más de un año que la editorial Páginas de Espuma publicó el I Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero y desde entonces las críticas se han contado por elogios. Javier Sáez de Ibarra ya era conocido en el mundo del relato breve. La misma editorial había adelantado en 2004 y 2008 El lector de Spinoza y Propuesta Imposible, ambos también libros de cuentos y ambos predecesores de Mirar al agua justamente en eso, en atreverse a observar desde una óptica distinta incluso las realidades más elementales y obvias que nos rodean. Esta idea, la de trascender el objeto con una nueva mirada, es fácil de explicar, comprender y hasta proponérsela. Incluso, por qué no decirlo, ha sido llevada a cabo mucho antes por todos los escritores que en la historia de la literatura han tenido a bien arriesgar su estilo y credibilidad por cambiar, aunque sólo fuese un ápice, el paradigma de la escritura. Fue el caso de Sáez de Ibarra, quien demostró que también desde la intelectualidad y la experimentación (concretamente desde las artes plásticas propias del siglo anterior y lo que llevamos de éste) se puede acceder al corazón del hombre o al del objeto.

Clásico es ya uno de los relatos bandera de este conjunto. Me estoy refiriendo a Un hombre pone un cuadro, título objetivo y referencial allá donde los haya (claro es el juego de espejos con el también clásico Victorio Ferri cuenta un cuento de Sergio Pitol) pero que a través de la democratización de la persona narrativa y tras el agotamiento de los puntos de vista llegamos a una de las ideas más bellas y básicas que pueden albergar en la sangre: un hombre quiere a su hijo. Basta. No hay más. La idea, el tema principal, es sencillo. La estructura, sin embargo, una obra de ingeniería: los pequeños capítulos que lo componen se superponen como si fuesen capas intermedias de pintura de un mismo cuadro, en palabras de Sean Scully “una historia invisible del proceso”. De esa manera, si hacemos el camino inverso y nos vamos desprendiendo de ellos en espiral, llegamos al centro.

Por otra parte, era de esperar que en un libro donde lo plástico tiene tanta importancia la lengua quedara relegada a un plano secundario, a un mero y platónico conductor de sombras incapaz de transmitir siquiera el diez por ciento de la idea que se quiere expresar. En el relato El disfrute de la palabra, el autor vuelve a vestir el título de ironía, puesto que incluso en genios como Nietzsche o Kafka la palabra simboliza el fracaso. La solución, sin embargo, tampoco es el silencio, ya que éste sólo sirve para demostrarnos que jamás podremos comprender el mundo. Una vez más otro desgarrón, otro atisbo de sentimentalidad, en este caso la absoluta soledad del hombre en el cosmos, viene dosificada a través de formas intelectuales, inteligentes, pero viene.

No obstante, si el hombre aprende a mirar puede llegar a redimirse. Por ello es obligatorio mencionar otros títulos tales como Hiperrealismo / Surrealismo, Jerónimo G. o La belleza. En ellos, sea la propia realidad en su exceso, sea un profesor de literatura que quiere motivar a un preso sin ganas de escribir y con muchas de comunicar, o sea el propio padre que justifica delante del hijo la más bochornosa de las ignominias en las que puede incurrir una madre, el hombre se salva si sabe mirar, si comprende que soportar el dolor injusto es bello, y por lo tanto digno.

Por si no fuera suficiente, en ese afán u obsesión de democratizar la persona narrativa y la mirada, Javier Sáez de Ibarra suele encabezar prácticamente todos los relatos del libro con citas de otros pensadores, contemporáneos o no, que nos alejan momentáneamente de la parte más visceral del autor para luego dejarnos caer de golpe en ella. Casi siempre, en ese sentido, la misma técnica, y casi siempre una lección que no aprende el lector, quien tropezando la mayoría de las veces con la misma piedra, en primer lugar se despista, en segundo lugar intelectualiza a este magnífico escritor y sentimental escondido bajo las formas y, por último, recibe la bofetada del corazón cuando ha bajado del todo la guardia. Y eso que el autor ya nos había avisado en el primer cuento y homónimo del libro: “Si miras al sitio equivocado te quedas sin comprender”.

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