Berlín 2001-2010

Por Coradino Vega.

No recordaba ningún edificio entre la Puerta de Brandemburgo y la Postdamer Platz. Sin solución de continuidad, actualmente están la embajada de Estados Unidos y el Monumento al Holocausto: allí hay chicos saltando por los bloques de hormigón de Peter Eisenman, parejas jugando al escondite y turistas sonrientes ―como nosotros― haciendo fotos. La vista desde la cúpula de Norman Foster mostraba una ciudad horadada por calvas enormes, con grúas gigantes, en una caótica reconstrucción como si acabara de terminar la guerra. Aquella vez me alojé cerca de Treptower Park, ésta lo hacemos en el barrio de Friedrichshain, ambos en un Berlín oriental que aún se diferenciaba mucho del de occidente. Ahora las moles residenciales prosoviéticas sirven de albergue para una población muy joven y urbanita. En febrero de 2001 no oí a nadie hablar castellano en la calle. En agosto de 2010 tengo la sensación de que el veinte por ciento de la gente es española o, en su defecto, catalana o vasca. La Kuntshaus Tacheles sigue más o menos igual, y su estética okupa se ha extendido por el norte de Mitte y Prenzlauer Berg. En el mercadillo de Mauerpark, la nostalgia hippy se funde con todo cuanto tenga algo de alternativo, ecologista o contestatario. «Te haces mayor», me digo, «sé flexible con estos chicos tan simpáticos que te están enseñando en qué consiste la contracultura hoy en día». En un mural de la East Gallery veo cómo, en el lugar de la nacionalidad, su autor ha rubricado «Catalunya»; en el contiguo, alguien ha grafiteado: «Libertad para el pueblo Mapuche». Una vez me llevaron a un combate de boxeo en Turín para recabar fondos contra el fascismo (no es broma), y de las paredes de la asociación colgaban ikurriñas sobre las que se podía leer: «Gora ETA». Entonces sólo me pregunté por el grado de conciencia que tenían en aquel movimiento antiglobalización, perpleja y timoratamente, debido a la claridad con la que identificaban el heroísmo con el crimen. En Berlín, la foto del beso entre Breznev y Honecker se ha convertido en un icono tan pop como la imagen del Che, el neoyorkino bar del Village KGB, las gorras del Ejército Rojo de los mercadillos asiáticos junto al museo de la RDA o el colorido de los bloques en forma de colmena para obreros del Este. En el Unter den Liden hay por supuesto Sturbucks donde antes había inmuebles deshabitados. La audioguía del Reichstag habla del incendio del parlamento que propició el ascenso nazi, del levantamiento del muro, del proceso de reunificación, de Willy Brandt, de los procedimientos del poder legislativo. Asombra el complejo político-urbanístico que bordea el Spree hasta la Hauptbanhoff donde hace nueve años no había nada. Y uno no puede dejar de pensar en el alejamiento entre las instituciones y los ciudadanos, entre la clase política y el pueblo al que aparece dedicado el frontispicio del Bundestag. Pero esta oportuna tentación resulta fácil de mezclar con el desprecio de los mecanismos democráticos cuya conquista costó tanto, con la banalización de lo que disfrutamos sin darnos cuenta, con lo sencillo que resulta ser antisistema a este lado del mundo llevando tu portátil última generación en una funda de tela inca. En el avión de regreso leo en el periódico: «Me he pasado veinte años convirtiéndome en idiota y veinte intentando dejar de serlo; con cuarenta, creo que he recobrado el equilibrio». A mí me faltan seis para cumplir los cuarenta, pero supongo que el primer paso es dejar de recordar la juventud con nostalgia.

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