La Trascendencia

Por Carlos Frühbeck.

El narrador de Los Demonios, al principio, tiene algo de maruja. De esas que se alisan la bata y se depilan el bigote con pinzas mientras cuentan un cotilleo a eruditos mantenidos y condesas melancólicas. Es decir, la novela, como todos los buenos libros, comienza en el Paraíso. Flotar dentro de una burbuja forrada de seda. Un Hola con lacitos en la falda. Y así hubiera seguido si los personajes hubieran sabido cerrar la boca. Porque el terror aparece en cuanto empiezan a hablar. En ruso, en francés. Lo hacen sin parar. Revientan los termómetros. Las bolas de mercurio que bajan por la garganta, contando, midiendo la vida a borbotones. Como si la prosa de Dostoievski fuera una hemorragia masiva. Porque en esta novela Piotr Stepanovich, Stavrogin, Satov necesitan una biografía desesperadamente y tienen que construirla co-mo se-a. A gritos. O con cuentagotas, para no reventar la intriga. Material maleable sobre el que hundir los pulgares y moldear una buena máscara. Porque, para cometer un crimen,. para ser víctima, aquí es necesario que un hombre sepa convertirse en máscara con sus propios recuerdos. Y cambiar la piel por el disfraz y matar y, al abrir los ojos, desnudarse y encontrarse en carne viva. A solas con un delirio cimentado en la memoria. Todo pasado es esta provincia rusa. Porque el lector para el que escribía Dostoievski quería comprender los crímenes y leer en las máscaras con gafas de cerca. Necesitaba construir algo.
El problema es que, de Los Demonios, yo sólo me quedo con el asesinato y alrededores. También con los paseos de un suicida en una habitación infinita. Vamos, con el tejado de la casa.
Otro problema es que soy uno de esos gilipollas que, cuando les gusta una película, pongamos Collateral, pierden sus horas de sueño escuchando el comentario del director. Y lo mandan a tomar por saco cuando dice que el personaje de Tom Cruise es hijo de un apasionado del jazz, que heredó esta pasión y que eso, de una forma u otra, le jodió la infancia. A mí eso no me interesa porque los pasados acaban por ser intercambiables. Yo lo que quiero es que el jazz le salga por las orejas cada vez que tiene que matar a alguien. Quiero un disparo en mitad de la frente de un club desierto, emborracharme de filosofía barata y creer que la única inmortalidad posible en un vagón de metro de madrugada son dos balas en el estómago. Y, para eso, no se necesita que nadie tenga hermanos, primos, sobrinos o abuelitas que cascaron de sobredosis. Sólo necesito que el personaje esté allí, en el único momento que merece la pena ser leído, empuñando el arma. El camino no me importa. Es aburrido, repetitivo. No volver a escuchar a los directores. No coleccionar partidas de nacimiento.
Lo importante es que las cartas lleguen a su destinatario y que dentro del sobre esté el dibujo de un gallo con el cuello cortado de un hachazo. O que un capullo enamorado improvise un concierto de guitarra eléctrica delante de un ejército de siluetas de actores clásicos de tamaño natural. Y que a alguien se le quemen los ojos. Ya lo he dicho: el resto es morralla, leche con cereales, maltrato infantil o cola en Correos con la tragedia doblada en cuatro partes bajo el brazo.
Porque nos hemos acostumbrado a mirar a las máscaras -las de Dostoievski incluidas- y no a leerlas. Porque ya no queremos leer, ni bucear en los motivos. Los motivos son siempre los mismos. Saltamos capítulos. Lo importante es arrancar una de esas páginas de letras apretadas que tienen todas las vidas. Sí, esa caligrafía en la que el espacio en blanco es un insulto, un elogio a la inquietud. Digo arrancar una página y pegarla en la pared y alejarte hasta ver un rostro que no sabe de abecedarios ni de recuerdos. Mirar y negarte a comprender. Sólo mirar. Como si la única duración posible de la vida fueran diez minutos de película. No diez minutos de historia. Diez minutos de atmósfera. Leer una página en blanco llena de personas que se pueden respirar porque su pasado ha sido escrito en un charco de aceite de coche. Por eso, no importa a nadie qué es de ellos cuando bajan del escenario. La trascendencia es ser puro presente sólo diez minutos. O diez páginas de treinta líneas en las que se susurra lo único que merece la pena.

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