“Tea-Bag”, de Henning Mankell [TusQuets]

La vida del célebre poeta sueco Jesper Humlin es tan regalada como vacua, sumida en una inanidad apenas salpimentada por las trifulcas con su pareja, las envidias de sus colegas y el apremio de los editores. Sin embargo, tal vez Jesper conserve un resto de dignidad al rechazar la propuesta de su editor de que escriba novelas policiacas, que venden cincuenta veces más que la poesía (¡hasta su anciana madre se ha puesto a escribir una!). Y quizás ese vestigio de decencia desencadene también su interés por las vidas de unas inmigrantes que acuden a una lectura pública de su poesía. Gracias a ellas, Jesper conocerá de primera mano las vejaciones que sufren aquellos que emigran a Europa en busca, paradójicamente, de libertad. Pero, sobre todo, la historia de Tea-Bag, joven africana que le relata la huida de su aldea, el viaje hacia el norte –con obligada «escala» en las costas españolas– y su llegada a Suecia, será lo que acabe por desasosegar al fatuo Jesper.

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“Transcurría uno de los últimos días del siglo.

A la muchacha de la amplia sonrisa la despertó el ruido que producían las suaves gotas de lluvia al golpear la lona que había sobre su cabeza. Sólo con cerrar los ojos podía imaginarse que aún estaba en su casa de la aldea, al lado del río que transportaba el agua fría y transparente procedente de la montaña. Podía sentirlo mientras mantenía los ojos cerrados. Pero al abrirlos, era como si se lanzara a una realidad vacía e incomprensible. Entonces lo único que quedaba de su pasado era una serie de imágenes que, en secuencias entrecortadas, reproducían la larga huida que llevaba tras de sí. Permaneció tumbada, inmóvil, tratando de despertarse lentamente, sin abandonar los sueños hasta estar preparada para ello. Los primeros y difíciles minutos de la mañana determinaban cómo iba a ser el día que comenzaba. Parecía que el momento mismo de despertar le tendiera una trampa.

Durante los tres meses que llevaba en el centro de acogida había compuesto un ritual, agregando cada día algo nuevo hasta encontrar el mejor modo, y más seguro, de empezar el día sin tener que dejarse llevar por el pánico del momento que vivía. Lo más importante era no levantarse de la incómoda cama de cámping con la falsa esperanza de que ese día le ocurriría algo decisivo. Sabía que no le iba a ocurrir nada. Eso fue lo primero y esencial que tuvo que aprender cuando la condujeron a la orilla de la escarpada playa europea, para ser recibida allí por amenazadores perros policía y por la guardia de fronteras española. «Ser fugitiva implica estar sola.» Su conocimiento abarcaba a todos, sin tener en cuenta de dónde procedían o qué motivos tenían para abandonar sus países e intentar abrirse camino en Europa. Estaba sola y hacía todo lo posible para no pensar que esa soledad se acabaría. La acompañaría durante un periodo de tiempo que podía ser muy prolongado.

Estaba tumbada en la cama, incómoda, con los ojos cerrados, dejando que sus pensamientos se abrieran paso poco a poco. ¿Cómo era su vida en realidad? En medio de todo aquello sólo tenía un punto de referencia, confuso y desconcertante. Se hallaba encerrada en un centro de refugiados en el sur de España, después de haber tenido la suerte de sobrevivir cuando casi todos se habían ahogado, todos los que iban a bordo de la podrida embarcación que los había trasladado desde África. Todavía le resultaba difícil recordar todas aquellas expectativas que albergaba la oscura bodega. «La libertad tenía un olor», pensaba, «que se hacía más intenso cuando se encontraba a sólo unas millas marinas. La libertad, la seguridad, una vida en la que había algo más que miedo, hambre y desesperación.»

Podía pensar que se hallaba en una bodega llena de sueños, pero tal vez era más correcto decir que se trataba de una bodega de ilusiones. Todos los que habían esperado allí, en la oscuridad de la playa marroquí, y que habían estado en manos de avaros y desconsiderados traficantes de personas de distintas partes del mundo, habían sido trasladados en la oscuridad de la noche a la embarcación que estaba anclada con las luces apagadas. Los marineros, que sólo se vislumbraban como sombras, los habían llevado a la bodega en medio de un gran alboroto, como si fueran esclavos de los tiempos actuales.

Pero no llevaban cadenas de hierro alrededor de los pies, los grilletes eran sus sueños, su desesperación, el miedo que los había llevado a romper con distintos infiernos terrestres para llegar a la libertad en Europa. Habían estado muy cerca de lograrlo, antes de que se hundiera el barco y los marineros griegos desaparecieran en los botes salvavidas, dejando que las personas que se encontraban agazapadas en la bodega se las arreglaran como pudieran.

«Europa nos abandonó antes de llegar», pensó. «Jamás lo olvidaré, pase lo que pase en el futuro.» No sabía cuántos habían naufragado, y tampoco quería saberlo. Los gritos, las llamadas ahogadas de auxilio resonaban todavía como algo doloroso que le golpeaba la cabeza. Al principio había oído todos esos gritos a su alrededor mientras estaba sumergida en las frías aguas, luego fueron enmudeciendo uno tras otro. Cuando logró agarrarse a una roca sintió alegría por el triunfo. Ella había sobrevivido, lo había conseguido. ¿Qué había conseguido? Había tratado de olvidar sus sueños. De todos modos, nada fue como había imaginado.

En la fría y oscura playa española, la repentina luz de los focos la había deslumbrado, luego empezaron a olfatearla los perros, y los guardias con sus brillantes rifles la contemplaron con ojos cansados. Ella había sobrevivido. Pero eso era todo. Después no ocurrió nada más. La llevaron a un campamento compuesto por barracones y tiendas de campaña, duchas que goteaban y sucios retretes. Al otro lado de la valla vio ese mar que la había soltado después de atraparla, pero nada más, nada de todo lo que había soñado.

Los que estaban en el campo de refugiados, todas esas personas con distintos idiomas y ropas y con experiencias espantosas que compartir, a veces con el silencio, a veces con la palabra, tenían una sola cosa en común: carecían de expectativas. Muchos llevaban varios años en el campamento. No había ningún país que quisiera acogerlos y toda su lucha se centraba en evitar ser enviados de nuevo a sus países. En una ocasión, cuando estaba esperando a que le dieran una de las tres raciones de comida diarias, había hablado con un hombre joven de Irán ¿o era tal vez de Irak? Nunca pudo precisar de dónde eran esas personas, ya que todas mentían, ocultando sus verdaderas identidades, con la esperanza de que les ayudaran a obtener asilo en algún país que les abriera de repente las puertas por motivos poco concretos o incluso caprichosos. El hombre que procedía de Irán o tal vez de Irak había dicho que era como si el campamento fuera una celda mortal, un corredor de la muerte en el que el reloj sonaba para todos con campanadas inaudibles. Entendió a qué se refería, pero trató de evitar pensar que tenía razón.

Él la miró con ojos tristes, cosa que le sorprendió. Desde que había dejado la niñez y se había convertido en mujer, todos los hombres la miraban con ojos que, de un modo u otro, transmitían hambre. Pero parecía que aquel hombre delgado no había reparado en su belleza ni en su sonrisa. Eso la había asustado. No podía soportar pensar que los hombres no se interesaran por ella inmediatamente, ni tampoco que la larga y desesperada huida había sido en vano. Ella, como todos los que no lograron escaparse a través de las redes metálicas y fueron captados por el centro de acogida español, aún mantenía la esperanza de que algún día la huida terminaría. Como un milagro, un día habría alguien delante de cada uno de ellos con un papel en la mano y una sonrisa en los labios diciéndoles: Bienvenidos.

No tardó en darse cuenta de que habría de tener mucha paciencia para no volverse loca de desesperación. Y la paciencia sólo podía venir de la sensación de que no ocurriría nada, de que había conseguido deshacerse de todas las esperanzas. El suicidio era frecuente en el campamento, o al menos se hacían serios intentos. No habían aprendido a combatir sus esperanzas de modo efectivo y, al final, se habían tambaleado bajo la carga que implica creer que todos los sueños se van a realizar al instante.

Cada mañana, cuando despertaba lentamente, se persuadía también de que lo mejor que podía hacer era no tener ninguna expectativa. Y no decir de qué país procedía. En el centro de acogida corrían muchos rumores acerca de qué país de origen era en ese momento el más seguro para tener más posibilidades de escaparse con el asilo político garantizado. El centro de acogida parecía un mercado bursátil en el que participaban distintos países y había distintas posibilidades de asilo que experimentaban continuamente cambios dramáticos. Ninguna inversión era fiable ni duradera.

Al comienzo de su estancia en el centro, Bangladesh se había puesto a la cabeza de la lista. Por algún motivo desconocido para los refugiados, de repente Alemania concedía asilo a todos los que pudieran demostrar que habían llegado procedentes de Bangladesh. Durante varios e intensos días, en las pequeñas oficinas atendidas por exhaustos funcionarios españoles, hicieron cola personas de tez negra, marrón, clara, de ojos achinados, que repetían con fe inquebrantable que de pronto habían descubierto que eran de Bangladesh. De este modo, al menos catorce chinos de la provincia de Hunan se las habían arreglado para entrar en Alemania. Varios días después, Alemania había «cerrado Bangladesh», así se denominaba la cuestión, y después de tres días de impaciente espera empezó a extenderse el rumor de que Francia estaba dispuesta a recibir una cantidad determinada de kurdos.

En vano había tratado de averiguar de dónde procedían realmente los kurdos y qué aspecto tenían. Pero
se puso obedientemente en una de las colas y, cuando le llegó el turno de presentarse ante el empleado público de ojos enrojecidos y hubo leído en una placa el nombre «Fernando», dijo con su mejor sonrisa que buscaba asilo en Francia por ser de origen kurdo. Fernando hizo un gesto de rechazo con la mano.

–¿De qué color es tu piel? –preguntó.

Ella presintió el peligro enseguida. Pero tenía que contestar. Al funcionario español no le gustaban las personas que se negaban a decir algo. Dijeran lo que dijeran, aunque fuera mentira, cualquier cosa era mejor que quedarse en silencio.

–Eres negra –dijo Fernando contestando él mismo a su pregunta–. Y no hay ningún negro que sea kurdo. Los kurdos son como yo, no como tú.

–Puede haber excepciones. Mi padre no era kurdo. Mi madre sí.

Los ojos de Fernando parecía que cada vez estaban más rojos. Ella siguió sonriendo, era su mejor arma, siempre lo había sido.”

TÍTULO: Tea-Bag
AUTOR: Henning Menkell
TRADUCTOR: Francisca Jiménez Pozuelo
EDITORIAL: TusQets
ISBN: 978-84-8383-263-9
PÁGINAS: 376 p.
PRECIO: 18,37 €

Henning Mankell (Estocolmo, 1948) divide su tiempo entre Suecia y Mozambique, donde dirige el teatro nacional Avenida de Maputo. Autor de numerosas obras de ficción y uno de los dramaturgos más populares de su país, es conocido en todo el mundo por su serie de novelas policiacas protagonizadas por el inspector Kurt Wallander, traducidas a treinta y siete idiomas, aclamadas por el público, merecedoras de numerosos galardones (como el II Premio Pepe Carvalho en España) y adaptadas al cine y la televisión (entre otros, por el actor Kenneth Branagh). Tusquets Editores ha publicado la serie completa, compuesta por diez títulos, y otras ocho novelas suyas, entre ellas el thriller titulado El chino (XV Premio Arcebispo Juan de San Clemente). En la estela de El hijo del viento, acogida con entusiasmo por los lectores, El ojo del leopardo alterna pasado y presente, Suecia y Zambia, mientras ofrece una mirada desasosegada de África en «un escalofriante viaje al corazón del miedo, la alienación y el desespero» (The Independent).

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