Vida, muerte y senectud del coronel Truman

Por Alberto Masa

Tus ojos brillaban como los papeles de las monedas de chocolate y, antes de ir corriendo a toda velocidad, me detuve en la cocina, abrí el frigorífico y busqué dónde estaban los tranchetes. Estuve buscando como media hora. El pitido no paraba de dar avisos: era Dios diciendo que no. Abrí el congelador y saqué todas las bolsas de hielo. Alguien tenía que curarse en medio de todo ese pan frito, de toda esa bola de filetes rusos. Mi corazón es el aleteo de una polilla. Tuve suerte de que todas las luces se apagasen a tiempo. En tus ojos una libélula ordenaba el mundo. Qué suerte tuve de pararme. Así es como he conseguido mantenerme callado: Dios vive en el frigo y no hay tranchetes.

Yo quise hacerme un sándwich un día y me encontré con que no tenía corazón. Los sándwiches son muy buenos para la salud. Los inventó un tipo que entendía de nuestros bichos, microbios y todas esas asquerosidades diminutas que terminan enseñándonos al mundo. Joder, mi boca sólo era la rueda de un tractor de madera. Luego crecí y hasta me fui unos días al pueblo. Los apóstoles y Jesús, esos, todos, vivían en el segundo. Hasta hubo unos días, en verano, que quedé con ellos y fuimos a los parques a jugar al fútbol. Jesús siempre se ponía de portero. Era malísimo, nunca paraba ni una, pero es que alguien tenía que ponerse. Ojalá nos hubieras visto. Creo que te hubieras reído. Las bolsas de hielo se quedaron en nada a poco que pasaron unos minutos. Tuve que pasar una fregona y, antes de eso, casi me resbalo. Me pilló de sorpresa.

Un día me acuerdo de que me disponía a tirar una falta porque yo llevaba el número 8 en la camiseta y las faltas las tiraba el 8. Pero Jesús se empeñó en que tenía que ser él. Joder, Jesús no se enteraba de nada. Que eres el portero, Jesús, le dije. Que no, dijo, que tengo que tirarla yo. Me señaló la escuadra izquierda y dijo que por ahí iba a ir derecha. San Andrés dijo que le dejara y San Pedro, mientras… ¿qué hacía? Nadie lo sabe. Joder, ese equipo era un desastre. San Felipe dijo que él también la quería tirar y al final la tiró Jesús, que la mandó a la carretera. Voy yo, decía Jesús. Eso decía Jesús: voy yo. Menudo equipo de mierda, joder. Y la portería, ¿qué hacíamos con la portería? Me fui indignado. El balón era mío, pero ya me daba igual, que se lo quedasen para ellos solos. Siempre llorando, siempre quejándose de la vida.

Cuando llegué a casa me hice un sándwich y fue ese día cuando se acabaron los tranchetes. Ya la vida no tenía sentido. Ya sólo eras tú y un puñado de almas roncando. Yo oía a Dios hablar en todas partes, daba igual que pusieras la primera cadena o la segunda o la incipiente Telemadrid. Ya sólo salía Dios. Entonces yo me fui y, ahora que he vuelto, no sé dónde meterme. Mi vida es tipo la de Rambo. Ese soy yo, Rambo. Cuando Rambo llega de bombardear con un hazadón el Delta del Mekong, se va a un pueblo de cuatro haraganes con espigas puestas en la boca y allí le montan una guerra. Esta no es mi guerra, Coronel. Eso es lo que dice Rambo. Rambo está cansado, coño. Sus amigos son un muñón de sangre seca con babas y ahora qué, ¿eh?, ahora dónde está mi país, dónde está España.

Un día fui a comprar algo de jala porque teníamos hambre, Coronel. Un niño se acercó y dijo, ¿limpia, señor? Esto es lo de siempre, yo a España nunca la he entendido. Y a ti tampoco te entiendo porque no hay quien te entienda. Una vez se me ocurrió hacerme socio de la biblioteca. Saqué libros y libros. Leí al Borges a ver si con ese te entendía y no había manera. Y luego saqué libros que hablaban sobre lo que hablaba el Borges y tampoco. Cuando los devolvía me pasaba por el súper y preguntaba si habían llegado los tranchetes. Joder, a Rambo le sacas de una sartén ardiendo y al menos se pregunta dónde estoy. O qué me ha pasado; o Coronel, qué me ha pasado. Y, ahí, en esa primera interrogación que le asoma a la fusión con el infinito, a su arreglo con las constelaciones, a generar una duda en el puto sol… ahí empiezan a llegar helicópteros y los seguratas de la oficina del pueblo, desde el megáfono, dicen: «salga del edificio con las manos en alto».

El coronel Truman en su vida ha arreglado nada, tan sólo está ahí como cualquier otro fantasma, con su gorra inexplicable, poniendo el hombro y diciendo que siempre vela por los suyos. Que esa es su misión: velar por los suyos. Cuando cierras el frigo, la temperatura del cacharro se ordena sola y el pitido se silencia.

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