El paradigma que se muerde la cola

Por Coradino Vega.

«Tengo una necesidad tal de creer en la vida, en la belleza de la vida, que el desaliento no puede nunca prevalecer», leo en una de las cartas que Jorge Guillén enviaba a su esposa y me acuerdo de una frase que me dijo una amiga: «Escribir es un intento».

―Ni el más reputado autor tiene la próxima línea asegurada ―añadió luego, antes de regresar a Nueva York, con una sonrisa luminosa que me insufló una reconfortante carga de optimismo.

Uno empieza algo y nunca sabe cómo terminará, si es que llega a terminarlo. Bucea, explora, se deprime, abdica, lo vuelve a intentar. Pero si a esa incertidumbre añades las voces del entorno, el peso más o menos gravoso de lo que imponga tal moda o precepto cultural, la dosis de pérdida de inocencia narrativa requerida por éste, o te sientes señalado, en un acto que denota tanta inseguridad como egocentrismo o suspicacia, por lo que el otro ―que ya ha alcanzado cierto refrendo, que detenta la nueva autoridad, que parece que asume más riesgos― considera que no se debe hacer, o que ya ha sido superado, entonces, lo más lógico es que llegue la parálisis y que jamás vuelvas a escribir una palabra en tu puta vida. Y es que una de las supuestas virtudes de la literatura posmoderna, el alto grado de conciencia textual alcanzado por el agotamiento de las formas y moldes, alberga al mismo tiempo su gran fatalidad: para los expertos, escribir ficción se ha vuelto complicado.

Sin embargo, qué pequeño es el llamado mundillo literario, qué minúsculo en comparación con todo lo que lo rodea. Un juicio que alcanza un aura de certeza y rotundidad en los suplementos culturales, las revistas, los blogs o el simple Facebook, se diluye en la nada si eres capaz de pasar veinticuatro horas alejado. La gente se levanta por las mañanas, va al trabajo o pasea, cría niños, se ríe en un bar, compra huevos, no llega a fin de mes. Y qué tóxica puede ser cierta exigencia y mirar a ese ingente resto de humanidad por encima del hombro.

―No, es que mi novia lee a Ken Follett.

Sí, y mientras, tú te devanas los sesos con el último ensayo que establece cómo debe ser la literatura seria actual, con todas las paradojas que esconde en la turbiedad de su maraña terminológica, y entras al trapo de esa apostilla tan condescendiente de «la literatura que a mí me interesa», como si la literatura fuera una cosa de interés y eso no contradijera precisamente lo que el crítico trata de desmontar, apropiándose de una distinción política para convertirla en vanguardia, para reducirla a lenguaje autorreferencial y degradar de paso toda la escritura que no le interesa, a él, al autor argentino del ensayo que habla como un oráculo, desplegando un amplio abanico de calificativos que te resultan, cuando menos, desdeñosos («una literatura para empleados bancarios», «complaciente», «de un humanismo ramplón»), mezclado con la recurrencia al adjetivo «radical» y mucho ímpetu por destrozar a martillazos, logrando el efecto deseado porque te has cabreado, porque el objetivo era provocar (la mejor estrategia de marketing, está comprobado), remover tus creencias y, como toda categorización después de Deleuze, Barthes y Lyotard carece de sentido o está al servicio del pensamiento hegemónico, a ver quién es el guapo que se pone ahora a hablar de contexto histórico o de emoción o de seres humanos que intentan comprender el sentido de la muerte y el caos de sus vidas, sin ser tachado de pueril, conservador o, peor aún, de ¡retrógrado!

El debate siempre es enriquecedor, tratas de apaciguarte, e incluso se agradece que te hagan replantear u ordenar tus ideas y así te esfuerces en el argumento (por más que quien lo haga descrea de la propia noción de argumento o, en el más ruin de los casos ―que no sé si es el de Tabarovsky, creo que no, sino el de un compatriota suyo atupelado―, lo utilice de machete para quitarse a sus competidores de en medio). Lo peor está, en cambio, en tu reacción. Porque conviertes toda la pedantería, arrogancia y vacuidad que acabas de leer en otra forma de soberbia, y te vuelves más radical que el radical cuando intentas combatir su radicalismo, y caes en la convención y en el dogma y en el paradigma de igual forma que quien, para cubrirse las espaldas, ya había renunciado antes a todo tipo de paradigma. Y entonces no puedes decir que lo que propone Literatura de izquierda es un mero ejercicio de audacia lingüística que sólo conduce al autismo, porque te dirán que has atacado a alguien, que eres un «joven serio», que estás desfasado, que eres un paranoico, que no hay grupitos, háztelo mirar, que como sigas creándote enemigos acabarás solo en este mundo interconectado. Y así, te arrepentirás de lo que has escrito, te gustaría llamar por teléfono a todos los que pudieran darse por aludidos, y disculparte, y reconocer que incluso llevaban razón, y de camino, a lo mejor, hasta proponerles de buen rollo que la próxima vez sean más considerados, pero se te escapa la palabra «humildad» (y al hacerlo, te sientes como un cura), y ellos te harán ver que sólo tú has sido despectivo, que no hay siquiera ni un «nosotros» ni un «ellos», que qué sería del arte si no nos pasáramos por el forro la humildad ―alguien incluso te sugiere que tu discurso es populista porque atenta contra la Inteligencia y frena la evolución del Arte, así, con mayúsculas orales―, y todo volverá a empezar, todo en un mundo pequeño y sin embargo tremendo, importantísimo, virtual, intimidatorio, cerrado, mientras tu novia devora a Ken Follett y tú, a diferencia de Guillén (que escribía siempre a su mujer con entusiasmo y cariño), la miras con cara de asco. Con el asco de quien no disfruta como lo está haciendo ella de la lectura. Con el asco que tú mismo te das por no aliviar tu mente de ese mundillo que opera de espita por la que sale el lado oscuro de tu alma, olvidando que algunos de tus amigos más queridos pertenecen a él; que hay mucha gente en ese círculo a la que deberías estar eternamente agradecido, que se alegra de los logros ajenos o que, como Andrés Neuman, se toma las críticas con una sana mezcla de humor y elegancia; que tú mismo también estás dentro porque así lo quisiste una vez, porque estás escribiendo este artículo que parece un manual de autoayuda, porque de este modo te encargas de recordar que una vez te publicaron una novela mientras camuflas, de paso, que puede que te falte talento, entrega o simple necesidad para escribir un nuevo libro que merezca la pena.

―Está claro ―te dice tu novia―. Eres tú quien le da la relevancia que no tiene. Debes aceptarte y valorarte más, cariño. De lo contrario, esos absurdos artículos tuyos que te traen de cabeza sólo destilarán amargura. Además, ¡pensarán que eres un neurótico-obsesivo!

Y entonces la abrazas, como imaginas que harían Andrés Neuman o Jorge Guillén, pero tus ojos se fijan en una sombra que, de repente, adopta el rostro con gafas de pasta y tupé de quien, con sus arremetidas contra sus colegas, afea y arruina el mundillo que te gustaría relativizar para no convertirte en lo que oculta esa máscara que posa en las fotos como una estrella de rock: un tipo que, en el fondo («puede que venga de la niñez», comenta tu novia, que es pedagoga terapéutica), parece bastante acomplejado.

―¿Y cómo has dicho que se llama? ―dice ella observando el periódico―, ¿Patricio qué?

―Pron. Patricio Pron.

―Anda, déjate de gilipolleces y ponte a escribir. Que eres un quejica.

Damián Tabarovsky: Literatura de izquierda (Paréntesis, Cáceres, 2010)

4 thoughts on “El paradigma que se muerde la cola

  • el 22 noviembre, 2010 a las 1:58 pm
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    Afortudamente no soy un intelectual y no me afectan estos debates. Bastante tengo con escribir lo mejor que puedo.

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  • el 24 noviembre, 2010 a las 7:08 pm
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    Este tío se atreve a decir cosas que tienen sentido y que, a lo mejor, incomoda a algunos. Además este artículo es muy divertido. A mí me parece muy lúcido y con mucho sentido del humor. Ayuda a que nadie se sienta inferior a nadie.

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  • el 13 diciembre, 2010 a las 6:15 pm
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    Celos, celos, celos, celos…

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