El lenguaje de las células

Por Recaredo Veredas.

El lenguaje de las células. Nacho Gallego. Editorial Caballo de Troya. Madrid, 2010. 23 €. 416 páginas.

El lector medio ama la combinación de verdad –verdad literaria, emplazada entre la realidad y la verosimilitud- y narrativa. Suele darse cuando el autor decide contar circunstancias particularmente difíciles de su existencia. En ellas el autor se convierte en personaje, en un protagonista lúcido y digno, que asume sus defectos, afirma verdades como puños y posee una infinita sinceridad. Obviamente el autor que opta por la, llamémosla, opción confesional debe ser capaz de distanciarse de sí mismo y moldear su dolor como si fuera un recurso más. Las opciones y ejemplos son múltiples, desde la literatura de la enfermedad de Brodkey o Zorn a la del desamor de Wilde, pasando por complejas relaciones familiares –Torrente Giralt o Amis- o la narrativa de la extinción, que alcanzó sus más altas cimas en Auschwitz. El lenguaje de las células se encuadra dentro del primer bloque: el autor decide narrar su propia enfermedad, una dolencia que, según leemos en su biografía, terminó con su vida con apenas 36 años. Sin embargo el autor de El lenguaje de las células sale bien parado del empeño: su obra no es una repetición más o menos afortunada de moldes previos, ni una muestra más de literatura del dolor. Porque mira hacia otro lugar.

Nacho Gallego, aun poseyendo una prosa solvente, no es un virtuoso. Su escritura resulta a veces demasiado ingenua y parece carecer de esa capacidad para la palabra justa que define a “los escritores”. Sin embargo El lenguaje de las células conmueve, y no solo porque conozcamos lo que pretende el narrador y su fracaso final. Son otras las causas: en Nacho Gallego, y en su protagonista Joan, habita la búsqueda de la luz, la perpetua lucha, frente a la desesperación cuasi nihilista de otros autores. Su mirada sobre la enfermedad no es, lo que también resulta muy novedoso, negativa: posee suficiente lucidez y fuerza para saber que el vigor, el entusiasmo con que contempla los prodigios del día a día, son regalos del cáncer. Por eso, como afirma la contracubierta, este libro es, aunque sea el primero y último de su autor, una apuesta de futuro. Porque, por su distinción, modifica al lector mucho más que otros de mayor brillantes, mejor escritos, pero carentes de una posición propia. Además resulta válido como libro de viajes. Como una guía de lugares bellos y sorprendentes, que deberían visitarse antes de la muerte, del desvelamiento del código oculto de las células, un lenguaje incomprensible, pero cuya asunción es tan irremediable como la propia vida.

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