«El castigo», Marina Carretero

Un relato de Marina Carretero Gómez.

El castigo

El 1 de septiembre de 1730 comienzan en Lanzarote, en el macizo del Fuego, cerca del Timanfaya, unas de las erupciones volcánicas más importantes de todas cuantas se han registrado en la historia del vulcanismo, tanto por la gran cantidad de materiales arrojados, como por su larga duración, terminando el 16 de abril de 1736.
Unas 420 viviendas, pertenecientes a caseríos y lugares de la comarca, fueron destruidas por las erupciones. Los núcleos más importantes fueron las aldeas de Timanfaya, Los Rodeos, Mancha Blanca, Santa Catalina, Mazo, Jarretas, Tingafa, Peña Palomas, Testeina, La Geria, Macintafe, Mozaga, Guagaro, Masdache e Iguadén, los cortijos de Maretas, Chupaderos, y la capilla de San Juan Bautista.
Hoy en día se puede contemplar en la isla un inmenso mar de lava –que cubre la mayor parte del Parque Nacional del Timanfaya, en el suroeste de la isla, y llega hasta el mar, ocupando 200 kilómetros cuadrados-, en el que se elevan algunos conos volcánicos coronados por dantescos cráteres, que son atravesados por largas y profundas grietas producidas por las fluidas corrientes de lava incandescente.
El terreno se transformó en una superficie horizontal cuando el material surgido de los cráteres rellenó las depresiones y niveló las desigualdades existentes. Así mismo, el magma incandescente, al contacto con el mar, levantó grandes columnas de humo y se adentró en él, aumentando considerablemente la superficie de la isla.
Los volcanes que forman el Parque de Timanfaya pertenecen al grupo de los hawaianos. Éstos proyectan a gran altura enormes columnas de cenizas, (lapilli), que, transportadas por el viento, inundaron grandes superficies y cubrieron las laderas y los cráteres de muchas montañas. En total, el número de conos volcánicos principales que quedaron tras las erupciones es aproximadamente de treinta.
Pero poco o nada, sin embargo, se sabe del motivo que originó aquellas erupciones que cambiaron para siempre el destino de la isla. Muchas historias se han contado al respecto, tachadas la gran mayoría de leyendas y fabulaciones. La más conocida, presente en multitud de libros y revistas, así como en la tradición de los nativos de la isla, es la de la niña Ico. Este cuento, que aún hoy muchos creen cierto, es legendario en la historia de la ciudad.

Sea como fuere, las erupciones ocurridas entre 1730 y 1736 son, sin duda, de las más importantes de la historia.

Libro Thesaurus mundi,
vol. 3, pp.1867-1868

Mancha Blanca,
Lanzarote,

1730
Lo peor no es el castigo ni el dolor ni la muerte siquiera. Lo peor es la espera. Pasan las horas, pasan los días y las noches se mecen en la espera infinita de un castigo que ha de llegar, pero no llega. Y la culpa se hace cada vez más espesa, más áspera, más pesada, creciendo dentro, en el lugar donde el niño ya no lo hará.
Pero un día sucede, y el corazón siente miedo antes que alivio, pena antes que resignación, ganas, sólo ganas, de que la espera llegue a su fin. Y llevo esperando el fin, este fin, mucho tiempo ya, antes de que el verano naciera y se hiciera viejo en mis ojos, antes de que las noches fueran una fiel tortura y buscaran mi condena cada minuto, cada segundo. Antes de sentir que no puede haber peor castigo que seguir viva.
La tierra empezó a vibrar hace unos días, semanas quizá. Y entonces lo supe. No hizo falta que se abrieran los campos, como más tarde pasó, ni que las entrañas de la tierra escupieran ese humo negro, mi muerte, para que yo supiera, como supe desde el principio, que el fin de este castigo sólo podrá llegar pagando por lo que he hecho.
Mañana partiremos hacia el norte de la isla, como ha ordenado don Melchor de Arbelo, el capitán que se personó ayer en la aldea para dirigir el peregrinaje. Algunas casas han sido ya sepultadas por el lapilli que arrastra el viento desde las enormes montañas de fuego. Estamos sumidos en la más absoluta oscuridad, pero aún así puedo presentir el terror de los que aquí viven, imaginar su rostro desencajado, cansado, pues apenas dormimos desde que todo comenzó. Distingo entre todos a Alby. Sé que me mira, sé que, detrás de toda esta humareda infernal, está su mirada, buscándome. Creo que él también sabe que es mi culpa, pero, ¿acaso no es también la suya?
Yo me encontraba en los sembrados. Ni siquiera le vi aparecer. Llevaba días acechándome de lejos, y a mí me gustaba sentirme mujer, notar que me observaban, como había visto que hacían con madre. Que despertaba deseos en hombres mayores que yo. Y de repente sucedió. Apareció tras de mí, susurrándome unas palabras que no recuerdo, mientras me acariciaba los pechos. Caímos al suelo. Sus manos recorrían mi cuerpo a gran velocidad. Jadeaba en mi oído. Colocó su cuerpo entre mis piernas, mientras me babeaba el cuello, la cara, los pechos. Susurraba mi nombre, Ico, Ico… Se deshizo de mis faldas, y noté un bulto grande, duro, intentando entrar en mi cuerpo. Una, dos, tres veces. Con fuerza. Una punzada de dolor. Un dolor muy agudo. Sangre. Notaba cómo la sangre salía de mí, pero eso no le hizo parar. Cuatro, cinco, seis. Entraba y salía con fuerza hasta que nuestras pieles chocaban. Siete, ocho, nueve. Un grito. Y de repente, silencio. Mi sangre mezclada con su jugo. Mi miedo mezclado con su orgullo.
Caminamos y caminamos. Vamos en silencio, guiados por don Melchor. Yo voy la última, acompañada de madre. Veo cómo mira hacia atrás, sus ojos enjugados en llanto al ver nuestra aldea y nuestra casa sepultadas por el lapilli ardiente, al ver cómo se derrumba lo que tantos años tardó en conseguir. Me gustaría acercarme y rogarle el perdón, pero ningún perdón podrá ya hacernos recuperar todo el pasado que ahora es sólo ceniza. Alby camina a lo lejos. Él no vuelve la vista atrás. Nadie debe saber nada, y por eso aprovecha la oscuridad para perforarme con la mirada, cuando nadie puede verle y sólo yo puedo presentir su miedo, cuando me recuerda sin palabras que, dijera lo que dijera, hiciera lo que hiciera, nada cambiaría. Pero madre lo sabe. Lo supo al mirarme a los ojos, al escuchar el nombre de él en mis labios en el delirio previo a la muerte. En el sudor frío que me recorría el cuerpo cada vez que venía a casa a mostrar una fingida preocupación por mi evolución. Y, sin embargo, sólo una frase ha salido de sus labios en todo este tiempo. No intentes luchar contra lo que no se puede, la batalla está perdida, me dijo. Y ya nunca más añadió nada al respecto.
Pasamos, en nuestro recorrido, por aldeas vecinas. Se unen a nosotros en nuestro peregrinaje. Los que todavía conservan sus pertenencias, saben que no será por mucho tiempo. Los demás, sólo quieren sobrevivir. Nos encontramos ahora en la aldea donde empezó todo, donde me haría merecedora de este castigo que desde hace semanas, aunque meses después de mi pecado, soporto sobre mis hombros. Había tenido ya dos faltas desde mi encuentro con Alby en los sembrados, y mi cuerpo seguía rechazando aquel día cada mañana, obligándome a vomitar todos los recuerdos y las entrañas, cada tarde, llenando mi cuerpo de comida para vaciarlo de él. El espejo me devolvía el reflejo de un cuerpo que cada vez me pertenecía menos; me dolían los pechos, cada día un poco más grandes, y sentía un dolor agudo en lo más profundo del vientre, que, y casi imperceptiblemente, iba perdiendo su forma.
Me acordé entonces de una noche en la que, estando con las chicas de la aldea más próxima, escuché algo acerca de una planta que habían traído de fuera, en los barcos que atracaban en el puerto y venían siempre con cosas desconocidas para nosotros a cambio de productos de esta tierra. Esta especia era utilizada por mujeres que querían recuperar su estado habitual, vaciando sus vientres del niño que les impedía sangrar y que iba creciendo dentro, transformando su cuerpo y delatando así, en ocasiones como la mía, el mal al que habían sido sometidas o que, a veces peor aún, habían realizado voluntariamente.
Al día siguiente me levanté antes que madre para volver a la aldea vecina y hacerme con una pequeña cantidad. No era muy difícil, ya que también se utilizaba para cocinar. La guardé en un cajón durante unos días, incapaz de dar el paso definitivo. Lloraba cada noche entre las sábanas por el pecado que iba a cometer. Lloraba por madre, que jamás me lo perdonaría. Lloraba por el niño que crecía dentro de mí y que nunca llegaría a nacer; sentía lástima por él, por no desearlo, por arrancarle de este mundo antes de haberle dejado vivir en él. Lloraba por aquella tarde en los sembrados, por el aliento de Alby sobre mí, por mi dolor; porque era capaz de hacer como si nada hubiera pasado, y de tratar a madre igual, y de seguir acariciándome el pelo y de decirme que ya estaba hecha toda una mujer. Pero, sobre todo, lloraba por mí. Porque había vendido mi alma por un puñado de especias. Porque iba a cometer un pecado que tendría que pagar: iba a asesinar al niño que llevaba en mi vientre, iba a matarlo y sólo me quedaría de él la sangre que se derramaría entre mis piernas. Sólo así podría vaciarme de Alby: de su sudor, de su jugo, de la sangre que me arrancó.
Recuerdo que no dejaba de sangrar. Estaba desnuda en el baño, y la sangre iba cubriendo con rapidez el suelo. Recuerdo que cada vez me sentía más débil, más pequeña, más…
Desperté dos semanas después. Me contaron que la muerte estuvo a punto de llevarme en más de una ocasión, que había perdido tanta sangre que no pensaban que pudiera sobrevivir. Que un par de veces desperté de fuertes pesadillas con el nombre de Alby en los labios, apenas unos segundos. Fue entonces cuando madre, sentada en la butaca, al otro extremo de la habitación, fijó su mirada en la mía y me dijo que no intentara luchar contra batallas de antemano perdidas. Demasiado tarde para eso, pensé, pero sólo pude llorar.
Cada noche, desde que recuperé la sangre que mi pecado me robó, estuve esperando mi castigo. Muchas veces me pregunté por qué sobreviví, tantas otras me respondí que morir hubiera sido demasiado rápido y fácil. La vida me castigó durante meses con el recuerdo, con esta culpa espesa, áspera y pesada que no ha dejado de crecer en el hueco vacío que dejó el niño que nunca fue niño. Mi hijo.
Pero no era suficiente. La culpa caduca, el recuerdo se hace viejo y el olvido acaba por encontrar su nido en la memoria, para poder dar paso a un nuevo día. Por eso, una noche, hace semanas, la tierra se abrió para enseñarme las fauces del infierno que me espera. Una enorme montaña nació de las entrañas de la tierra y todo se hizo fuego antes de sumirnos en la más absoluta oscuridad. Desde entonces, mi condena ha sido el sufrimiento del pueblo, los ojos enjugados en llanto de madre. He visto cómo nuestra aldea se hacía ceniza, cómo las llamas gritaban mi nombre y el cielo escupía sobre mí sus tinieblas, negándome toda luz.
Continuamos durante jornadas enteras caminando rumbo al norte, recogiendo gente en las aldeas vecinas. Y, sin embargo, nunca somos muchos más. Muchos desfallecen por el camino, otros miran al cielo y confían en la suerte, en que el fuego parará antes de alcanzarles. O es quizá que prefieren morir allá donde han vivido a vivir lejos de su tierra. No lo sé.

1736
Han pasado años desde entonces. Nos asentamos por el norte, formando aldeas vecinas. Muchos emigraron. A veces, las vibraciones de la tierra se sentían en nuestro nuevo hogar, como un eco lejano de mi culpa, en constante lucha contra mi olvido. Pero olvidar es imposible. No hacía falta que la tierra me recordara mi pecado, cada día veía su reflejo en los ojos de madre. Porque nunca más volvió a mirarme igual. Sé que, aunque nunca me dijo nada, también ella sabía que debía pagar por lo que hice. Que no fui capaz de callar ante la batalla perdida. Que ya no soy merecedora de esta vida, ni del nombre que me dio en honor a la reina Ico, capaz de sobrevivir encerrada en una habitación llena de humo. Resistiendo, sólo resistiendo. Y el humo al que ella sobrevivió desterró hace años a mi pueblo, porque yo no fui capaz de resistir.
Hace días que regresé. Marché con la noche, cuando madre dormía. Besé su mejilla con cuidado y, sin despertarla, emprendí el camino de vuelta. Cerré los ojos al pasar ante la puerta de Alby. Ya nunca más tendré que sufrir por él.
Hoy, 16 de abril, he llegado a mi destino. Cuanto más me acerco, más ruge el infierno mi nombre, más grita el niño que maté en mis entrañas. La tierra sacude con fuerza y vuelve a abrirse, mostrándome mi final. No me da miedo la muerte, no. Porque lo peor no es el castigo. Ni el dolor. Ni la muerte siquiera. Lo peor es la espera. Ya el miedo dio paso al alivio, ya la resignación sustituyó a la pena. Ya nunca las noches buscarán mi condena porque no tendré que esperar más. Miro al cielo por última vez, y salto. Debajo, sólo vacío.

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