Morente es eterno


Por Javier Franco.

Se suceden los homenajes, la figura de Enrique Morente se engrandece por momentos mientras la familia musical de este país despide a uno de los genios, a uno de nuestros genios. Porque Morente era más nuestro que nadie, era el flamenco por excelencia, la voz rota de nuestra música. Junto al alma de Camarón o el duende de Paco de Lucía, Morente era la vanguardia, el Picasso musical que permanecía incansable en su labor de recuperación de los sonidos más autóctonos, de los palos clásicos del flamenco, pero que no renunciaba a abrir la caja de los truenos, a recibir abucheos o elogios por salirse de la línea marcada. Como en Omega.

Corría el año 1996. Morente era respetado por el mundo flamenco y recibía premios y galardones por su adaptación de la poesía popular a los lugares comunes del flamenco. Juan de la Cruz, Miguel Hernández, Antonio Machado. Los versos se convertían en puro sentimiento entre guitarras y tarantelas. Y, entonces, el cantaor granaíno decide dar un salto al vacío. El rumor se extiende: Morente ha grabado un disco con, el también granadino, grupo de indie-rock Lagartija Nick.

Durante esos días Morente se presenta junto a Tomatito en un teatro para interpretar su Misa Flamenca. El concierto transcurre entre bulerías y palos clásicos del flamenco, mientras el público estalla en una ovación cuando cae el telón. Entonces, el músico, como un niño pequeño a punto de hacer una travesura, coloca en el escenario a los miembros de Largartija Nick para interpretar un bis. El tema elegido, “Omega”, canción que da nombre a la aventura musical protagonizada por ambos artistas andaluces. Diez minutos de surrealismo flamenco, guitarras distorsionadas y conexión lisérgica, que se ven acompañados por los abucheos de un público que abandona sus localidades.

Los puristas flamencos acusan al granadino de frivolizar con el género, mientras la comunidad musical comienza a descubrir el genio de un cantaor flamenco, que quiso convertirse en rockero de la mano de Lorca y Leonard Cohen. Lo cierto es que quizás sean estos dos últimos personajes los que permitan explicar mejor el origen de este disco único. Meses antes de su publicación, Lagartija Nick andaba inmerso en un proyecto para poner música a diversos poemas de Lorca. Casualmente, al mismo tiempo, Morente buscaba alguien que le ayudara en su intento de adaptar las composiciones de Cohen al mundo del flamenco. La suerte vino a dar al traste ambos proyectos y a hacer que Largartija Nick y Morente se juntarán para dar rienda suelta a sus pretensiones creativas.

El resultado fue Omega, un disco que cambió para siempre la música de este país, que rompió las barreras del flamenco y, de paso, las del rock y el indie. Ver juntos en un escenario a un cantaor -clásico, aunque siempre heterodoxo- y a un grupo de la emergente escena independiente del rock andaluz, sólo puede ser digno de un viaje surrealista. Y en efecto así fue. Tomando como punto de partida la obra Un poeta en Nueva York, ambos artistas se embarcaron en la tarea de componer una música ambivalente, entre lo popular y lo urbano, entre las raíces y el humo de la ciudad. Una música que pone ritmo y melodía a la experiencia lorquiana en Nueva York, a esa sensación de surrealismo, de patria extranjera, de crack y de crisis del 29, de sueños perdidos.

Morente se une a seis figuras del flamenco, entre las que destaca Vicente Amigo y Tomatito, en una búsqueda por nuevos sonidos, por lugares nunca antes transitados. Y para ello no duda en echar mano de las guitarras sucias y los ritmos endiablados de Lagartija Nick. Como en el tema que abre el álbum. Un viaje único por una Andalucía lisérgica, entre guitarras trash y coros dignos de un cuadro de Dalí. La mezcla descoloca, hace añicos prejuicios y mitos. El flamenco se convierte en un envoltorio, en un sentimiento capaz de albergar sonidos y melodías extranjeros, más lejos de lo que cualquier flamenco se hubiera atrevido a adentrarse.
El contrapunto lo pone un Leonard Cohen que permanece en constante diálogo con la poesía de Lorca, que se deja seducir por una voz, la de Morente, en estado de gracia, que devora los versos sin compasión. En “Pequeño Vals Vienés” el acordeón conoce a la guitarra flamenca, dando paso a las bulerías lorquianas de “El pastor bobo”. El sonido noise de Lagartija Nick acompaña la crudeza de “Manhattan”, la conquista de una nueva tierra. Los tangos de “La aurora de Nueva York” juguetean sobre la línea de un bajo eléctrico. Y Morente se atreve con el clásico sobre los clásicos de Cohen: “Aleluya”.

Al final nadie nota la diferencia. Quizás sea la profunda admiración del músico canadiense por los versos de Lorca la que permita este puente entre la experiencia del poeta y la del artista, la que convierta este viaje por Nueva York en algo nuestro. Entre medias el maestro Morente, fiel adaptador de los versos clásicos al flamenco, admirador confeso de las composiciones de Cohen. La historia termina -no podía ser de otra manera-, con “Ciudad sin sueño”, con el sonido de una urbe que se despierta sorprendida por la apuesta arriesgada de este Omega.

Después llegará la gira de presentación, en la que Morente divide sus conciertos en dos partes bien diferenciadas. En la primera el flamenco clásico, las bulerías, las tarantelas, la seguirillas, son las protagonistas indiscutibles. Y, como un Bob Dylan en el Festival de Newport de 1965, en la segunda parte comparte escenario con sus compañeros de viaje de Lagartija Nick. En un primer momento, apenas cuatro o cinco canciones; conforme el rumor se va extendiendo, el atrevimiento de Morente se extiende más y más. Como decía el propia artista en algunos de sus conciertos: “Hemos venido a presentar Omega y no hemos podido tocar Omega”. Y, como en la historia del viejo Dylan, los puristas no soportaron al bufón que les venía a hacer caer de sus coronas. Los abucheos y las críticas ejercieron de caja de resonancia de esta apuesta a una carta de Morente y compañía.

Sin embargo, el tiempo terminó dando la razón al cantaor. El disco se convertiría en lugar de paso imprescindible para entender la música de este país, mientras la prensa especializada lo encumbraba entre lo mejor de la década. Puro acontecimiento musical, de esos que hacen historia. A partir de aquí, el artista granaíno saltaría más allá de los circuitos del flamenco para tocar en espacios menos ortodoxos como el Primavera Sound o el Greenspace. Ya sea para recuperar Omega junto a sus queridos Lagartija Nick, o para grabar junto a Pat Metheny, Amaral, Los Planetas o, los ya convertidos en clásicos de la escena independiente, Sonic Youth. Morente poniendo los pies fuera del tiesto pero sin bajar la cabeza, con el orgullo de aquel que, con cierta retranca, decía soñar con convertirse alguna vez en cantante de rock.

Entre medias, con la humildad de aquel que sabe que todavía queda mucho por hacer, el maestro se paseaba de vez en cuando por su querida Alhambra granaína para recuperar los versos de los poetas que le vieron crecer. Como en Lorca (1999) o en Sueña la Alhambra (2005). Sin embargo, ya nada sería lo mismo después de Omega. Un álbum que extiende su influencia más allá de géneros y estilos, que sigue sonando con la frescura del hoy. “Hay que echar un paso atrás para mirar hacia delante”, decía el propio Morente. Ese que hace sólo unos días, cantaba frente al Guernica en el Museo Reina Sofía con motivo del rodaje de Morente, el barbero de Picasso. Ese que días después nos dejaba. Con él, no se va sólo un cantaor, se va un artista, parte de la historia musical de este país.

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