"Las amantes del miserable", Juan Ramón Jiménez

«Las amantes del miserable», un poema de Juan Ramón Jiménez
… Hace un frío tan horrible,
que hasta el cielo se ha vestido con su ropa más compacta…;
cae la nieve en incesante lagrimeo,
como llanto sin consuelo de algún alma dolorida;
de algún alma que en los aires
vaga triste, sin hallar dulce reposo;
de algún alma que no quiere deslizarse de la Tierra
donde viven sus amores más sagrados,
y le envía su recuerdo
en los copos blanquecinos de la nieve;
su recuerdo que entreteje una hermosísima guirnalda
de suspiros, de blasfemias y de besos moribundos…
Por la calle silenciosa,
va el mendigo con el hambre en sus entrañas…
No va solo… Es la negra Soledad su compañera;
la conduce a su tugurio,
como a loca prostituta que se vende…;
la compró con sus angustias y tormentos
y ahora va a gozar con ella en el silencio de la noche,
a abrazarla con abrazos delirantes,
a morder sus flojos pechos que no sacian
los carnales apetitos…;
va a dormirse en su regazo,
donde deja los vigores de su vida que se rinde,
donde muere poco a poco entre placeres,
que carcomen los cimientos de su pecho desgarrado,
como el río que, besando con malvada hipocresía
las murallas del palacio que en sus márgenes se duerme,
lentamente lo derrumba…
Al cruzar por una esquina,
una sombra llama al hombro del mendigo;
una sombra que va envuelta en negra túnica rasgada,
por la cual asoman huesos carcomidos;
una sombra que sonríe, con irónica sonrisa,
y que fija su mirada cavernosa
en los ojos del mendigo temerario,
incitándole a gozar entre sus brazos amorosos…
Es la infame prostituta de las calles de la Vida,
que se entrega dulcemente,
escondiendo a sus espaldas la Guadaña traicionera…
Es la Muerte… pero el pobre la conoce;
ha gustado muchas veces sus caricias espantosas,
sus caricias que son gratas, cuando el alma desespera,
ya en los reinos del martirio…;
muchas veces ha gustado sus caricias, pero siempre,
al mirar una esperanza
que cruzaba sonriente por los cielos tormentosos,
a su veste flotadora se ha agarrado delirante
y se ha envuelto entre sus pliegues de oro y rosa,
y ha reñido mil combates y ha vencido como un héroe…
El mendigo no le teme… Ahora, ahora la desea…
La desea; que en el mundo
ya no tiene quien le deje un dulce beso de consuelo;
que los hombres lo desprecian
y se mofan de sus míseros andrajos,
de sus míseros andrajos, que son timbre de su gloria;
de la gloria más sublime: de la lucha,
de la lucha formidable, por la lóbrega Existencia.
El mendigo no le teme… Ahora anhela sus caricias…
La terrible Soledad, no siente celos
de la sombra de la Muerte, que enamora a su mendigo;
la conoce también mucho;
es su amiga más querida; han dormido alegres sueños
abrazadas en los lechos hediondos,
que abandonan los cadáveres;
han gozado los placeres más extraños
celebrando la derrota de las vidas;
la derrota de las vidas por su doble martilleo…
Va el mendigo sonriendo a su tugurio,
con los brazos enlazados, en los brazos cariñosos
de la negra Soledad y de la Muerte…
Sigilosos callejones atraviesan…
Ya llegaron… Ya el mendigo cae en el lecho;
ya el mendigo se revuelca con espasmos angustiosos,
con febriles contorsiones,
entre besos y quejidos, y caricias
de sus fúnebres amantes ardorosas, insaciables…
Los fulgores macilentos
de una tétrica alborada taciturna,
iluminan el cadáver del mendigo
cuyo cuerpo da señales de un combate furibundo…;
el cadáver del mendigo,
con los ojos entornados, con los labios entreabiertos,
como presa de un ensueño de dulcísimos deleites…

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