Las consecuencias de la revolución

Por Recaredo Veredas.

La ley Sinde ha fracasado. Hoy, 22 de enero de 2011, esa afirmación parece tan antigua como el hundimiento del Titanic. Sin embargo, un rastro de sangre crece cada día a su costa, anegando razones y pretextos. Pese al fragor de la batalla, parece que una nueva luz calienta nuestros corazones, hasta ahora helados por el capitalismo. Sí, un fantasma recorre Europa, el fantasma de la ciberrevolución*.

¿Qué pretende la ciberrevolución?, os preguntaréis algunos ignorantes. Busca un acuerdo global que termine con el poder de la industria cultural y favorezca el libre intercambio de contenidos. Los reaccionarios, maquiavélicos como siempre, afirman que los revolucionarios manipulan el lenguaje. Porque industria es una palabra fea, asociada con explotación, chimeneas grises y niños que pican carbón en las minas. Y a tan horrible conglomerado de sentido se oponen las virtudes de compartir, de intercambiar. Cualidades hermosas como pocas, asociadas con el milagro de los panes y los peces, el amor al prójimo y la solidaridad universal.

Aunque la balanza se incline del lado de los buenos, arriesguemos, internémonos en la jungla con el coraje de los primeros exploradores.  Caminemos entre las arenas movedizas, olvidemos que palabras como igualdad y justicia han precedido a las mayores masacres, y preguntemos al viento: ¿Por qué es malvada la industria editorial, además de por industria y por capitalista? Los ciberrevolucionarios afirmarán al unísono: porque hurta sus legítimos derechos a sus creadores, que deberían ser los únicos destinatarios de los beneficios de su obra. Porque, con sus abusivos precios, veta el acceso a la cultura de los menos favorecidos.

Demos otro paso adelante. Imaginemos que, por una vez, la playa crece bajo los adoquines, los amantes de la libertad consiguen su objetivo y la malvada industria editorial se derrumba sobre su torre de miseria. ¿Qué ocurriría?**

1.- Las distribuidoras cerrarían. Si un libro publicado en Barcelona –lo mismo ocurre con las lechugas o las lavadoras- llega hasta una librería de Pontevedra es porque una distribuidora lo ha llevado hasta allí. Ni los libros vuelan ni sus autores los trasladan hasta los puntos de venta en motocarro. Tampoco las editoriales. Porque ni poseen el don de la ubicuidad ni pueden soportar el coste de almacenes, camiones, comerciales y demás instrumentos de distribución. Las distribuidoras recaudan un porcentaje elevado del precio final pero incluso Los pilares de la tierra habría vendido quince ejemplares si nadie lo hubiera distribuido. El fin de las distribuidoras parece costoso pero toda revolución causa dolor (ya lo dijo el camarada Stalin, no se hace una tortilla sin romper huevos) y los millones de lectores que no disponen de acceso a internet (es decir, casi todos los mayores de cuarenta y cinco años), solo lo utilizan con fines laborales o, simplemente, se niega a leer en pantalla deberán renunciar al anticuado vicio de la lectura en aras del progreso. Eugenésico, pero progreso al fin y al cabo. Muchos pensarán, masas desinformadas, que no habrá triunfado la justicia sino las operadoras telefónicas** *y la megalomanía de tres o cuatro señoritos, cuyos padres forman parte de la élite cultural y social de España. Es decir, que el triunfo pertenece a la más rancia de las derechas. Simples desviaciones, inherentes a todo cambio, que merecerán el trato acostumbrado.

2.- Las editoriales desaparecerían. Otra buena noticia porque también forman parte del sistema. Sean minúsculas o enormes como ballenas azules, caso del demonio de los demonios: el grupo Planeta, cuyos integrantes desayunan niños crudos cada mañana. Todas menos una, como ocurría en los cuentos de Asterix el irreductible. O dos. O cinco (no dispongo de una lista). Aquellas que permiten la libre distribución de sus contenidos. Es decir, aquellas cuyos propietarios no tienen que someterse a servidumbres capitalistas como la cuenta de resultados, el pago del alquiler o el recibo de la luz. No es necesario establecer un plan de ataque para terminar con las editoriales. Si las satánicas distribuidoras desaparecieran, también cerrarían las editoriales, solitas, sin necesidad de empujarlas.

Si cerraran las editoriales, también se eliminaría su función prescriptora. En las editoriales suele haber uno o varios profesionales que seleccionan, con crueldad fascista, entre los cientos o miles de manuscritos que llegan hasta su mesa. Gracias a su labor, el aficionado a los best sellers puede comprar un libro de Plaza sin preocuparse por el título. Lo mismo les ocurre a los más modernos, que pueden encomendarse al criterio de cualquiera de las decenas de editoriales independientes. Es decir, el lector no solo no podrá acudir a su librería, tampoco contará con un intermediario que filtre el aluvión de contenidos que salpican el ciberespacio. La posibilidad de crear una cultura lectora se dejará al arbitrio del azar y, tal vez, de internautas voluntaristas que, a la manera de oráculos, establecerán la senda correcta. También podríamos consumir, siguiendo las teorías que los ciberrevolucionarios aplican a otros ámbitos, literatura de proximidad. Es decir, los madrileños leeríamos a las gentes de nuestra ciudad, a los castellano manchegos y a los santanderinos. Parece un regreso a las cavernas, maquinado por un discípulo de Pol Pot, pero no lo es. Es el regreso a la justicia, masacrada por Gutenberg y sus malvadas invenciones.

3.- Los escritores, sin embargo, no desaparecerán. La necesidad de contar una historia, sea por ego, por lujuria o por motivos testimoniales, siempre existirá. Incluso si cayéramos en la utopía camboyana de los ciberrevolucionarios alguien conseguiría garabatear una cuartilla entre las montañas de tibias, fémures y mandíbulas vacías.

La pérdida de los prescriptores provocará la soñada igualdad. No habrá campañas de marketing, ni pilas a la entrada de las librerías. Terminará el odio asesino al amigo que ha publicado en Planeta, Mondadori o Alpha Decay. Todos los autores nadarán en el magma del ciberespacio. Libres, iguales y solitarios, como los calamares gigantes que vagan por los abismos del océano. Algunos paranoicos creen que la equiparación favorecerá a los más adinerados y la igualdad apenas durará una semana. Su delirante teoría, nacida de la incomprensión burguesa del proceso revolucionario, afirma que la igualdad favorece a los ricos. Que el más adinerado, aunque sea un auténtico zopenco, el típico egocéntrico que ahora solo puede publicar en autoedición, podrá comprar posición en buscadores, difundirá reseñas falsas o auténticas y pagará publicidad en los mejores medios. Que el lector, desconcertado por la ausencia del prescriptor, acudirá a su llamada con la inocencia de un cordero. Y solo engullirá basura. Por supuesto, siguiendo la teoría de los desviacionistas, los jóvenes talentos latinoamericanos, caerán víctimas del tipo de cambio y apenas podrán defender su obra en su muro de facebook. Los reaccionarios, también afirman que este proceso, más que libertario parece la revancha de una panda de mediocres. Espero que sean debidamente depurados.

He dejado fuera  la clausura de las librerías y las imprentas, tan obvia que no merece ser reseñada. Además, los libreros siempre pueden reciclarse en todos a cien. Algunos valientes armados con tipos, tal vez en criptas, huyendo de las pandillas de encapuchados que patrullarán las calles, imprimirán pasquines, cuentos y novelas breves, que servirán a unos pocos privilegiados para mantener un vicio. Un vicio peor que el tabaco. Peor, incluso, que la heroína.

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* Creative Commons o Copyleft podrían ser excelentes propuestas si su ámbito de aplicación se redujera a contenidos con valor pedagógico y creados sin ánimo de lucro. Su utilización en el ámbito literario es un claro ejemplo de competencia desleal (tan capitalista que ni siquiera Lehman Brothers en su momento de gloria se lo hubiera permitido) que perjudica a cualquier creador que pretenda ganarse la vida escribiendo. Y, por supuesto, a cualquier editorial que pretenda la autofinanciación.

**Antes de examinar las consecuencias de tan bella victoria, y para que no resulten ininteligibles, tracemos un breve mapa del proceso editorial:

Un autor escribe un manuscrito. El autor se dirige a una editorial y le pregunta si quiere publicarle. La editorial le dice sí o le dice no. Si le acepta, firman un contrato, en el que, como ocurre desde el tiempo de los romanos, se establecen los derechos y obligaciones de ambas partes. Entre estas, destaca la cesión de determinados derechos del autor al editor. Cesión temporal, no venta. La editorial diseña el libro y lo envía a una imprenta. Los impresores son los encargados de convertir un archivo informático en un objeto con páginas, más conocido como libro. Después los editores entregan el objeto a los distribuidores, que a su vez lo trasladan hasta los puntos de venta (más conocidos como librerías).

***Las descargas ilegales de libros ocurrirán, lo queramos o no. Cerrar, cerrar y cerrar, como proponía la ley, no parece la medida más práctica. Tampoco han resultado  efectivas plataformas como Libranda. Ignoro cuál es la mejor respuesta, si las operadoras deben asumir su responsabilidad o, simplemente, debemos esperar, aguardar en silencio el desplome como personajes de Beckett. Nadie conoce la solución, ni los más insignes gurús. Porque el problema aún no existe e ignoramos sus consecuencias. Por el contrario, sí sabemos cuál será la respuesta más inadecuada: renunciar a derechos fundamentales ante la posibilidad de su vulneración futura.

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