"Visión crepuscular", de Amelia Pérez de Villar

«Visión Crepuscular», un relato de Amelia Pérez de Villar.

Nunca me imaginé, cuando la vi por vez primera, que fuera a verla más veces, mucho menos que fuera a intercambiar dos palabras con ella. Ni que llegaríamos a coincidir en tantas ocasiones, a pesar de tener amigos comunes, ni a salir juntos con tanta frecuencia, ni a compartir el asiento trasero de un seiscientos desvencijado con otros cuatro usuarios, una noche, probablemente la noche en que empezó todo, en que el asfalto de Madrid ardía del calor de julio y el aire olía a tortilla de patatas, y el sonido, que empezaba a ser mestizo aunque aún no se llamara así, se mezclaba en las calles estrechas del centro, donde la penumbra estallaba en luz y el bullicio de los antros de moda perdía densidad y se elevaba al cielo cuajado de luces, negro como un pecado.

No sé cuánto tiempo viví sin saber su nombre, sin tener idea de quién era, qué hacía, con quién había venido. Tampoco podría decir si aquel lapso se me hizo largo o se me pasó volando. Tanto daba. El tiempo que medió entre la primera noche que pasamos juntos y la última que dormimos separados tampoco podría precisarlo. Aquélla fue en casa de un amigo común, al final de un día larguísimo de desenfreno sin orgía, y aún no debíamos de estar enrollados o como lo llamen ahora, pero alguien asumió que sí y nos adjudicaron una habitación con cama doble. Nunca pensé que mi famosa primera vez me pillaría con unos gallumbos atroces, de los que suelen comprar las madres en las ofertas del híper en paquetes de tres unidades, y me asaltó la duda, nunca resuelta, de si Elisa llevaba siempre aquellas braguitas mínimas, rosas, de tul, o si se las habría puesto por si acaso. Nunca pensé, a pesar de que las sábanas eran ásperas y la colcha infame, estampada de círculos amarillos y naranjas, a pesar de que la única luz que podíamos encender era una bombilla anémica en una lámpara donde tenía que haber tres, que aquel día decidiría que no quería dormir solo nunca más, y juro que estuve convencido de que era Elisa la mujer que yo quería tener siempre al otro lado de mi cama, todos los días de mi vida.

Tampoco pensé que mi deseo se iba a transformar tan pronto en realidad, que la buhardillita de la Paloma, cuyo alquiler pagaba Elisa dando clases de inglés a pequeños cafres de buena familia, cuando los alquileres aún podían pagarse, aquella buhardilla mínima y con olor a incienso donde decidimos dar una oportunidad al romanticismo y a la premeditación, solos en la casa y con ropa interior escogida aposta, se convertiría en cuartel general de nuestra operación combinada y primer escenario de nuestra historia. Que empezaríamos a pasar allí tardes muy largas, días compuestos sólo de tardes, y noches furtivas, que terminaban siempre antes del amanecer, justo cuando uno agradece el calor del edredón y los cinco minutos más de remoloneo, hasta que yo, cansado de la mirada acusadora de aquella cúpula de San Francisco el Grande y del cuadro con la cara de Elisa en cuatro colores, al estilo de las litografías de Warhol, que me miraba desde la pared de enfrente, me decidí a trasladar allí mi cepillo de dientes y mi pijama, primero, mi ordenador después y, por último, mi colección de discos, mis guitarras y toda mi existencia de universitario encapsulada hasta entonces en un piso de protección oficial de Villaverde, donde dejaba un hermano gemelo encantado de ganar terreno en el dormitorio, una hermana pequeña que lloró un poco cuando abrí el ascensor cargado de bolsas, y unos padres que no entendían por qué no terminaba la carrera y me casaba, como Dios manda. Nunca hubiera creído, si me lo hubieran dicho, que la buhardilla de la Paloma pronto se quedaría pequeña para nuestra vida nueva con sus nuevas ambiciones, que decidiríamos casarnos, aunque no por la Iglesia, vestidos de John y Yoko, un día de diciembre en el que el sol brillaba de verano pero el aire era glacial, que Elisa iría encontrando trabajos cada vez mejores, escalando puestos y cambiando de empresa y de guardarropa, de maquillaje y de peinado. Nunca hubiera imaginado que aquella chica con la que me había encontrado sin esperarlo, no sabía cuánto tiempo atrás, me iba a convertir en experto amante, amante esposo, esposo y padre, padre amantísimo y hombre estúpido, y tampoco noté nunca que, de alguna manera, también por dentro estaba dejando de ser la misma. Nunca supe cuánto tiempo tardamos en irnos también del siguiente piso, esta vez en el barrio de Salamanca, ni en cambiarlo por el consabido adosado en las afueras porque dos habitaciones ya no bastaban tampoco, ni cuánto tiempo estuvimos así, cuánto tiempo pasó entre el nada y el todo, entre el ahora y el siempre, entre el nunca y el ahora, entre el alquiler de la buhardilla que yo nunca pagué y la hipoteca de un chaletón de casi quinientos metros, exento, que ahora formaba parte de nuestros bienes gananciales, con la promesa de aún más horas de esfuerzo y dedicación a un negocio que también ella me convenció para emprender. Nunca supe por qué, aquel martes por la tarde, llegué a casa mucho antes lo habitual y decidí darme una ducha en aquella cabina último modelo, ni por qué me confundí de albornoz si las perchas estaban muy separadas una de otra, ni por qué se me ocurrió meter la mano en el bolsillo derecho, si ya había comprobado que no era el mío, que olía al perfume de ella, que me venía estrecho y corto. Tampoco supe, tampoco sabré nunca, qué me impulsó a abrir aquel sobre arrugado, ni por qué, a pesar de lo escuálido del mensaje y la escasez de los datos, tuve la certeza de que aquella mujer a la que se dirigía el abajo firmante era la mía.

* La visión crepuscular es un trastorno de la vista, tipificado y denominado así en el ámbito de la medicina.

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Sobre Amelia Pérez de Villar

Traductora por el Institute of Linguists of London, he publicado las traducciones La nave de Ishtar, de Abraham Merritt (Valdemar 1991), Sound Bites, de Alex Kapranos (451 Editores, 2007), La estrategia del colibrí, de Francesco Morace (Ed. Experimenta, 2008) y Ensayistas y Profetas, de Harold Bloom (Páginas de Espuma, 2010). Como autora, he publicado relatos en diferentes antologías y revistas, algunos de ellos finalistas de concursos, como «Manuela» (Los nuestros son todos, Fundación Civilia, 2005), «Escena con fumador en blanco y negro» (Canal Literatura, 2007, ganador del Tercer Premio) o «Si yo tuviera el corazón», publicado en el último número de la revista Renacimiento. He sido también redactora en prensa escrita y colaboradora en la publicación digital Notodo.com.

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