"El invierno del dibujante", de Paco Roca

Por Roberto Bartual.

A la hora de hablar de cierta literatura, cierto cine o ciertos cómics basados en el devenir de la vida cotidiana, en la contemplación y el ennui, términos que usa Greice Schneider en uno de los textos más interesantes que se han publicado sobre este género de narraciones, podríamos aludir a aquella regla que daba Hemingway para construir un relato: “hay que describir solo la punta del iceberg, para hacer que el lector pueda evocar toda esa gran masa de hielo que no se ve, sumergida bajo el agua”. Muchas de estas narraciones de la vida cotidiana se basan, efectivamente, en la técnica de Hemingway, quizá porque la vida sea también como un iceberg: solo vemos lo que asoma por encima de la superficie. Y esto es sobre todo cierto en aquellas películas y cómics en los que, al hablar de la vida cotidiana, convierten en protagonista al gesto humano y al silencio. Toda la fuerza que pueda tener, por ejemplo, Lost in Translation depende de lo que el espectador quiera ver o imaginar detrás de la sonrisa que Bill Murray le dedica a Scarlett Johansson después de haberla besado por vez primera en la penúltima escena de la película. Y en mi opinión se puede ver o imaginar mucho. De haber sido cualquier otro actor esa sonrisa habría sido tan solo una sonrisa, pero siendo Bill Murray es fácil leer en ella todo un pasado lleno de éxitos banales y de fracasar en las cosas que verdaderamente importan.
Pero las “narraciones del gesto”, o cualquier otra que siga el método Hemingway, pueden caer en una trampa fácil. Construir un enorme iceberg para mostrar tan solo el diez por cierto que asoma sobre la superficie es una tarea pesada y, sobre todo, muy ingrata. Como cuando Visconti llenó de ropa interior del siglo XIX algunos cajones de la mansión del Gatopardo, sabiendo que ninguno de esos cajones iba a ser abierto. Por eso, en casos como estos, puede ser muy tentador para el autor dejar un trozo de hielo varado, sin que haya nada debajo, y hacerlo pasar por un iceberg. Esto es lo que en mi opinión ocurre en El sabor del cloro, de Bastien Vivés, donde cuesta creer que el autor se haya molestado en entender o definir qué se sentimiento se esconde bajo la sonrisa final de la protagonista. Al contrario de lo que ocurre con Bill Murray, quizá Vivés podría haber escogido cualquier otro gesto, y el resultado habría sido el mismo.

Si he comenzado esta reseña de El invierno del dibujante con esta alargada y un poco torpe reflexión, es porque me parece que lo que hace Paco Roca en su última obra, es precisamente lo que no acaba de conseguir Vivés. En un pasaje de El invierno del dibujante (en mi opinión, uno de los más sutiles y efectivos del libro) los compañeros de Francisco Ibáñez le felicitan, con unas cañas de por medio, por haber conseguido vender sus dos primeros personajes originales a la editorial Bruguera: Mortadelo y Filemón. En la última viñeta de esta secuencia, Ibáñez sonríe. Pero su sonrisa es más parecida a la de Murray que a la de la protagonista de El sabor del cloro porque, aunque no sabemos muy bien qué podrá significar a ciencia cierta esa comisura tan prieta, esos ojos cerrados o ese labio que casi se resiste a sonreír, podemos imaginarlo fácilmente si incorporamos a la sonrisa todo lo que sabemos sobre la editorial Bruguera y sobre Francisco Ibáñez: es la sonrisa de un hombre que sabe que puede llegar muy lejos con sus personajes, pero que sabe también que la editorial a la que se los ha vendido nunca le dejará trabajar con ellos con total libertad, y que cuando lo considere necesario, le obligarán a aceptar la “ayuda” de negros o a fusilar sin piedad viñetas de Franquin, como le confesó el propio Ibáñez a Raúl Minchinela. Es la sonrisa resignada de un hombre que sabe cuál es el amargo precio del éxito. Y no hace falta que nadie nos diga con palabras todo eso.
El invierno del dibujante es una “narración del gesto”, llena de momentos como éste; en realidad construida casi tan solo a base de momentos como éste. La historia es conocida y es tan arquetípica que podría haber servido de argumento a cualquier película mala sobre la posguerra española (es decir, casi todas). Dos hermanos, uno fascista, otro republicano, heredan una editorial, y la rebautizan con su apellido: Bruguera. Pantaleón, el fascista, saca de la cárcel a su hermano Francisco, salvándolo de una muerte segura. Francisco se “reforma”, aunque aprovecha su puesto como director artístico de la editorial para dar trabajo a un periodista represaliado (Rafael González, director de redacción), un funcionario de correos represaliado (Josep Escobar, creador de Zipi y Zape), o incluso miembros en activo del partido comunista (Víctor Mora, creador de El Capitán Trueno). Pero esto es la realidad, no una película española sobre la posguerra, y las arriesgadas decisiones que Francisco Bruguera y Rafael González toman en su política de contratación no son en absoluto altruistas: simplemente merece la pena dar trabajo a elementos sospechosos para el régimen, pues salen muy baratos ya que no pueden trabajar en ningún otro sitio. La explotación, la negación de cualquier tipo de derechos sobre los personajes creados, la destrucción de originales son la base de la dinámica laboral de la editorial Bruguera; no muy diferente a la de cualquier otra editorial de historietas española o norteamericana, todo hay que decirlo. Sin embargo, en 1957, un puñado de los mejores artistas de Bruguera (Escobar, Cifré, Conti, Peñarroya y Giner) se hartan y deciden montárselo por su cuenta, editando Tío Vivo, la primera revista de historietas española en la que los dibujantes son los propietarios de sus creaciones.
El resto, es historia. Los directivos de Bruguera ponen en juego sus cartas y, bloqueando la distribución y el suministro de papel a Tío Vivo, hunden la revista, para comprarla más tarde, obligando a sus creadores a sufrir la humillación de tener que volver a sus antiguos puestos de trabajo. Éste es, en líneas generales, el argumento de El invierno del dibujante; pero aún más fascinante que esta historia, es la manera que Paco Roca tiene de contarla, pues en lugar de narrar las partes que podrían haber resultado más intrigantes (qué tejemanejes hizo el Gran Vázquez para traicionar a sus compañeros, o cómo amenazó Bruguera a distribuidoras y empresas de suministro para hundir a Tío Vivo), todas esas cosas quedan en off, debajo del agua, a favor de una minuciosa descripción de secuencias cotidianas en las que, a pesar del abundante diálogo, la mayor carga significativa recae sobre los silencios.

Porque ¿qué se puede contar sobre la posguerra que no sepamos ya? Todo lo que necesitamos saber de ella se resume en los numerosos silencios de ese conmovedor personaje, quizá el mejor del libro, Rafael González, el director editorial de Bruguera. Silencios en los que se sume cuando ve que, a su sobrino, Francisco González Ledesma (Silver Kane), le están intentando comprar los hermanos Bruguera exactamente igual que le compraron a él; o su silencio después de aconsejarle a Víctor Mora que no deje de escribir El Capitán Trueno si no quiere convertirse en un desgraciado (González intentó también ser escritor y lo abandonó para dedicarse a las tareas administrativas), o en la última viñeta de El Invierno del dibujante, cuando al abandonar su puesto de trabajo en la editorial, pasa por delante de un cartel conmemorativo que muestra a las Hermanas Gilda, el agente Anacleto, Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape, en definitiva, todos los personajes de los que se apropió para hacer ricos a los hermanos Bruguera. González deja su trabajo sin poder echar ni siquiera una última mirada al cartel porque, sin que nos lo digan sus palabras, él sabe que todos esos personajes nunca serán suyos en el fondo, ni de él ni de los Bruguera, sino de todos los desgraciados a los que explotó.
Y si eso no es un iceberg, que venga Hemingway y lo vea.
Roberto Bartual (roberto_bartual@hotmail.com)

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