Cómo celebré mi primera novela

Por Isabel Clambor.

El siglo XXI empezó como para tirar cohetes: me publicaban la primera novela. Entonces ¿qué pasaba? ¿Por qué no experimentaba la correspondiente dicha absoluta? ¿Dónde se metía la supuesta alegría escandalosa? La suerte me besaba en la boca y lo apropiado sería recibir el beso en modo hiperreceptivo, no apartar los labios como hice; era como si inclinara la cara y me dejara depositar un besito casto en el pómulo izquierdo, muy puro, eso sí, muy limpio, y también aburridísimo y sin pizca de pasión. Mira, tanto escribir, tanto esperar y por fin ya está. ¿Ya estaba? Sí, ya se había consumado lo que fuera, se cerraba una etapa. Objetivo cumplido.

Por suerte sólo se trataba de una tontez transitoria. Afortunadamente ahora, cada vez que me publican, me siento, además de privilegiada, como si estuviera pariendo con epidural: explosión de vida doble, la mía y la de otra criatura. Pero entonces, en medio del desconcierto de la citada tontez transitoria, tuve la curiosa ocurrencia de apuntarme a la Escuela de letras. A los tres días descubrí que aquello no era lo que yo buscaba; duré tres semanas, es decir seis clases. De la escuela de letras sólo recuerdo a Eduardo Vilas, que me dio exactamente dos clases. Se da la circunstancia de que en esas dos únicas sesiones encontré algo valioso, por lo que, aunque por aquel entonces estaba enfadadísima conmigo misma además de escasa de fondos porque el cursito de marras se abonaba por adelantado, ahora pienso que tal vez mereció la pena. Vilas me presentó a Edgar Lee Masters y a su Antología de Spoon River. Coloqué esta obra en mi mesilla de noche y fui enamorándome de una serie de epitafios, doscientos y pico. Desde entonces, en cada novela que escribo invariablemente aparecen epitafios, porque más que enamoramiento se trata de una forma de atracción fatal. Cuando se lo comento a Eduardo Vilas, ahora, diez años después, me mira raro. A lo mejor cree que estoy adulándole, o que soy muy friki, o las dos cosas, pero el caso es que eso es lo que hay, y por eso se lo cuento. En la segunda clase con él me introduje en la abstracción de la poesía, y hasta me hizo encontrarle el encanto a la  abundancia de epítetos, cuando yo siempre desdeñé el exceso de adjetivos, de hecho para mí cuanto menos adjetivos empleara un escritor, mejor escritor era.

“Tenéis que cambiar el sentido de un color en muy pocas líneas”, en esa cosa tan simple y tan rara consistía el ejercicio. Escribí el texto que se nos pedía, y me divertí haciéndolo pero, como no volví a clase, el profesor no me lo pudo corregir. 

Recuerdo que opté por el color blanco por ser la suma de todos los colores, ¿conseguí cambiar el sentido del color blanco, según el criterio de Edu Vilas? Ni idea, pero en estos momentos, unos diez años después, se me ocurre que voy a preguntárselo la próxima vez que le vea y así salgo de dudas.

Ahora creo que no lo escribiría así, he cambiado, diez años cambian a la gente lógicamente. Pero entonces esto fue lo que escribí:

 

“Los pájaros que se habían posado sobre la orilla empiezan a escuchar la llamada del amanecer, una mañana que se abre ante mis ojos en un enorme blanco que cubre el cielo. Observo como uno a uno levantan el vuelo hasta convertirse en una enorme bandada que envuelve la atmósfera en un esmalte mate que no sólo no logra apagar la claridad de este blanco intenso que arroja la mañana, sino que le proporciona nuevos matices de luminosidad.

Me uno a ellos, finalmente.

Penetro en una franja de viento, una brisa mínima, y en ella me instalo para poder contemplar la grandiosidad de un firmamento nevado, ocupado por pequeños copos de nubes que piden paso, dunas de arena albina sobre un desierto pálido, construido a base de blancos superpuestos. Atravieso el vapor de luz concentrada, revoloteando entre la bandada, como un pájaro más, hasta que me pierdo tras una de esas nubes. Es mi alma, tan blanca como una sonrisa, tratando de acercarse a ti, oh, Dios. Puedo verte como un espejismo, danzando entre las otras nubes que se vuelven translúcidas porque el propio blanco del Alma Suprema les roba color y luz. Me llamas, oh, Dios: elévate más alto, alma pura, me apremias. Aléjate de la masa de aves que vuela a la deriva y envuélvete en el aura de pureza que me entregas con tu sacrificio. Me aferro a tu voz y apuro el vuelo, sembrando de géiseres el paraje blanco y dejándome acariciar el corazón por mil remansos de algodón. Me inflo de un mayor arrojo ahora, al escuchar cómo tu voz venerable me alienta para que continúe. Y en medio de este inmaculado oasis sobrecogedor, sabiendo que me vigilas y siguiendo en todo momento al sonido de tus palabras, oh, Dios, me adentro en la última nube, la más grande, enorme, ostentosa, la única en la que ya no queda rastro del azul suave que se filtraba tímidamente entre las otras, donde sólo queda el latido nítido de quien llega a ti.

Diviso la primera de las dos torres gemelas, tan blanca como mi alma ahora, y te alcanzo, oh, Dios, por fin te alcanzo.”

 

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