"Un pájaro de invierno", Premio Hucha de Oro 2010

«Un pájaro de invierno», de José Manuel de la Huerga. Premio HUCHA DE ORO 2010.

Para Ana

La chica del suéter negro se deshoja en la cama. Nadie en la casa conoce el motivo de su desazón. Al volver del instituto sintieron a su sombra cruzar el pasillo, se oyó un portazo, y el silencio el resto de la tarde. Por más que la madre insistió, no abrió la puerta de su cuarto, no quiso comer nada. Ha sonado al menos cinco veces la terca melodía de su móvil, el no, no, no de Amy Winehouse. A lo que hay que sumar los mensajes de las íntimas interesadas por su estado. Pero no contesta.

En tardes así el mundo es pequeño como un grano de arena, y a ella lo que más le gustaría sería gritar hasta reventar el grano. Se esfuerza en llorar, y no le sale. Por otro lado, agradece que no le salga. Chupa la savia de la última escena trágica de su vida y extrae de ella el poco calor que le queda. Está tumbada como si estuviera dentro de un ataúd. Cruza las manos sobre el colgante de cruz invertida. Procura respirar poco, que no se note que está viva.

Si abriera los ojos, no le resultaría difícil estudiar el telón que oculta el edificio en rehabilitación al otro lado de la calle, frente a su ventana. Representa un abeto gigante con regalos a sus pies, envueltos en papel brillante. Es invierno, y anochece en un parpadeo. La chica se ha despojado de los leguins de licra negra con trabajo. Los ha dejado hechos una pelota a los pies de la cama. Su ropa interior también es negra. Ha decidido apagar el móvil. No tiene fuerzas para más. Luego ha vuelto a cerrar los ojos, tumbada otra vez, hierática como una muerta insigne. De no haberlo hecho, habría repasado el insultante colorido del árbol de los deseos que invade su cuarto. Las cortinas nunca están corridas, pese a las continuas advertencias de su madre. A la niña la puede ver cualquiera: alguien escondido detrás del falso regalo, en el trampantojo de enfrente.

El albañil negro, emigrante de Cabo Verde, aprovecha la impunidad de la cubierta del andamio, y espía a la chica. La sorprendió el primer día que montaban la estructura. Le arrebató un golpe de melena oscura, un cuello blanquísimo, unas piernas de ninfa atlética. Él ajustaba los anclajes de la construcción. Ella estaba en ropa interior, sentada en la cama frente al armario empotrado. El capataz llamó la atención del chico: le esperaban para ascender al siguiente nivel. Desde aquel día y ya van siete, cada mañana la estudia en albornoz después de la ducha.

Ahora, en la noche, el de Cabo Verde se trastorna con la visión. Una lámpara mínima junto a la cama de la chica vela por ella. Canturrea en el andamio y se va irguiendo muy despacio, a medida que ella va dando cabezadas más profundas sobre su edredón. Es noche cerrada, todos se han marchado de la obra, menos él, que se ha quedado rezagado entre los hierros, a pesar de la helada que se avecina. Así, otra noche más, como un pájaro enjaulado, el chico negro se queda acurrucado, mirándola, cantando…

***  ***  ***

Amanece, el albañil observa a la joven que persigue a palpas el despertador. Se había quedado dormida sobre el edredón. No sabe quién, pero alguien le ha echado una manta por encima. La peruana que limpia la casa quiere cerrar las cortinas, pero la niña la detiene en el momento de levantar los brazos. Y el chico negro suspira, mientras se frota los ojos y se golpea unos brazos y piernas que no siente, a punto de congelación.

Algunos compañeros se apiadan del loco. Hoy le han traído café y bollos. Él agradece el gesto y desafina un español de corazón africano. No come, obsesionado con la chica. Nadie sabe si en la última semana ha abandonado alguna vez el andamio. Nadie le ha visto bajar a la calle, comprar un bocadillo, dormir en cama. Si desde algún piso de la estructura alguien le solicita una herramienta, él le sigue la corriente. Entrega la paleta requerida y vuelve a esconderse tras el regalo rojo: ahora la chica regresa de la ducha. Envuelta en su albornoz, elige ropa. El de Cabo Verde está ansioso por saber por qué conjunto se va a decidir. Entonces, con las primeras luces, ella roza la transfiguración: hace ademán de desprenderse del atuendo y quedarse desnuda en el amanecer…

Pero no la consigue ver. El jefe de obra y otros dos hombres trajeados, cubiertos con el casco preceptivo, suben comentando la marcha del proyecto. Los obreros se sorprenden de ver madrugar a los que mandan. El chico negro disimula limpiando palomina. El arquitecto comenta algo al capataz. Sobre el negro. El capataz defiende al chico. Es alucinante, duerme en el andamio. Su jornada laboral es de veinticuatro horas. No necesitan contratar seguridad. Es un buen perro, diríamos. Obra vigilada gratis por un jorobado de notredame, un vampiro que se cuelga.

Cuando el de Cabo Verde tiene la oportunidad de volverse hacia la ventana, la chica está ya vestida con un suéter negro de letras góticas. A pesar de haberse perdido el mejor momento, al chico le entran deseos de cantar como un pájaro. Tiene ganas de gritar su buena estrella: la chica de ojeras pronunciadas es un regalo al pie del árbol de los deseos.

El albañil canta la canción de bossa-nova, todo lo que da su garganta:

─Mi corazón, /no sé por qué,/ late feliz/ cuando te ve,/ y mis ojos/ están riendo/ y por las calles/ te van siguiendo,/ pero da igual…,/ huyes de mí.

El arquitecto y los otros le escuchan. La obra se detiene. El capataz piensa que canta bien, pero no sabe dónde meterse. La voz del jefe es categórica:

─ Pero a qué se dedica ese tío. Lárgalo ahora mismo.

Algunos con cascos se asoman a la calle:

─ El negro está como las maracas de Machín. Menudo fichaje.

La chica ha abierto la ventana a pesar del frío. No hay tráfico en esas primeras horas. La canción entra sin interferencias en el cuarto. Se concentra para buscar la procedencia del canto, mientras se pinta un fondo negro de ojos y unos labios también negros. La voz la atrae. Querría volar hacia ella, precipitarse en el vacío. Ah, qué belleza la del vuelo definitivo en el abismo de unos acantilados. Si tuviera valor… El torrente que canta viene de dentro del regalo de papel rojo. Le gustaría tener esa voz junto a su oído, rozándole el cuello. Nunca había escuchado voz tan envolvente. Ojalá pudiera grabar ese pájaro, enjaularlo en su móvil, tenerlo cerca en días terribles, como el de ayer, cuando alguien rompió su corazón.

Se cuelga su mochila en forma de ataúd y abandona su cuarto. Se pregunta por el hombre que cantaba. Sin quererlo le pone el rostro de su chico de ayer, pero lo borra de la cabeza con un movimiento brusco. Ojalá fuera negro, como ella. Oscuro, emo, gótico. Así podría animarse a salir a la vida verdadera, la nocturna…

Dentro de la casa ya no se escucha la canción, tapada por los primeros coches  y los gritos del capataz llamando al caboverdiano, para que recoja sus cosas.

*** *** ***

Ella baja las escaleras del portal. Cansada, no soporta el peso de su ataúd, no ha dormido bien. Se detendrá en la puerta de la calle. Mirará enfrente, hacia la caja roja. Dejará caer con desgana el peso al suelo. Le gustaría caerse, ovillarse en el portal, pasar allí la mañana, la vida, junto a su ataúd. Como Poe en la tumba de Annabel Lee.

Aún con el casco amarillo olvidado en la cabeza, el chico negro sale tras la valla de la obra, cruza la calle, se le acerca. Ella recula, pero él sigue adelante, le coge la mochila-ataúd, le dice vamos. La gótica no sabe qué hacer, él se lo da todo hecho. El negro se aleja con decisión, sin esperarla. Ella se ve obligada a seguirle, se lleva su ataúd, ahí va todo lo importante que contiene su vida.

Cuando ella intenta forcejear, él vuelve a cantar, suave, a su oído:

─Mi corazón, /no sé por qué,/ late feliz/ cuando te ve,/ y mis ojos/ están riendo/ y por las calles/ te van siguiendo,/ pero da igual…,/ huyes de mí.

Termina y la sonríe con unos dientes blancos que iluminan su rostro. Descubre unos colmillos puntiagudos perfectos. Ella está a punto de desvanecerse en sus brazos. Cree que no están allí, que está con él muy lejos, en un país nocturno y frío. Es imposible que ocurra lo que ocurre. No pasa ni en los libros de vampiros que se aman más allá del olvido. Lloraría si no se le corriera la pintura. Le ofrece el cuello, pero él se reserva. Y siguen caminando.

Lo hacen en silencio. Él le da la mano, ella lo acepta, y eso es poco menos que un matrimonio consumado. La mano de ella está fría como un témpano. A él le gustaría acogerla en su gelidez. Los ven agarrados en el kiosco, en la panadería, gente del barrio que va a trabajar. Se vuelven para ver a la pareja. Él lleva colgado su macuto de obrero en un hombro y el ataúd de su chica en el otro. Sin olvidar el casco amarillo de la obra, y la casaca de cuero negro de ella que roza unas botas militares.

Llegan a la puerta del instituto. Hay grupos entrando. Se oyen comentarios, cuando aparecen. A la puerta la oscura le pide al negro que vuelva a cantar la canción. Esta vez ella le graba con su móvil. Se despiden con una mirada lánguida. Ella le vuelve a ofrecer el cuello y él se extasía en su blancura. Está a punto de morder, pero está amaneciendo. La chica le señala en qué clase estará pensando en él toda la mañana. La verá por la ventana. No tiene que decirle que la espere. El negro, por fuerza de costumbre, pasará el tiempo subido a las ramas de un árbol deshojado, frente a su ventana, amodorrado boca abajo, hibernando horas de luz.

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Sobre JOSÉ MANUEL DE LA HUERGA

Nació en Audanzas del Valle (León) en 1967. Es profesor de literatura en un instituto de Valladolid, donde reside. Ha publicado el cuento largo Conjúrote, triste Plutón, Premio Letras Jóvenes de Castilla y León (1992). En 1998 ganó el Premio de Novela Ciudad de Móstoles con la obra Este cuaderno azul, editado en 2000. En 1999 publicó el libro de relatos, Historias del lector (Segovia, Tertulia de los Martes). En marzo de 2003 la editorial Multiversa inauguró su colección de narrativa con su novela La vida con David. En 2004, obtuvo el Premio Fray Luis de León de Creación Literaria de la Junta de Castilla y León por la novela Leipzig sobre Leipzig, 2005. Con Difácil ha editado en 2005 el libro de poesía La casa del poema. Desde 2001 viene colaborando asiduamente tanto en prensa escrita como en el blog de crítica literaria www. latormentaenunvaso.com En 2010 le ha sido concedido el premio HUCHA DE ORO por el relato “Un pájaro de invierno”.

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