No lea (su televisor se lo agradecerá)

Por Javier Franco.

Los publicistas son esa extraña especie de hombres que sabe vender coches, marcas de deportivas y hasta a su madre si se lo proponen. Sin embargo, cuando su objetivo es concienciar a la gente de que hagan (o dejen de hacer) algo, chocan contra un muro infranqueable. Las personas somos así. No nos importa derrochar el dinero en cacharros inútiles que guardaremos en el cajón en un par de días, pero cuando alguien intenta convencernos de que cambiemos nuestra (sagrada) opinión, una alarma se enciende en nuestra cabeza y desconectamos al instante nuestro sentido publicitario.

La verdad es que no me extraña, pues viendo algunas de las campañas de información promovidas por nuestras (queridas) administraciones, cualquier profesional de la comunicación se rasgaría las vestiduras. Pocas son las excepciones que logran salvarse de la hoguera, entre ellas la mítica Póntelo. Pónselo o algunas de las última campañas dirigidas por la DGT.

Sin embargo, si hay un obstáculo que se les resiste a los publicistas desde siempre ese es, sin lugar a dudas, las campañas de fomento de la lectura. Uno no puede más que sonrojarse ante ciertos anuncios que apelan, de una manera casi inocente e infantil (como si los niños fueras los únicos que necesitan aprender el valor de un libro), a la mente del ciudadano. Los hay que amenazan con la desaparición de los libros o con el vuelo a lo Mary Poppins del lector. Los hay que nos enseñan a aprender de nuestros “herrores” (disculpen la errata) o los que nos muestran a una chica de barrio reivindicando a los poetas malditos. ¡Sí, sí, a Rimbaud y Mallarmé! Ya se sabe, los marginados siempre fueron una especie aparte.

Si es que en el fondo lo que es leer, leer, más o menos lo sabemos hacer todos (que para eso nuestros padres nos llevaron a la escuela). Claro que unos se las dan de leer a Tolstoi y Kafka o incluso a un tal Marqués de Sade y otros se conforman con el último (y muy digno) best-seller de Dan Brown o Carlos Ruiz Zafón. Unos aprendimos con los cuentos del lobo y Caperucita Roja y otros con viejos y ajados libros de indios y vaqueros. Pero, claro, con el paso del tiempo a alguno se le olvidó el olor de un libro recién abierto y tuvo que venir la (mal denominada) caja tonta a recordárselo. Que para algo tenía que servir la muy desdichada.

Por suerte, de vez en cuando los publicistas salen de su burbuja y nos regalan uno de esos spots sencillos y directos que tanto funcionan a la larga. Como aquel que enseña a los padres a enseñar a sus hijos (elemental, querido Watson) o aquel en el que la imagen de un libro abierto nos lleva de viaje, esperando a que un nuevo lector siga donde lo hemos dejado. No obstante, los anuncios que se llevan la palma son, sin duda, las campañas de la librería mexicana Gandhi.

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