Fantasmas de Kensington

Por José Vaccaro Ruiz.

Fantasmas de Kensington. J. D. Álvarez. Neverland Ediciones. Aranjuez, 2011.

La novela de J. D. Álvarez se articula en varios planos, bien distintos. El primero es el literario, cuyo mayor referente es la saga novelesca protagonizada por Peter Pan. El segundo, la realidad. J. M. Barrie se apoyó para crear su mito en la vida de la familia Llewelyn Davis. Entre todos ellos destacó la importancia del joven y desdichado Peter Llewelyn Davis, protagonista a su vez de Fantasmas de Kensington. Sobre estos fustes se urde una densa historia que transcurre entre la fantasía y la realidad, donde la catarsis, el remordimiento y la ambición tienen su asiento.

Los personajes secundarios (Margaret, Kittie, Marcus, Dunbar) se mueven con un equipaje de odio y amor por una atmósfera de fatalismo. Recorren un lugar denominado Kirriemuir, con el país de Nuncajamás como telón de fondo. Y en ese escenario el arquetipo del niño que se niega a crecer –el mito de la inocencia eterna, Peter Pan- lo domina todo. El contrasentido de ese idílico y literario estado permanente de pureza propio de la niñez, y el exterminio de esa niñez en la vida real es una de las claves de la novela, como presidió la atormentada vida de adulto repudiado de James Matthew Barrie, padre de Peter Pan.

Lo escrito por Álvarez no pertenece ciertamente al mundo de los cuentos –aunque: ¿es lícito distinguir entre literatura para adultos y para niños?-. Es una narración cruda, una historia dibujada con trazos de caligrafía inglesa, más bien escocesa diríase, espesa, de pulso firme y pautado, aquella que marca la plumilla al trazar con tinta negra el bucle reforzado de las eles o la tilde de las eñes frente a la caricia de los puntos de las íes.

Cuando uno piensa en Peter Pan no puede dejar de recordar otro referente: El Tambor de hojalata, la historia de otro niño que se niega a crecer. Pero en el personaje de Günther Gras, aparte de estar enmarcado en una novela para adultos –otra vez la dicotomía-, destaca el autismo y el rechazo hacia el mudo de los mayores más que la búsqueda y la petrificación de un estado virginal primigenio que mueve al personaje de J. M. Barrie.

De Barrie se ha dicho lo peor: pedófilo, impotente, enano, contrahecho. Y sin duda algo de todo ello lo fue. Pero también capaz de legarnos, en forma de un cuento, aparentemente amable para servir de nana a la gente menuda, la crudeza y la inclemencia que alberga esa infancia tan enaltecida como referente de virginidad y bondad. No hizo otra cosa que seguir la estela, en Peter Pan, de otros ilustres antecesores (Piel de asno, Caperucita, la Cenicienta, Mariquita) donde tras las hadas buenas, los elfos o los príncipes azules están los ogros, las madrastras, el cainismo y toda forma de maldad imaginable.

La crueldad de la guerra (los treinta y siete hombres que el protagonista de Fantasmas de Kensington ensartó con su bayoneta), la matanza de cientos de inocentes, el parto de un monstruo bicéfalo de una perra ciega, el tormento a que es sometido Marcus y que lo deja tuerto, son hitos en la descripción de un mundo plagado de horrores por donde J.D. Álvarez nos va llevando de la mano. Un mundo dominado todo por la geografía, la humedad, la lluvia y la oscuridad.

En un escenario y con personajes absolutamente tangibles y reales, la fantasía pone el acento en destacar y afilar las aristas de la trama. El remordimiento, elemento clave de la novela, se acentúa con tintes fantasiosos y fantasmagóricos aportando uno de los contrapuntos –de los tantos existentes entre el mundo de los adultos y el de la infancia-: la falta del sentimiento de culpa en ésta y el exterminio o la congelación de esa dorada y adorada infancia como únicos medios posibles para preservar su inocencia.

Álvarez ha escrito una narración precisa y ajustada. Al acabarla el lector lamenta que no sea más extensa, pero tal decisión en lugar de un defecto debe considerarse una virtud. Son de agradecer las referencias que el autor hace al mundo literario y real de Peter Pan, a su autor y su entorno familiar e, igualmente, la cuidadosa e ilustrada edición del libro, muy próxima a la iconografía gótica.

Me permito dar un consejo, que permitirá penetrar con más intensidad en la obra: dotarse de una mínima referencia histórica de De Barrie y de su obra maestra, Peter Pan. Si así se hace, se establecerá una mayor complicidad con Fantasmas de Kensington de J.D. Álvarez, y se entenderán los flecos que el autor ha sembrado en el texto, como si fueran las migas de pan que otro héroe infantil, Pulgarcito, esparcía para reconocer el camino que le llevaba a la casa del comeniños y ser capaz luego de deshacerlo. El conocimiento de la atribulada vida y la obra de quien nos dejó aquella joya literaria, la creación de ese niño con alma de pájaro que huía a los jardines de Kensington –justo donde habitan los fantasmas de J.D. Álvarez-, servirá al lector para descubrir los matices y guiños contenidos en la novela y acrecentará su degustación.

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