La Gata de los Ojos Violetas

Por José Luis Muñoz

 

Murió el pasado 23 de marzo en el Hospital Cedars of Sinai, adonde van a expirar todos los grandes elefantes de Hollywood, Elizabeth Taylor, que detestaba que la llamaran Liz, esa mujer diminuta, bella, sensual, llena de coraje y actriz extraordinaria, una inglesa londinense que conquistó Hollywood y allí se quedó el resto de sus días.

 

De niña prodigio, amiga de Lassie, mujercita e hija de El padre de la novia, maravillosas cursilerías que se siguen viendo con agrado, a actriz gigantesca curtida en películas de todos los géneros. Como muchas de sus colegas de esa época mítica que, con su muerte, se va definitivamente (aunque aún queda la misteriosa Kim Novak, que nadie sabe dónde está ni qué es de ella, si vive o murió discretamente) se bebió la vida a grandes tragos, y la vida también se la bebió a ella.

 

Fue una gran bebedora, como Ava Gardner, y una amante compulsiva que no se detenía ante nada, con fama de rompecorazones y roba maridos. Vivó con Richard Burton, un galés dipsómano y culto de expresión eternamente atormentada y rostro lluvioso, uno de los romances más apasionados de la historia del celuloide que empezó en la ficción de Cleopatra (1963), la película más cara de la historia del cine, para trasladarse fuera de los platós, a la caravana de la que no salían para rodar ante el desespero de Joseph Leo Mankiewicz. Fue una extraordinaria faraona egipcia, bordó su papel en el que puso mucho más que interpretación cinematográfica, todo su corazón, y eso lo notaba el espectador, que en las miradas, abrazos y besos que se daban aquellos amantes históricos no había ficción posible sino realidad y que esa pasión turbulenta proseguía luego fuera de plano cuando Mankiewicz gritaba desesperado ¡Corten!.

 

Con el mismo Burton, con quien trabajó en un sinfín de películas (La mujer indomable (1967), Castillos en la arena (1965), Los comediantes (1967)) y se casó dos veces, formó una de las parejas cinematográficas más especiales de la historia del celuloide. Mike Nichols, el director de El graduado (1967), sacó lo peor de ellos, y lo mejor de sus interpretaciones, en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966), un auténtico psicodrama en el que la pareja se insultaba, arañaba y bebía hasta descomponerse; fue, para mí, la mejor de sus interpretaciones y con ella ganó Elizabeth Taylor uno de sus dos óscar: no estaba guapa, ni elegante sino soez, hería con lengua viperina a su pareja aquella mujer irascible casada con un profesor ahogado en whisky a quien ponía los cuernos constantemente.

 

La Taylor consiguió que dos machos míticos del dorado Hollywood se convirtieran en homosexuales a su lado en dos películas prodigiosas dirigidas por John Huston y Richard Brooks sobre obras de Carson McCullers y Tennesse Williams: Reflejos en un ojo dorado (1967), en donde golpeaba con la fusta de su caballo el rostro de Marlon Brando enamorado de un jinete, y La gata sobre el tejado de zinc (1958), en donde finalmente convencía al homosexual encarnado por Paul Newman que la llevara a la cama. Y a la inversa, convenció a homosexuales, ocultos en el puritano Hollywood de entonces, en amantes apasionados en sus brazos. Estuvo espléndida en Gigante (1956) entre dos galanes ambiguos como Rock Hudson, con quien siempre tuvo una gran amistad, y James Dean, que dicen se mató por ella, y fue pareja del atormentado Montgomery Clift en De repente, el último verano (1959) de nuevo a las órdenes del gran Joseph Leo Mankiewicz.

 

Luego asistimos a su ocaso. Fue de matrimonio en matrimonio, de clínica de desintoxicación a clínica de desintoxicación en donde conoció a alguno de sus maridos de quita y pon. No le importó que la vieran en su silla de ruedas, que la acompañó en los últimos años de su vida, ni que le tomaran fotos sin pelo. Estaba siempre bella y risueña, en paz consigo mismo, mientras dedicaba todos sus esfuerzos a causas benéficas y a luchar contra el sida desde el primer momento.

 

Esta gran dama del cine, pequeña de estatura pero enorme de corazón, con sus ojos violetas que cegaban desde la pantalla, con su cintura de avispa y esas cejas oscuras primorosamente dibujadas en su rostro bellísimo, se ha ido a reunir, o así lo quiero creer yo, con el galés dipsómano que debe de estar abriendo una botella de whisky para recibirla en el Parnaso de los astros.

 

Ellos tienen el privilegio de tener una larga vida después de muertos, y nosotros de disfrutarla hasta que se cierren nuestros ojos.

 

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