Entrevista a César Aira

Por Recaredo Veredas.

 

 

Hablar de César Aira es hablar de uno de los narradores fundamentales de los últimos treinta años. No solo de su Argentina natal sino de toda la literatura escrita en español. Discutido y discutible, nadie puede negar su valor, su originalidad y la calidad de su prosa. Su extensa trayectoria dificulta la elección de una de sus obras. Tal vez Cómo me hice monja sea su novela más célebre y Una novela chinaCumpleaños las entradas más asequibles  a su peculiar mundo. Aira, además, es un señor encantador, que ha tenido la gentileza de responder a mis preguntas:

 

 

¿Cómo se siente al ser considerado, pese al transcurso de los años, incluso de las décadas, uno de los representantes de la vanguardia?

Según la entiendo yo, la vanguardia no es algo cronológico sino un proyecto o una actitud: la de no aceptar los paradigmas de calidad ya consolidados, y crear otros nuevos. A eso lamo “vanguardia” y también “arte”. Lo demás es artesanía: hacer las cosas “bien”, para poder venderlas.

En ese programa, es cierto que me he quedado bastante solo, dado el actual reflujo hacia una literatura costumbrista, psicológica, o de intención política bienpensante. De ahí que me califiquen de “raro”, lo que es muy revelador sobre el resto, ¿no? Si los escritores no son raros, ¿qué son? ¿Normales? ¿Convencionales? ¿Previsibles?

 

 

¿Qué opina de la joven narrativa argentina, que tanto éxito logra fuera de sus fronteras? ¿Destaca algún nombre?

Los escritores que me gustan no suelen tener éxito en el exterior. De hecho, no tienen éxito nunca, ni en el exterior ni en el exterior. En todo caso, a duras penas empiezan a ser conocidos cuando ya no son jóvenes. También habría que definir el éxito en nuestro campo. Yo diría que éxito para nosotros es llegar a tener un centenar de lectores, dos o tres críticos que vean o entrevean lo que estamos haciendo, y un editor que nos siga publicando.

 

 

Los personajes de sus novelas mantienen discursos coherentes, incluso complejos, en espacios muy distintos de los reales.  No parece preocupado por la verosimilitud de los hechos pero sí, y mucho, por la de los sentimientos. ¿Cómo encaja el apego por los personajes con su aparente desdén por la causalidad, por la habitual sucesión de hechos vinculados por relaciones de causa-efecto?

Me sorprende su lectura, y me gusta, porque me confirma que los lectores nunca se dejarán llevar por las intenciones del autor. A mí los personajes no me importan (o hasta hoy creía que no me importaban), son sólo funcionales a la trama, y precisamente para que funcionen mejor pongo en escena personajes clichés, el Marido Sometido, el Sabio Loco, el Niño Insoportable, cosas así, tomadas de la cultura popular.

 

 

Las tramas, por ejemplo en el error, se bifurcan sin descanso. Sin embargo, evita el peligro de la confusión, de la desfocalización. ¿Tal dominio de la estructura narrativa es en usted congénito o proviene de un largo proceso de aprendizaje?

Gracias por el elogio. Si hay tal dominio, debe de ser innato. Pero debe de ser innato en todo el mundo (salvo en algunos escritores) porque el gusto de contar historias, y el placer de contarlas bien, es parte esencial de lo que nos hace humanos. En mi caso no hubo aprendizaje propiamente dicho, aunque puede haber hecho de aprendizaje la lectura de las buenas novelas del siglo XIX. Y también la traducción de las malas novelas del siglo XX : esos best-sellers norteamericanos que traduje como modo de vida durante treinta años, a falta de méritos literarios tienen una notable ingeniería narrativa.

 

 

¿Qué opina de la necesidad de documentación y de conocer aquello sobre lo que se escribe? ¿Precisó documentación, por ejemplo, para escribir Una novela china o le bastó con su imaginación?

Nunca me documento, y desconfío de los novelistas que lo hacen. No me gustan las novelas “sobre” esto o aquello. Si me dicen que hay una novela buenísima “sobre” la situación de los inmigrantes turcos en Berlín, no puedo evitar pensar que no debe de ser buenísima ni mucho menos, y que el autor debería haber escrito un ensayo o un reportaje en lugar de una novela. Pero es una opinión personal, y seguramente la comparten muy pocos.

 

 

 

 

¿Sigue creyendo que no puede recomendar sus propios libros? ¿Por qué, a estas alturas?

Me remito a la pregunta de Borges, cuando alguien le dijo que lo estaba leyendo: “¿Entonces ya leyó a todos los buenos?” Además, me da la impresión de que un escritor que recomienda sus propios libros se está saboteando. Un escritor de verdad no puede carecer de una estrategia tan fundamental como es la falsa modestia.

 

 

Usted declaró  en una entrevista, realizada en 1998, A veces chocan dos propósitos, hacer algo nuevo y hacer algo bueno. Si tengo que elegir entre las dos cosas prefiero que sea nuevo a que sea bueno. ¿Le sigue resultando fácil mantener esa búsqueda infinita? ¿Considera cumplido su deseo de ofrecer permanentemente algo nuevo?

Darle al mundo algo nuevo y distinto es una aspiración, quizás desmedida. Lo nuevo es realmente nuevo cuando enriquece, cuando abre caminos y multiplica las alternativas para ser feliz. No se trata de ser original por vanidad o competencia, sino de una ascesis que dura toda la vida.

 

 

¿Qué función debe tener la crítica literaria en estos tiempos salvajes? ¿Qué opina de la recepción crítica de su obra?

La crítica literaria en la Argentina (y por lo que veo, en otros países también) va por dos canales: por un lado las reseñas de ocasión en diarios y revistas, por otro los artículos y tesis del mundo académico. Unas tienen poca elaboración y reflexión, por falta de tiempo e interés, las otras tienen demasiada elaboración y reflexión, por exceso de tiempo e interés. El defecto común a estos dos tipos de crítica es una cierta falta de atención, en un caso por el apuro con que se hace todo en el periodismo, en el otro porque toda la atención está puesta no en el libro sino en la teoría que ese libro debe ilustrar.

Conmigo las dos críticas han sido siempre complacientes. Yo habría podido ser mucho más severo con mis libros.

 

 

¿No hay desesperanza en su mirada, en su apego por una estructura de muñecas rusas tras la que solo habita el vacío?

Todo lo que he escrito, en efecto, está al borde del puro juego de ideas, que se agota en sí mismo. Pero no estoy tan seguro de que atrás no haya nada. Estoy yo. Y si bien la ironía, la cortesía, la escuela de Borges, me han hecho evitar todo patetismo, mi vida fue real, y no puedo creer que algo no se haya filtrado en la obra.

 

 

¿Su brillantez formal le ha jugado malas pasadas? ¿Cómo evita que la palabra le arrastre hacia donde no quiere ir?

En realidad no me propongo ir a ninguna parte. El camino lo va haciendo la escritura misma. Y he aprendido a aceptar lo que me depara el azar, al margen o en contra de mis intenciones. Suele ser lo mejor.

 

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