Morir con las botas puestas

Por José Luis Muñoz.

 

Esta sección lleva camino de convertirse en un obituario cinematográfico, pero es que las defecciones marcan el calendario y nos hacen añorar tanto talento desaparecido y aflorar el egoísta pesar por la imposibilidad de ver nuevas películas del que ya se fue. Y por biología, o por maldito azar, el cine norteamericano está perdiendo toda la nómina de sus mejores exponentes, los llamados realizadores artesanales: Sidney Pollack, Arthur Penn, John Frankenheimer, y Sidney Lumet apenas hace un mes.

 

Confieso no haber sido nunca un gran entusiasta de este realizador cuyas películas, a veces, me resultaban excesivamente grises cuando no plúmbeas. Recuerdo que en los estertores del cine de espías, cuando al seductor James Bond protagonizado por el escocés Sean Connery le salió un competidor en su propio territorio, el agente Harry Palmer (Michael Caine), más realista e interesante, Martín Ritt, otro de los grandes, cogió a Richard Burton para El espía que surgió del frío (1965), gélida narración de John Le Carré y el ahora finado Sidney Lumet echó mano del propio James Mason y le hizo protagonizar una desangelada cinta de espías, Llamada para el muerto (1966), inspirada en otra novela del mismo autor. Pero muchos años atrás Lumet había dado a luz una cinta clásica del subgénero judicial, que con tanta maestría domina el cine norteamericano: 12 Hombres Sin Piedad (1957), todo un referente. No estuvo excesivamente inspirado en la adaptación que hizo de obras de Arthur Miller (Panorama desde el puente) o Chejov (La gaviota), ni en su trabajo con Marlon Brando en Piel de serpiente (1960). Más tarde rodó Serpico (1973), un estimable thriller en el que un jovencísimo y barbudo Al Pacino era policía incorruptible de Nueva York, lo que le ocasionaba no pocos problemas.

 

De Sidney Lumet poco se hablaba en los últimos años, había desaparecido, por edad (ya se sabe lo reacios que son los norteamericanos de confiar el rodaje de una película a alguien que rebase la setentena por si lo abandona a mitad de camino para reunirse con la Parca) hasta que nos deslumbró a todos con una obra maestra del cine negro que, sin lugar a dudas, va a quedar ahí, como un referente, junto a Atraco perfecto (1956) de Kubrick, La jungla de asfalto (1950) de Huston, o Perdición (1944) de Wilder, por limitarme a tres películas: Antes de que el diablo sepa que has muerto (2007). En la cinta que ni él, ni nosotros, sabía iba a suponer el colofón a toda su carrera, su broche de oro, el casi nonagenario director de cine insuflaba todo su poderoso aliento en un thriller duro, despiadado, de ritmo desenfrenado y erotismo desbocado y daba una lección de narrativa cinematográfica a tanto joven televisivo que circula y trata de deslumbrar a golpe de efecto especial y violencia coreografiada.

 

La he vuelto a ver, el día que Lumet expiraba, y noto en ella el mismo aura de clásico que su celebrada y antigua 12 Hombres Sin Piedad (1957). Por esas dos películas magistrales, precisamente su primera y su última, Sidney Lumet será recordado.

 

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