La vuelta del héroe decadente: 1898-2011

 
Por Carlos Javier González Serrano.
 

En el año 1904, Emilia Pardo Bazán describía en estos términos a la joven e incipiente narrativa modernista: «Los libros de los jóvenes son, en general, cortos de resuello; revelan fatiga, y proclaman a cada página lo inútil del esfuerzo y la vanidad de todo. Muéstrase esta generación imbuida de pesimismo, con ráfagas de misticismo católico a la moderna (sin fe ni prácticas), y propende a un neorromanticismo que transparenta las influencias mentales del Norte –Nietzsche, Schopenhauer, Maeterlinck– autores que aquí circulan traducidos».

 

Uno de los patrones filosóficos en los que se fundamentó el pensamiento de este nuevo grupo de narradores fue el pesimismo de Arthur Schopenhauer, influjo que quedó reflejado en numerosas novelas y reflexiones del grupo conocido como «Generación del 98». Schopenhauer fue muy leído en los ambientes intelectuales de fin de siglo. En La Regenta de Clarín, por ejemplo, leemos el siguiente fragmento que nos recuerda a la concepción schopenhaueriana del dolor: «No, no hay nada –decía aquel tormento de cerebro–; no hay más que un juego de dolores, un choque de contrasentidos que pueden hacer que padezcas infinitamente; no hay razón para que tenga límites esta tortura del espíritu, que duda de todo, de sí mismo también, pero no del dolor que es lo único que llega al que dentro de ti siente, que no sabe cómo es ni lo que es, pero que padece, pues padeces». O en Del sentimiento trágico de la vida de Unamuno: «El único misterio verdaderamente misterioso es el misterio del dolor. El dolor es el camino de la conciencia, y es por él como los seres vivos llegan a tener conciencia de sí».

 

Ya el joven Baroja había explicado que el conocimiento claro y la conciencia desarrollada aumentan el dolor. El título de su tesis doctoral es significativo (1896): «El dolor», donde afirmará que el acto mismo de vivir lleva a la sensibilidad (o cenestesia) que se manifiesta en tendencias; cuando éstas se satisfacen, producen placer; cuando se contrarían, entonces dolor. En esta obra de juventud, si bien académica, leemos que «el dolor es duradero y aporta un conocimiento; […] una neuralgia nos indica el trayecto de un nervio y de sus colaterales. En el mundo moral sucede lo mismo, y así como es una gran verdad el aforismo del Eclesiastés que dice: «Quien añade ciencia añade dolor», puesto a la inversa resultaría también cierto: «quien añade dolor añade ciencia»». Pío Baroja siempre se mostró preocupado por la desgracia y, más aún, por aquellos que la sufren: el dolor viene dado por la maldad y perversidad del hombre; incluso llega a escribir un artículo con título «La perversidad», en el que advierte la influencia de Edgar Allan Poe: «el filósofo de la perversidad es Edgardo Poe, genio anómalo y gran analista que afirmaba imperturbablemente como verdad la maldad innata del hombre».

 

Así, el dolor es una constante en la vida del hombre, y uno de sus más detestables atributos es la indiferencia que ante él surge. En un artículo de 1903, «Crónica: Hampa», Pío Baroja dejaba plasmado lo siguiente: «La diferencia es demasiado patente, el rico no quiere comprender, se encastilla en su indiferencia; el pobre que nada puede hacer por ahora más que rebelarse, se encastilla en su odio. […] No, esa indiferencia ni es humana, ni es justa, ni es siquiera prudente». Una indiferencia que nos traslada directamente al panorama de crisis actual, con fuertes desajustes de renta e insalvables desigualdades sociales.

 

Si por algo se caracterizan los escritos de estos autores, es por el esfuerzo de plasmar la relación conflictiva que media entre el hombre sensible y el mundo, es decir, entre la conciencia de sí y la realidad. Lo que otorga unidad y enjundia al modelo narrativo decadentista de finales y principios de siglo es el personaje (que da título a esta entrada): el héroe decadente, personaje fuera de lo común caracterizado por pertenecer a la aristocracia del espíritu y encarnar a su vez una sensibilidad estética contrapuesta de modo antagónico al materialismo utilitarista del sistema capitalista (cuyo exponente es la mediocridad de la sociedad burguesa).

 

Lo que, entre otros, Baroja, Unamuno, Azorín o Clarín deseaban poner de relieve, bajo la égida del desencanto producido por la decadencia del país y la crisis de valores que la sociedad española vivía en aquel fin de siglo, era la conciencia de cesura, el profundo abismo abierto entre los anhelos del alma (la voluntad, digamos) y los destinos que la propia sociedad podía ofrecer: tal fue la base del pesimismo del que se hallaba preñado el héroe decadente, tan parecido al desasosiego de los jóvenes del presente, de esa generación a la que empieza a llamarse «perdida». Andrés Hurtado, protagonista de El árbol de la ciencia, habla de este modo en uno de los momentos clave de la obra de Baroja: «Uno tiene la angustia, la desesperación de no saber qué hacer con la vida, de no tener un plan, de encontrarse perdido, sin brújula, sin luz adonde dirigirse. ¿Qué se hace con la vida? ¿Qué dirección se le da? Si la vida fuera tan fuerte que le arrastrara a uno, el pensar sería una maravilla».

 

La realidad de aquellos jóvenes escritores es subjetivizada, tamizada por su conciencia, que ejerce de colador. Y así, Fernando Ossorio, bajo un semblante hamletiano, se expresa de esta forma en Camino de perfección: «¿Qué es la vida? ¿Qué es vivir? ¿Moverse, ver, o el movimiento anímico que produce el sentir? Indudablemente es esto: una huella en el alma, una estela en el espíritu, y entonces, ¿qué importa que las causas de esta huella, de esta estela, vengan del mundo de adentro o del mundo de afuera? Además, el mundo de afuera no existe; tiene la realidad que yo le quiero dar».

 

Todo queda vaciado en el molde de nuestro espíritu. Sin embargo, recordando al Nietzsche de Ecce Homo, la pregunta no es ya cuánta verdad osa un espíritu, sino cuánta le está permitido soportar…

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