Entrevista a Inés Mendoza

Por Trifón Abad.


 

“Desconectar es una pérdida de tiempo,  y yo quiero perderme la vida lo menos posible”

 

 

Los cuentos de El otro fuego (Páginas de Espuma, 2010), de Inés Mendoza, envuelven por una prosa con tintes poéticos y argumentos bien edificados. Hasta aquí todo normal. El problema -bendito problema- llega cuando, de repente, te das cuenta de que estás en el ojo de un huracán, y los anhelos, las dudas y las respuestas comienzan a brotar en tu cabeza. A pesar de su extensión aparente, este no es un libro breve, ni de fácil lectura. Los mensajes van enterrándose como semillas en el interior del lector, y si este lo comprende bien, se verá obligado a reflexionar, a cuestionarse el grosor de las aristas que delimitan las relaciones humanas, la necesidad de que existan esas barreras, lo que nos frena ante el impulso de desear romperlas… Si no lo hace, simplemente lo cerrará y comenzará otro. Y entonces se lo habrá perdido todo.

 

 

Trifón Abad: Decidí acceder a la Introducción de Eloy Tizón después de leer el libro para no obtener ideas preconcebidas, y coincidí con él en bastantes aspectos. Una de ellas, y principal quizá en la estructura común de la obra, es la tendencia de los personajes a la huida, a romper una puerta para escapar de la rutina. Es ese el paso previo antes de entregarse a la imaginación, ¿por qué necesitamos huir de la cotidianeidad para acceder a otras realidades?

Inés Mendoza: Eloy Tizón define los cuentos del libro como planes de evasión. No se puede decir mejor. En realidad, ese leit motiv no fué premeditado, pero juraría que mis personajes huyen por lo mismo que yo: porque no creen que “ésta” realidad sea “la” realidad. Igual que Wells, pienso que lo que nos hace inteligentes es nuestra capacidad alquímica de cambiar, de “utopizar”, dicho así: como un devenir. No concibo la vida sin cambios; soy una utópica incorregible –quizá no quiera corregirme-, y mis personajes también.

Moverse duele, claro, pero para mí la vida no tendría interés sin ello. Por eso los personajes de mi libro recorren París o saltan por una ventana, aún a riesgo de que el Patiño de turno venga a aguarles la fiesta. Además, yo no entiendo lo utópico como algo imposible, sino como algo que aún no existe, pero existirá ¿cabe alguna duda sobre ello en este momento?

Fugarse, sí, pero para rebelarse, para recuperar el misterio y la vida. Es lo que persiguieron los románticos, y yo les sigo. Ni siquiera imagino una vida sin cambios, sin búsqueda, aunque todavía quede quien esté contento con su cárcel. Me temo que yo no lo estaré nunca. Intentaré escapar cuantas veces haga falta hacia a ese “sinlugar”.

 

TA.: Otra de las características que me ha llamado la atención de ‘El otro fuego’ es la noche como espacio. Idea que se hace quizá más patente en cuentos como Origami o Estación del destierro, ¿por qué funciona tan bien en estos cuentos que caminan de puntillas sobre la realidad?

IM.: Gracias por el elogio. Novalis dice que la noche es “el seno de la revelación”. Y yo cada vez me convenzo más de la dialéctica de lo nocturno, que sintetiza la vigilia y lo onírico en el ensueño, que reúne seres y cosas bajo la penumbra, y se parece tanto al caos organizado de la vida natural.

Durante las horas de la noche, estamos más profundamente a solas con nosotros mismos y a la vez más integrados en el mundo. Con la oscuridad, el misterio y lo imposible renacen, y el control panóptico del día puede burlarse. La noche es el gran cómplice ¿quién lo duda? de lo secreto, de lo erótico y claro, de la fuga, que como ya has visto, es una de mis manías. Además, soy un poco “búho”; me gusta la vida nocturna, tan sensual y mágica; soy muy noctámbula.

 

Ta.: La estructura de algunos cuentos hace que avancen casi como un rodillo, logrando un efecto de incertidumbre en el lector de modo que poco a poco la edificación va mostrando sus cimientos. Tal es el caso de Mutaciones u Origami. ¿Sabes a menudo hacia dónde se dirige el argumento cuando comienzas un relato, o te dejas llevar en torno a la idea primigenia?

IM.: La verdad es que no simpatizo con los planes (salvo que sean de fuga) o con cualquier cosa que encierre la vida en un corsé. No soy amiga del orden. Por eso mismo, y porque detesto aburrirme, no me trazo ningún programa cuando escribo. Casi siempre el principio de un cuento surge de una lectura (a veces de un sueño, como La Estela Nocturna) o de una frase que me viene. Naturalmente, luego estudio con qué recursos técnicos y poéticos puedo expresar esa idea, pero más de una vez me ha sorprendido la diferencia entre la primera y la última versión (normalmente hago muchas). Además, cada texto lleva un trabajo distinto: unas veces más en lo poético, otras en lo retórico, otras tengo que investigar (como Origami, para el que tuve que leer sobre la papiroflexia). Quiero decir, que no me gusta el orden pero sí el texto bien trabajado. Soy exigente con las correcciones y hasta las disfruto.

 

TA.: Algunos cuentos se nos presentan con una voz infantil como La estela nocturna o en un contexto de fábula como en Rosas amarillas, ¿qué opciones te abre el hecho de usar una voz que sale o tiene al niño como destinatario?

IM.: El narrador deficiente de La Estela nocturna pretende mostrar un estado de ánimo del personaje, no infantilizarlo. Y la atmósfera de fábula en Rosas Amarillas viene de los cuentos de Leonora Carrington, que me inspiraron este relato, dedicado a ella. Lo infantil no es lo mío, como no lo es el humor, aunque son dos géneros que respeto, claro. Pero si mis textos han de tener un destinatario específico, no podrían ser sino lectores adultos. Me da que no practicaré jamás el género infantil. Además, suelo escribir desde la rabia, el ardor o la tristeza. Cuestión de carácter, supongo.

Otra cosa es emplear una voz o punto de vista infantil como recurso. En mi opinión no suele dar buen resultado porque pone en peligro la verosimilitud. De cualquier modo, yo no lo uso. Ni siquiera el Grisha es mi favorito entre los cuentos de Chéjov, al que por otra parte leo bastante.

 

TA.: También nos encontramos títulos que presentan a la pareja como protagonista, bien afectando a un sólo personaje o a ambos, a veces en un estado de desunión (Origami), otras en cambio comparten un fuerte lazo como fin común (Motivos del sábado o A pesar de la lluvia). Me ha parecido interesante como concepto común en varios cuentos, ¿podrías hablarme un poco de esta idea?

IM.: Me encanta tu pregunta. Sí que hay una reflexión en mi libro sobre ciertas costumbres sociales y afectivas: el desinterés de muchas mujeres por lo que cae fuera de lo doméstico, la fe ciega en la agrupación familiar o matrimonial, etc.

No veo por qué una pareja tiene que llevar una vida aburrida. El protagonista de Origami vive con su esposa, pero es como si viviera solo ¿y por qué entonces no vive solo? En cambio las parejas de Motivos del sábado y A pesar de la lluvia tienen relaciones basadas en la complicidad, se tratan como compañeros, no como padres e hijos o “matrimonios”; se gustan, están dispuestos a cambiar. Una pareja es un devenir, no un contrato. Estamos en el siglo XXI y seguimos asustándonos por formas de vida que se salen de lo común (trío, poliamor, bisexualidad, etc.) De esa reflexión hablan los cuentos a los que te refieres.

 

TA.: Ha pasado aproximadamente un año desde que el libro se publicó. Habrás reflexionado mucho sobre él, en tu opinión, ¿qué relaciones comunes hallas en los cuentos que componen El otro fuego?

IM.: Creo que más o menos las que tú has apuntado: la reflexión sobre las convenciones, la utopía, temas relacionados con la cosmovisión romántica, el rechazo de la rutina, la necesidad de ruptura y cambio, la destrucción como principio creativo, la inteligencia sexual, el juego, el sueño; no sé…creo que mi visión del libro no ha cambiado, salvo porque algunas entrevistas y reseñas me han descubierto cosas en las que no había pensado. En cambio El otro fuego me ha hecho pensar sobre el libro que escribo ahora: no vivimos en el mismo mundo que hace un año, ni soy la misma persona.

 

TA.: En una entrevista decías «espero que mis cuentos sean así: un poco excesivos, un poco románticos, un poco extralegales». Lo son, y tienen tienen una fuerte carga poética… ¿cultivas también este género «en la intimidad»?

IM.: No sabes la alegría que me das diciéndome eso, en serio. Hace ya muchos años que no escribo poemas. Digamos que los poemas (o los poemas en prosa) que podría escribir están dentro de mis cuentos. Yo trabajo los cuentos como si fueran poemas: musicalmente, por ejemplo. Y también en otros sentidos.

 

TA.: También leí que dijiste que algunos cuentos reflejan etapas de estados de ánimo concretos, ¿son los cuentos más breves del libro, casi microrrelatos, como Jardín, Cuento neoplástico, Un hombre con sombrero negro y La jungla del ojo ejemplos de esto?

IM.: Jardín se me ocurrió en un momento de “rabia contra el mundo”, que es algo que me pasaba mucho antes. La Jungla del ojo nació de un ejercicio de escritura automática. Pero me ha pasado más bien con cuentos largos, como Estación del Destierro. De hecho, empecé mi nuevo libro en un estado de rabia, pero ahora no siento eso, así que va a ser un libro muy diverso.

 

TA.: ¿Qué te aporta la escritura como vía de escape, como dosis de sosiego, como camino hacia la desconexión o la reflexión?

IM.: No creo que la literatura sea una forma de escape, prefiero verla como una máquina de inspiración. Un libro es un artefacto que pone a rodar el exceso, la experimentación, lo inimaginable, lo extraordinario; que siempre hacen falta para reencantar y transformar el mundo. Estoy convencida de que la literatura es una de las muchas prácticas que han cambiado la Historia: durante el traslado de los restos de Voltaire al Panteón de París, en tiempos de la Asamblea Nacional, el pueblo reconoció, dice Lamartine, su deuda de libertad con el escritor.

Claro que los libros (y aquí hablo como lectora) sosiegan y/o mueven a la reflexión, pero si eso se convierte en evasión o adormecimiento, habría que preguntarse si sigue siendo literatura. Lo de desconectar no me gusta; siempre me ha parecido que es una pérdida de tiempo. Y yo quiero perderme la vida lo menos posible.

 

TA.: La mayoría de las voces de este libro son masculinas. Margaret Astwood comentaba lo paradójico de que los hombres no acepten de buena gana ser descritos por mujeres, cuando los personajes más desagradables, viciosos y ruines de la historia literaria han sido escritos por hombres. Claro que esto fue en 1990, ¿es difícil hoy escribir desde el punto de vista de un hombre? ¿Te sientes cómoda?

IM.: Supongo que será difícil para algunas escritoras y fácil para otras. El narrador del Frankenstein de Mary Shelley es un hombre. Hoy también hay autoras que escriben desde puntos de vista masculinos. Y autores que lo hacen desde voces femeninas. Será porque las mujeres tenemos un “ánimus” y los hombres un “ánima”, como dijo Jung. No creo que haya mujeres totalmente femeninas ni hombres masculinos por completo, esas son identidades creadas por la educación.

Cuando escribo desde una voz masculina, es simplemente porque la “oigo” así. Y hasta en ese caso, pienso desde mis circunstancias concretas de mujer, que diría Beauvoir. Imagino que ciertas situaciones o ideas me despiertan el “ánimus” y entonces adopto una voz masculina. Otras en cambio me despiertan una voz femenina, y otras…quién sabe de qué genero.

 

TA.: ¿Qué tal la aceptación recibida por los medios culturales de Venezuela? ¿Cómo está el sector literario en el país?

IM.: Me han hecho alguna entrevista allí (en El Nacional, por ejemplo) pero no creas que estoy muy informada sobre la literatura; después de todo, soy más de aquí que de allá, aunque tenga las dos nacionalidades. Como escritora y como arquitecta me he formado aquí. Aquí están mi compañero, mi casa, mis amigos, mis editores. Te diré un secreto: nunca como ahora me he sentido tan orgullosa de mi “mitad” española, de pertenecer a este pueblo valiente cuyo utopismo sorprendería al mismísimo Fourier.

Pero también soy venezolana, y no reniego de ello, claro. Me consta que hasta hace un par de décadas más o menos, en Venezuela la lectura y la escritura eran cosa de élites. Era imposible publicar. Había pocos talleres literarios y las librerías prácticamente sólo tenían best-sellers. El índice de analfabetismo y la pobreza extrema eran alarmantes. Me consta que la mayoría de esas cosas han cambiado mucho, como la pobreza y el analfabetismo. Allí están muy ocupados construyéndose. Y ese es un proceso lento. Apenas ahora han podido iniciar una labor cultural ardua y seguramente larga, como la recuperación del fondo de la editorial Monteávila, que es un logro enorme.

 

TA.: ¿Qué libro tienes en este momento en la mesilla de noche?

IM.: Suelo leer varios libros a la vez. Casi siempre uno es de ensayo y los otros dos de ficción o poesía. Ahora estoy leyendo El Romanticismo Ruso, de Carmen Fernández Méndez, que es un ensayo muy interesante. También estoy a punto de terminar la relectura de Luces de Bohemia. En cuanto a la ficción…bueno, no te lo vas a creer, pero estoy volviendo a leer el libro de mi compañero Ángel Zapata, Las buenas intenciones y otros cuentos, que acaba de reeditarse.

 

Nos encontramos en un momento que se presume clave socialmente. Están pasando cosas, se adivinan cambios, si no radicales sí al menos parciales. TA.: ¿Crees que la literatura y los escritores, como en otras etapas que han marcado puntos de inflexión en la historia, debería tomar partido de algún modo para favorecer esas revoluciones?

IM.: No tengo la menor duda. La mayoría de los artistas –escritores, pintores, arquitectos- o pensadores que me interesan han participado en los acontecimientos históricos de su tiempo, muchos incluso han sido revolucionarios o rebeldes: los surrealistas, los decadentes, los simbolistas, los románticos, Cortázar, Bernhard, Baudelaire, Calvino, Malévich, Gropius, Taut ¿Casualidad?, no creo.

Así, contra lo que suele pensarse, bastantes románticos tomaron partido por la Revolución Francesa. Hölderlin, Hegel y Schelling, por ejemplo, plantaron en Tubinga un “árbol de la libertad”. Tieck escribió sobre el alzamiento popular francés. Fue Schiller quien escribió la Oda a la alegría que Beethoven incluiría luego en su Novena sinfonía. Fichte defendió el derecho del pueblo a la revolución. Friedrich Schlegel apoyó la democracia directa, y Caroline Böhmer, miembro del Círculo de Jena, participó en la revuelta conocida como “República de Maguncia”.

Pero no sólo los románticos. Se sabe que Rimbaud estuvo en la Comuna de París. Varios surrealistas tomaron parte en rebeliones, como Peret, que luchó en la Guerra Civil española. Cortázar cedió los derechos de su libro Nicaragua, tan violentamente dulce a la Revolución Sandinista. Morris fue fundador de la Liga Socialista de Londres. Y Mirbeau, Maiakovski, Beauvoir, Neruda, Sartre. En fin, no sigo para no aburrir. Por eso, nunca he entendido que un artista se conforme con lo que hay. Y negar el valor transformador de la verdadera poesía sería inútil, además de ridículo: ahí está la Historia para demostrarlo.

 

TA.: Estás en un periodo activo de escritura actualmente, ¿siguen tus historias la misma línea que la explorada en ‘El otro fuego’?

IM.: En parte sí sigo la misma línea de El otro fuego, pero ahora estoy escribiendo un libro distinto. Lo disfruto mucho, porque es algo nuevo –al menos para mí-. Sigo explorando. Digamos que es una variación dentro de mi tendencia romántica. Una línea más simbolista. Por ahora me gusta lo que va saliendo. Pero que conste que yo soy lenta, y corrijo mis textos con “guantes amarillos”.