Miedo

Por Coradino Vega.

 

Por lo visto, una de las razones que se esconde detrás de la agresividad es el miedo. Miedo a lo desconocido, a nuestros límites para comprender, a que el otro lleve razón, a no dar la talla, a que lo que siempre hemos creído cierto se revele de repente falso. Cada uno lo combate como puede. Hay quienes se enfundan una coraza de autosuficiencia y se prohíben mostrar en público la más mínima debilidad. A otros, sin embargo, se les viene la autoestima abajo, y de su temperamento dubitativo extraen a menudo motivos para la autocompasión y el victimismo. En ambos casos, no es la persona la que actúa, escribe o habla: sus acciones y palabras están fuera de control, dirigidas instintivamente por el miedo. Pero al igual que no existe el derecho a no sentirse ofendido, tampoco deberíamos reprimir nuestra opinión porque a su vez nadie tiene razones para sentirse inferior a nadie.

 

Casi todas las cosas buenas que nos pasan en la vida ocurren con lentitud y al cabo de una gran dificultad o de un conflicto. Después creemos que han ocurrido de improvisto, por azar, pues raramente comprendemos que nos hemos ido preparando durante largo tiempo, adiestrándonos de manera casi inconsciente para que lo que pareció una interminable espera, teñida en sus peores momentos de un delirio quijotesco de imposibilidad o sueño absurdo, logre concretarse en algo que merezca la pena.

 

Qué difícil es construir una obra sólida y bien hecha, y qué fácil resulta desacreditarla. «La horrible facilidad de destruir», como le gustaba llamarlo a Paul Valéry. Las novelas, como la democracia, las parejas o los amigos se forjan con un ritmo de lentitud que supera adversidades porque su fondo está hecho de una determinación segura y tranquila aunque no siempre lo veamos de ese modo. Sin embargo, ese dilatado proceso de elaboración puede ser destrozado en un pispás, en una malevolente página de crítica literaria, en un comentario despectivo, en un impulso desbocado de violencia irresponsable y gratuita. Alonso Quijano fue víctima de la inmensa revolución tecnológica que supusieron la imprenta y los molinos de viento holandeses. Hoy día, con internet, con este bombardeo diario de información sobre la que todos emitimos juicios, corremos el riesgo de sufrir el mismo aturdimiento de don Quijote. Y claro que es sano debatir, criticar, estrujarse la inteligencia para esgrimir argumentos convincentes, dudar de lo que nos han dicho que es verdad, arriesgarse a lo distinto, revisar certezas, desencorsetarse el gusto, abrirse dejando atrás los viejos prejuicios. Pero hace tiempo que vengo observando la instrumentalización del criterio en una innecesaria forma de agresividad que va más allá de la mera falta de cortesía. Se trata de una constante autojustificación. O de una forma de solapar algo tan natural como la inseguridad o la duda: el infierno siempre son los otros. Al igual que ocurre en las novelas en las que se abusa de la autorreferencialidad literaria y la autoficción, a veces creemos que el mundo gira en torno a nuestro yo cuando ni siquiera somos el centro de nuestra propia conciencia. Y esto es difícil de reconocer cuando la tenemos acostumbrada a la jactancia o, lo que viene a ser lo mismo, si se la hemos vendido al diablo con tal de exorcizar nuestro propio miedo.


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