Agua poética




AGUA, Silvia Castro Méndez
 
Ediciones Torremozas
69 páginas
PVP: 8’50€
 
 
Por Antonio Jiménez Paz
 
AGUA POÉTICA Y OTROS INGREDIENTES CULINARIOS
 
Agua es el tercer libro de poemas de Silvia Castro Méndez, una poeta de origen costarricense que lleva residiendo en España desde 2003. Aunque el libro mereció el Premio Nacional de Poesía de Costa Rica en 2010 no es éste precisamente el motivo que me lleva a escribir sobre él. Más bien son las particularidades de su estructura y composición poéticas que, una vez conocidos sus resultados, convencen y llevan a uno a preguntarse cuántos libros, cuántos poetas, pasarán desapercibidos sin atención alguna pese a su valía. Y es que los logros de la escritura de Agua no dejan lugar para la indiferencia.
 
Si tenemos en cuenta sus dos libros anteriores publicados en su país de origen me temo que es en Agua donde la poeta demuestra haber encontrado definitivamente su propia voz, una voz propia a la hora de exponer sus observaciones y reflexiones, los temas que la ocupan y preocupan. El resultado es una escritura poemática cincelada, ajustada y justiciera con el papel en blanco, limpia totalmente de cualquier atisbo de barroquismo, ajena a un lenguaje narrativo que busca en cada poema la exactitud lingüística de lo que pretende contar sin apenas contarlo, un objetivo conseguido optando por versos precisos y sin titubeos, como quien afila un lápiz para no dejar rastros de suciedad tras la escritura. Silvia Castro Méndez apuesta por la contención poética, renunciando a los atajos o efectismos pirotécnicos a los que nos tiene acostumbrados gran parte de la poesía actual escrita en español. La tensión que provocan sus versos radica muy lejos de un común decir, en la imbricación fundamentalmente -me parece a mí- de dos tradiciones, una de corte oriental y otra extraña a ésta pero que la autora convierte en complementaria, armonizándolas con gran pericia y oficio. Entre poemas breves de tres versos y muchos otros más extensos que nunca sobrepasan la página van sucediéndose una especie de postales de lenguaje que casi siempre tienen el encargo de restaurar la memoria, defenderla del olvido y así reconstruir una identidad hasta entonces diluida entre las dos orillas continentales del Atlántico: “del fondo de la bolsa quizás nazca el poema”. O lo que es lo mismo y traducido con otros versos suyos: “lo perenne es un delta dibujado en mi mano. / Allí habita una niña / con la mujer que soy / y viceversa”. El resultado: Agua.
 
Tanto en la antigua cultura griega como en la oriental o azteca el agua fue uno de los elementos básicos que, combinado con otros, ayudó a explicar primigeniamente de qué está compuesta la materia, la naturaleza, todo cuanto existe. Pero es llamativo que de todos esos elementos combinatorios posibles Silvia Castro Méndez se haya decantado por uno solo de ellos para titular su libro, Agua, sugiriendo así un retorno a nuestros orígenes filosóficos. Lo digo porque supongo que no desconocerá que antes de que se desarrollara y refinara esta teoría clásica fue propio de los presocráticos creer que todo podía estar hecho de un solo elemento. Y es lo que viene a evidenciar, que no a defender. De una forma u otra todos los poemas de este libro parecen estar mojados, o fluyen del agua, y aquellos que no la anhelan como su elemento determinante: “En ruta voy. / Volcada como un trazo hacia las costas”, convencida de que “el poeta escribe en los renglones del agua”. De este libro casi parece desprenderse que no hubiera otro lugar donde sea posible la escritura, su razón de ser, de tal manera que hasta “un grifo me interroga con su ojo sin llanto”. Todo está relacionado con el agua, todo hecho de agua, la poesía misma incluida. Esto quedaría más que contrastado si amontono las múltiples referencias al líquido elemento que iremos encontrando, unas veces más explícitas que otras, en su libro: nieve, sudor, oleajes, mareas, lluvia, sangre, hielo, pus, helada, río, leche, tinta, mar, vino, húmedo, sequías, sed, saliva, gota, llanto, etc… O gárgolas, puentes, pozo, muelle, lagos, embalses, delta, isla, barco, grifos, costas, meandros, peces, charca, musgo, anfibios, etc. En fin, como si un testigo presocrático confesara en pleno siglo XXI haber visto al menos una vez en su vida “una tierra vestida con los flecos del agua” y vertiéndolo en un libro de poemas para, como apuntó Kundera, “descubrir dimensiones de la experiencia que antes habían permanecido desconocidas”. Ella, la poeta, insiste: “Veo mareas paladeando la noche”.
 
Muchos son los detalles que podrían destacarse como virtudes y aciertos en este libro; por ejemplo los títulos, ya que generalmente de tan precisos engloban la totalidad del poema, cumpliendo con una función sumadora de contenido y significado que enmarcan lo que enuncian. Pero el espacio del que dispongo es limitado, así que terminaré retomando -al tiempo que ampliando- lo que indicaba al principio… La atmósfera de Agua, su tonalidad, la cadencia del lenguaje empleado e incluso la mirada que lo desborda parecen señalarnos una escritura-puente entre dos mundos, el del país originario de la autora y el país de acogida. En él encontraremos, si estamos atentos, versos sueltos e incluso poemas enteros que giran en torno a la nostalgia de lo que se vivió en una orilla y quedó para siempre imborrable, así como otros en torno a reflexiones sólo posibles desde este otro lado del océano. Pero todo muy bien conciliado, sin roces ni estridencias.
Es entonces cuando uno se da cuenta de cómo con estos precedentes voluntarios por parte de la poeta pocos libros son los que consiguen aglutinar -cómo decirlo- peculiaridades transnacionales que en la mayoría de casos son capaces, si no se resuelven bien, de distanciarnos y hasta confundirnos, regionalizando incluso la literatura. Sin embargo el libro sortea y supera este peligro, primando una poética bien ensamblada y convirtiendo a Agua en mucho más que un libro de ejercicios o tareas pendientes y personales. Sus reflexiones resultan sin peros válidas para cualquier lector, sobresaliendo del mismo ordenamiento de sus poemas esa infatigable búsqueda de la identidad -femenina, si se quiere añadir-, o mejor, su reconocimiento y aceptación, una identidad cuyo origen radica en la lluvia tropical y que en lugar del escampado la poeta descubre con sorpresa que culmina con más lluvia. Dos mundos en uno, dos lluvias en una, y un mismo idioma para cada lluvia. Y todo, porque el mundo no es más que, pese a las apariencias geográficas, Agua:
“Yo dejé San José con sus pieles de musgo / y aterricé en la otra corteza del océano. // Cómo explicar / entonces / este injerto de anfibios. // Llueve en Madrid. // Qué hacer, / si migración no impuso tal coto a mi equipaje. // Llueve en Madrid. // Discúlpenme, señores, las molestias”.
 
No hay nada que disculpar -añado yo. Bienvenido sea todo poeta filosóficamente presocrático, porque sólo de los atrevidos podrá ser el mundo de la poesía.
 
Antonio Jiménez Paz


 

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