Simpatía por Naipaul

Por Gonzalo Torné.

 

Cada vez que el nombre de Naipaul se desliza en una conversación (con colegas, lectores, periodistas, libreros o editores, da igual) es improbable que pasen dos minutos antes de que alguien aporte una versión gruesa de sus highlights: la de Theroux, la del cáncer de su primera mujer, la de Jane Austen (y el resto de escritoras), la de algún periodista atontado que acudió a entrevistarle sin los deberes hechos, la del masoquismo, la de Rushdie… Incluso hay consumados especialistas que te sorprenden con alguna rareza, como sus dardos contra los talleres de escritura creativa o el ¡catalanismo!

 

 

Ahora que ya es incontrovertible que la vida de un escritor (en su vertiente bullangera) es más jugosa para los comentaristas que el esclarecimiento de su obra, sería un tanto fariseo sorprenderse de que en nuestro país el impacto de las declaraciones de Naipaul (o sobre Naipaul) sea superior al de sus libros. Pero no está de más seguir intentando revertir la situación, y con renovado ánimo ahora que el lector español dispone en las librerías de lo más significativo de su arco narrativo.

 

Uno de los problemas de la recepción de Naipaul podría deberse a las dificultades específicas de Una casa para el señor Biswas y El enigma de la llegada. La primera, considerada como un tour de forcé del estilo indirecto libre, además de un emotivo estudio sobre la fanfarronería, las ilusiones impracticables, y los celos y recelos familiares, inauguró la “narrativa colonial” al incrustar una versión estilizadísima de la picaresca española en el interior de una comunidad india localizadadentro de una isla caribeña;y aunque esla novela más citada de su autor, se trata de un trabajo temprano, terminado a los veintiocho años, que no da la medida de su obra de madurez. La segunda ¿novela? es un libro asombroso que tarda muchas páginas en desprenderse de sus secretos (el de su propósito y el de su sentido),y que le exige al lector recorrer extensas áreas de prosa exuberante[1] y precisa sobre un paisaje inglés impregnado de cambiantes impresiones morales.

 

Recomiendo empezar por el díptico que forman Media vida y Semillas mágicas, una única novela que Naipaul y su agente biseccionaron para rentabilizar el Nobel. Escrita con una prosa cortante y velocísima, Naipaul se despide de la ficción inglesa con un helado retrato de los efectos perturbadores que la mala educación sexual (de raíz religiosa y cultural) provoca en los varones. Una narración que al desplazarse de África a la India, de la Inglaterra de los inmigrantes al Londres de las clases acomodadas ofrece una panorámica de cómo en cualquier área geográfica se reproducen parecidas dificultades para protagonizar una vida que no quede demediada por las presiones exteriores o la debilidad interior.

 

La narrativa de ficción de Naipaul es muy variada: tan capaz de encerrar un continente en un libro (Un recodo en el río) o de escudriñar porque tantos movimientos utópicos del tercer mundo se embarran en la escasez de capital y estímulos intelectuales (Guerrillas),como de señalar los componentes ficticios de la política local en un mundo globalizado (Los simuladores), y escribir una roadmovie sobre un condominio en descomposición (En un estado libre).

 

A estas novelas debemos añadir textos que pertenecen a un género nuevo, camuflados como diarios de viaje, donde según J. M. Coetzee: “el reportaje histórico y el análisis social se entremezclan con la ficción autobiográfica y las memorias de viajes: un estilo variado que puede revelarse como el legado más importante de Naipaul a las letras inglesas”. Martin Amis, en una frase lúcida y enigmática, los ha definido como “psicoanálisis culturales que terminan funcionando como una autorevelación”. Ahora sabemos que Naipaul invirtió muchos años y un par de libros fallidos (La pérdida del Dorado entre ellos) antes de poder dominar esta forma y firmar libros extraordinarios como India o Al límite de la fe, que, a mi entender, ahondan en la falla abierta entre una civilización que ya no necesita de las creencias religiosas para explicarse, y su pervivencia residual, medular o beligerante entre las fibras de los humanos concretos que conforman esas civilizaciones[2].

 

Además de compartir ciertos rasgos estilísticos[3] los libros que Naipaul ha escrito desde 1967 están cohesionados por una misma mirada, cuyo programa parece contenido en este célebre arranque: “El mundo es lo que es: los hombres que no son nada, que se dejan llevar a sí mismos hasta no ser nada, carecen de lugar en el mundo”. Del ojo del narrador parecen haberse desprendido los tegumentos de la compasión y la indulgencia. Al renunciar a los paliativos y a las soluciones de compromiso, a justificar las derrotas personales por efecto del entorno, el país o el origen, Naipaul observa con un ojo crudo las ilusiones, creencias, éxitos y fracasos de los individuos y las culturas durante los dilatados procesos de descolonización que son el reverso actualísimo del proceso globalizador con el que preferimos identificar la principal aventura política de nuestro tiempo.

 

La esforzada indagación de Naipaul en estas difíciles realidades es incompatible con otros órdenes que podemos asociar a la compasión paternalista o al conjunto de correcciones políticas que conforman tantos hábitos de pensamiento. No son pocos los que han denunciado el resultado de este proyecto como un análisis torcido del que responsabilizan al escritor por su cortedad de miras, cuando no a sus dudosas intenciones. No hay que recurrir a tontainas con columna o a despechados exhibicionistas como el pelma de Theraux, pues al paso de la visión que Naipaul propone en sus libros han salido escritores que bien podrían considerarse sus discípulos como el citado Coetzee o Salman Rushdie[4] (quienes han insinuado cierta complacencia con la mirada de Occidente), intelectuales de la valía de Edward W. Said[5] o gigantes literarios como Derek Walcott (antes de que su prolongada polémica se enconase en la descalificación personal, Walcott profirió ataques literarios de fondo y se preguntó qué recepción tendría Un recodo en el río si sustituyésemos, cada vez que apareciese, la palabra “negro” por la palabra “judío”).

 

No son nombres ni argumentos para tomarse a broma[6], y todo lector que se adentre en estas páginas deberá preguntarse cómo matizan o invalidan el proyecto literario. En mi lectura el valor de la obra de Naipaul resiste el ataque por tres motivos cuya estrecha imbricación he descubierto mientras preparaba este ensayo.

 

Debemos de nuevo a Amis el experimento consistente en seleccionar una descripción sobre una calle ruinosa para sorprendernos después con la revelación de que Naipaul nos está hablando de Londres. Lo que parece un reproche (que el autor está inclinado a ver miseria y cochambre incluso en la “metrópolis”[7]) puede revertirse en un elogio: Naipaul necesita indignarse contra la sordidez para ponerse en marcha, de la misma manera que Bellow necesita la polémica contra la frialdad contemporánea o los narradores de Marías quedarse pasmados ante fenómenos cotidianos. El valor de esa indignación, polémica o pasmo, no son gran cosa por sí mismas, pero se justifican al propiciar los libros que las amparan.

 

En segundo lugar, la indignación y el culto al esfuerzo que inmuniza a Naipaul contra la sensiblería no provienen de un ánimo gratuito de escandalizar a sus conciudadanos sino que parece segregado de sus propias circunstancias personales. Nacido en el seno de un imperio que despreciaba las creencias de la colonia de Trinidad (por no hablar de las peculiaridades de la desarraigada etnia hindú “asentada” en la isla),al tiempo que obstaculizaba el acceso a la cultura occidental dominante, no resulta difícil imaginar el esfuerzo (con fases depresivas y humillantes que pueden consultarse en Cartas entre un padre y un hijo) que debió suponerlea Naipaul darle un sentido a este juego de cajas chinas de exotismos, llegar a un acuerdo con el sádico reflujo de atracción y repulsa que le provocaba la cultura inglesa, y encontrar una dirección viable en el mundo.

 

Por último, la crudeza con la que Naipaul detecta las culturas inservibles y degradadas, las creencias anacrónicas incompatibles con la civilización urbana, nunca es altanera, y aunque evita ser compasivo para evitar ser autocompasivo, en la curiosidad y cuidado con el que reporta culturas que se disgregan con sus últimos habitantes dentro, idiomas que se degradan y mueren, creencias que no tienen fieles suficientes para satisfacer sus ritos o países que se borran del mapa[8], se refleja una emotiva piedad (emotiva por contenida)que proviene de la experiencia. En algunos pasajes de sus grandes libros apreciamos que las culturas no sólo fracasan cuando se ven impotentes para proporcionar a sus ciudadanos casas con tejados mejores que la chapa ondulada, agua potable y una fosa séptica, sino que al intentar dar sentido a una existencia (la de la humanidad) que es completamente azarosa y fortuita, nacen ya heridas. Es posible que Naipaul aprendiese de Levi-Strauss el alto precio social que las culturas tienen que pagar antes de que sus contradicciones empiecen a destruirlas, pero es innegable que las inquietantes ondas expansivas de esta idea alcanzan en sus páginas al primer mundo, y ponen en entredicho la victoria de imperioscomo el español y ciudades como Londres.

 

Mientras vivimos tenemos que esforzarnos para comprender, sorteando los engaños de la cultura, en qué punto del mundo partimos, y esforzarnos todavía más para conseguir una vida con sentido. En el improbable caso de que no quedemos partidos por el ambiente o disminuidos por nuestras limitaciones, tampoco la conciencia de nuestros logros perdurará. Somos invitados en la vida, y atravesamos las culturas como sueños, sin pertenecer nunca del todo, sin encajar por completo. El reverso de la narrativa más polémica (y que explica el fondo moral y emotivo desde el que Naipaul ha podido escribir sus páginas más agresivas) lo encontramos en El enigma de la llegada, del que Rushdie ha dicho que “está empapado desde la primera página de una opresiva melancolía”, ese libro moroso, sereno, implacable, tristísimo y emotivo, que empieza explicando con mirada de antropólogo el intento universal de convertir un pedazo de mundo en un hogar,y que termina, como si se resolviese limpiamente una ecuación, con un sobrio funeral. Como siempre sospechamos, al final los hombres no son nada, se dejan llevar por la muerte, abandonan su lugar en el mundo.

 

En cualquier caso, la profundidad y el alcance de estas controversias intelectuales en el corazón de una obra formal y estilísticamente tan insólita, suponen un reto y un estímulo formidable para quien se atreva a internarse en ellas. Siempre es de lamentar que tanta matizadísima riqueza mental y artística pueda perder lectores por las pataletas de un par de entrevistadores cretinos, los timoratosvocacionales o laarrogancia del personaje[9]. ¿Para qué necesita Naipaul lectores que se dejan seducir por la memez envolvente? Quizás para nada, pero en un sistema literario donde tantos autores, con la peregrina excusa de “expandir” la literatura, renuncian a ejercitar sus propios poderes para exhibirse como diletantes en medios como el video, la rapsodia y los espectáculos guturales, y otro buen puñado considera trasgresor escribir sobre personajes borrachines, enseñar los tatuajes o salpicar de palabrotas las frases, la lectura atenta de estos libros podría contribuir a recordar que la expansión más valiosa de la narrativa de ficción es aquella que le permite absorber (para rebatirlo, discutir, mostrarlo mejor o impugnarlo) porciones amplias y nuevas del mundo, y que la única modalidad de subversión adulta es la que proviene del pensamiento.

 


[1] Un buen amigo escritor que tampoco ha podido terminar el libro califica este prosa de “humillante” para colegas y aspirantes.
 
[2] Pese a que Naipaul puede ser acusado de ser un prosista conservador por quienes identifican la “novedad literaria” con la repetición de estrategias formales y tipográficas que tienen más de cien años de vigencia, lo cierto es que cada novela de Naipaul ensaya estrategias narrativas distintas, variando la velocidad de la prosa y la musculatura de la frase. No hay tiempo en un ensayito que ya se está alargando para estudiar, por ejemplo, cómo Naipaul usa la elipsis narrativa para esconder lo mil veces contado, y centrarse en nuevos retos narrativos. El mejor artículo sobre el estilo de Naipaul en castellano sigue siendo “Las tribulaciones de V. S. Naipaul” escrito por Guillermo Cabrera Infante (El cultural, 25/07/2011;http://www.elcultural.es/version_papel/LETRAS/3712/Las_tribulaciones_de_V_S_Naipaul) cuya provocadora frase final: “Naipaul es el único gran escritor inglés que vale la pena leer”, viene antecedida de la no menos controvertida afirmación de que las acusaciones de racismo vertidas contra Naipaul contienen ellas mismas trazas de racismo, pues, a menudo, provienen de comentaristas que no están dispuestos a pasarle a un indio afirmaciones más suaves que las boutades que le reían a Evelyn Waugh (“África empieza en los Pirineos”, sin ir más lejos).
 
[3] El empleo del terno conradiano, el gusto por la palabra inesperada y precisa, la secuencia de frases que profundizan sin prisa en su tema…
 
[4] Es un clásico reconocer que Rushdie, Kureishi o Kirian Desai han hecho avanzar sus narrativas por los surcos abiertos por Naipaul, se ha insistido menos (aunque parezca más obvio) que la visión de Coetzee de África no hubiese podido desarrollarse partiendo de las novelas de Achebe o de Hamidou Kane. Incluso podrían interpretarse libros como Juventud o La edad de hierro como contralecturas más íntimas y abiertas a una sensibilidad “femenina” de En un estado libre o Guerrillas.
 
[5] En Reflexiones sobre el exilio, pueden leerse dos piezas que plantean un descarnado cuerpo a cuerpo (“Amargos despachos desde el tercer mundo” y “Entre los creyentes”). En la primera, Said, sin esconder la admiración que siente por el inglés de Naipaul, lo acusa de estar dominado por el ánimo carroñero de exponer las lacras del tercer mundo y contentar a fuerza de tópicos complacientes a su público “blanco”. Para Said, Naipaul está expiando la factura emocional de haber nacido indio en una remota colonia británica, y le acusa de no haber sabido transformar la ira y la impotencia de su juventud en una energía más beneficiosa. La segunda es un frío despiece donde Said reduce el pensamiento de Naipaul (cuya prosa considera ya perdida para la literatura) a una gruesa caricatura, fruto de una mente incapacitada para el análisis después de años de prolongada reverencia hacia Occidente.
 
[6] Aunque sólo en segunda instancia se pueden considerar ataques estilísticos o formales.
 
[7] Por inteligente que sea Amis nunca deja de ser británico.
 
[8] Ejercicio: leer bajo la crudeza del estilo (que no se permite ninguna flojura ni atajo sentimental) el dolor sordo por la autodestrucción del Pakistan.
 

[9] De la que Ignacio Echevarría ha escrito para situarla en una dinámica cultural más amplia que la simpatía o antipatía personales: http://www.elcultural.es/version_papel/OPINION/29131/Los_escritores_y_su_mito

 

Gonzalo Torné es escritor. Ganador de la última edición del Premio Jaén por su novela Hilos de sangre.

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