Ratón y la postmodernidad

Por Recaredo Veredas.

 

En medio del sopor veraniego, entre los habituales desplomes bursátiles y las ya monótonas revueltas árabes, una noticia me conmovió hasta los cimientos. No es otra que la historia del toro Ratón, animal supuestamente asesino, más famoso que Lady Gagá dentro del –parece- amplio círculo de amantes de las snuff movies taurinas. Sí, aunque parezca extraño, en nuestro país hay miles, incluso millones, de perturbados que disfrutan contemplando cómo toros aterrorizados destripan a jóvenes ebrios. Pero vayamos a los hechos. Es tradición en las fiestas que alegran los tórridos veranos de nuestros pueblos que, tras el baile y la cogorza –aderezada en las últimas décadas con cocaína, speed o pastillas de extraño nombre- se celebre la llegada del amanecer corriendo detrás o delante de una manada de toros bravos. Eso en el mejor de los casos. En el peor los jóvenes se dedican a zaherir a los animalitos, incrementando exponencialmente el riesgo de que el bicho les reviente el hígado.

 

Como ocurre con los galgos, los purasangres o los perros de presa no todos los toros son iguales. Su leyenda es proporcional al número de ingresos en hospitales o tanatorios que causan. Y ninguno ha llevado a más jóvenes al sepulcro o al quirófano que Ratón. Es un auténtico killer, que concede honor y renombre a aquellos que corren a su vera. Tanto es así que los ayuntamientos valencianos pagan miles de euros a su ganadero para que lo preste durante una jornada. Ratón nació hace diez años en una dehesa mediterránea y su odio al ser humano, como no puede ser de otra forma, proviene de un trauma infantil. Desde sus primeros meses dio muestra de su capacidad para destrozar vísceras de corredores borrachos. En 2006, en las fiestas de Sagunto, mató a su primera víctima. No fue la única: han seguido dos más y decenas de heridos. También, como ocurre con todo ser legendario, se le atribuyen crímenes que no cometió.

 

Toro Ratón

 

Aunque parezca extraño, los alcaldes contratantes se consideran personas normales y creen que quienes criticamos que gasten fondos públicos en el alquiler de los servicios de un animal desquiciado somos unos sectarios (palabra cuya utilización se ha disparado durante los últimos años) que no entendemos las tradiciones populares. Por muy amplio que sea el criterio de normalidad que se utilice, quienes están dispuestos a pagar 10.000 € por llevar el toro a sus plazas merecen desprecio y prisión. Es una cuestión de ética primaria, que pelea contra la degradación absoluta de una sociedad que no solo camina hacia el abismo sino, además, lo hace por el camino más cutre. Cierto, España siempre ha sido negra como el hollín. Quienes intentaron cambiarla solo han hallado odio y fracaso. Sin embargo, la mezcla de la cutrez hispánica y la difusión exponencial de internet está conduciendo a nuestra podredumbre hasta una nueva dimensión. Belén Esteban o el toro Ratón evidencian el crecimiento huracanado de una postmodernidad inconsciente, con olor a estiércol, que, amparada en la amargura que causa la crisis, considera pijo o snob cualquier reparo moral o cualquier obstáculo a la diversión más primaria. Además cuenta con el apoyo de unas administraciones tan asustadas ante el volumen del desastre económico y tan necesitadas de carnaza que desvíe la atención que, si pudieran, restaurarían las ejecuciones en las plazas públicas.

 

Podría alegarse el signo de los tiempos, que el desprecio por la ética carece de fronteras y afecta a todos los sectores sociales. Pero no es lo mismo despreciar lo que se conoce que nunca haber conocido. Hace apenas un mes leí una entrevista al célebre (en los minúsculos círculos de la edición independiente) Tao Lin, conocido por haber escrito la efectiva y sobrevalorada Richard Yates. La mezcla de la arrogancia postmoderno/nihilista de Lin, su cuidada imagen y su crudo mercantilismo pueden repugnar pero Lin, al menos, sabe que su discurso desafía a la moral convencional. Es consciente de la existencia de criterios éticos y son sus necesidades creativas y financieras las que le obligan a despreciarlos. Sin embargo, los nuevos postmodernos hispánicos, ejemplificados en los fans del toro Ratón, ni siquiera conocen la existencia de la caduca moral judeocristiana y, mucho menos, de quienes han tratado de subvertirla. Viven abducidos por una brutalidad, apoyada en el cumplimiento inmediato de sus deseos, que les emplaza en la frontera de lo antes conocido como humano. Y eso no es lo peor. Lo peor es que cada día, como los ultracuerpos en aquella mítica película, son más y pronto no quedarán refugios donde esconderse.

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