Me llamaba Pikolo. El testimonio de un compañero de Primo Levy.

Por Alfredo Llopico.
Me llamaba Pikolo. Jean Samuel, Jean-Marc Dreyfus. PLATAFORMA, 2009. 19,95 euros.
Aunque todos somos iguales, no todos reaccionamos igual, en eso somos muy distintos unos de otros. Y aunque para algunos pesimistas parezca que nos dirijamos hacia un medio hecho para la supervivencia de los más inescrupulosos, la realidad es que la resistencia moral ante la injusticia no es menos valiosa que la resistencia física.
Jean Samuel tenía veintidós años cuando fue trasladado a Auschwitz, donde vivió la experiencia humana más absoluta que conoció el siglo XX. En Me llamaba Pikolo, el extraordinario testimonio de este compañero de Primo Levi, publicado en España por Plataforma Editorial, nos muestra cómo aprendió a adaptarse a la vida del campo de exterminio, un lugar donde el sufrimiento, el frio, el hambre y el miedo estaban siempre presentes. Un lugar donde lo importante era saber ser neutro, gris, fundirse en la inmensa masa de los concentracionarios. Porque solo había un objetivo: sobrevivir. Sobrevivir tratando, a veces sin tener verdadera conciencia de ello, de seguir siendo un hombre.
Convertido en número, degradado a cuerpo-objeto en el que los superiores pudieren secarse las manos, obligado a permanecer concentrados en el trabajo como si nada pasara mientras alguien era apaleado hasta morir, o mearse encima a causa del miedo, provocaron que tuviese que endurecerse para tener una oportunidad de salir adelante. No había derecho a llorar, tampoco el derecho a las reacciones humanas. Ni se podía ni se sentía vergüenza por ello. Era, como los demás, transparente, no existía, había llegado al borde de la condición más miserable a la que alguien puede ser arrojado.
Sobrevivieron unos y otros no. Y fue por suerte, por supuesto, porque el criterio moral no tenía ningún papel. Sin embargo, en ese contexto, en lo peor de la aflicción de los campos, conoció extraordinarios momentos de solidaridad con algunas raras y escogidas personas, a partir de gestos tan banales y risibles como compartir el resto de una cuchara de mermelada. Gestos de una gravedad memorable, la marca de una inmensa confianza mutua y sólida; la prueba de que, aun en aquel infierno se podía no pasar al estado de pura animalidad y resistir la tentación de transformarse en bestias. Momentos que demuestran que hubieron personas que preservaron su humanidad, una humanidad aislada entre la masa de los demás, que sucumbieron al mal endémico del campo. Son estas las imágenes que flotan y sobreviven, las que nos dejan la convicción de que jamás el hombre podrá ser rebajado por entero, que siempre habrá algo en él que pueda ser salvado.

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