La que nos espera (6)

Por Javier Lorenzo.

 

Estuve hace tiempo en el País Vasco y acompañe a una persona que llevaba escolta. Nada que objetar. Al contrario. Me sentaba bien la presencia imponente y a la vez discreta de esos bigardos. Yo conminaba a Roger para que colocara la silla de ruedas cerca de los guardaespaldas, intentando robar protagonismo al protagonista, pero no hubo manera. Ellos iban a lo suyo y Roger a por los pinchos, que para él fueron un descubrimiento. Y así, la verdad, de garito en garito, no se podía hacer patria.

 

– ¡Coño, Roger, céntrate!

 

Pero que si quieres grafeno, Josefina. En su inconsciencia –puto guiri-, no advertía la trascendencia del momento. Llevar escolta era el símbolo de los defensores de la libertad –los de verdad- y yo quería apuntarme a ese carro y que me hicieran unas fotos de aúpa para mi “book” y lo que cayera después. Pero, como digo, por culpa de la gula de Roger no hubo forma de que saliera ni medio enfocado. Grandes disgustos le costó, desde luego, que durante un mes el té de Ceilán se lo sustituí por achicoria de Cuéllar.

 

Ahora me arrepiento de tanta rigidez. He vuelto al País Vasco y me he encontrado con el mismo amigo. Ya no lleva escolta. Ya no mira debajo de su coche. Ya no tiene que estar pendiente de lo que se van a encontrar sus hijos en el portal. Ya puede ir solo a comprar el pan. Y así, de repente, la libertad ya no es un símbolo, como aquél al que quise apuntarme en mi sempiterna frivolidad; ahora es una simple y llana realidad, un elemento al que muchos ya no damos importancia –acostumbrados como estamos a él-, pero que para mi amigo es algo insólito y, por primera vez en muchísimos años, también palpable. Y mi amigo está contento, claro, pero también un poco despistado.

 

– Eso te pasa por leer ciertos periódicos –le digo-.

 

No es para menos. Porque observo lo que escriben Antonio Burgos, Federico Jiménez Losantos, Alfonso Ussía o Isabel Sansebastián, entre otros muchos afamados columnistas y opinadores –sobre los que más pronto que tarde cerniré mi vuelo-, y me da la impresión de que lo peor que ha pasado en los últimos años en este país es que ETA anunciara que deja definitivamente de matar. A mí me parece una paradoja. También una canallada, pero sobre todo una paradoja. Siempre pensé que el país se alborozaría el día que llegara esa ansiada noticia. Creí, en mi inocencia, que todo el mundo exhalaría al menos un suspiro de alivio. Pero me equivoqué. No di la debida importancia a un feo detalle de nuestra idiosincrasia: la mala baba.

 

Porque no importa que ya no haya muertos. Más importa aún asegurarse la victoria en las próximas elecciones. Porque no importa tampoco que no vuelvan a estallar coches bomba. Lo fundamental es degollar al rival democrático (el único que les puede arrebatar el poder). Y porque no importa que nuestra sociedad haya vencido a los asesinos. Lo que importa es seguir sembrando cizaña y creando aberrantes sospechas.

 

Que conste que no hablo desde un punto de vista político, lo cual -como decía Franco- es algo en lo que no me meto. Me refiero, una vez más, a la condición humana. Al hecho objetivo de que unos hijos de puta han dejado de matar (perdón por el exabrupto, pero es que está de moda dedicárselo incluso a los catedráticos) y, sin embargo, hay personas a las que esto no les alegra e, incluso, hasta parece que les molesta. Que es como si unos matones dejan de martirizar a tu hijo en la escuela y a ti lo que te preocupa no es tu hijo, sino que los agresores vayan a aprobar matemáticas.

 

Por tanto, para mí, todos estos afamados columnistas y opinadores que he mencionado son, sencillamente, malas personas. Gente ruín, miserable e hipócrita que, por no sé qué razón, o sí, es incapaz de ponerse en el lugar de esas víctimas –como mi amigo- a las que tanto dicen defender.

 

En su última novela, El error azul, el loco del Lorenzo puso lo siguiente en boca de Martín, uno de sus personajes principales: “porque yo podría vivir en un país en el que el gobierno fuera totalmente contrario a mis ideas, pero me sería insoportable vivir junto a personas que fueran totalmente contrarias a los sentimientos”. Y es ahora cuando comienzo a entenderlo de verdad, y también cuando me entran ganas de vomitar.

 

– Aún queda un poco de achicoria de Cuéllar, señor –me susurra sibilinamente Roger-. Si quiere, le preparo unas tacitas.

 

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