Relatos de Pepe Pereza

“La lluvia”, un relato de Pepe Pereza

 

Era por la mañana. Su mujer dormía cuando él salió de la casa acompañado de su hija de diez años. La rutina de los últimos meses. Llevar a su hija al colegio y, horas más tarde, pasar a recogerla. Vivían en una casa prefabricada a las afueras de una pequeña ciudad, rodeados de campo y vegetación. Por allí no pasaban autobuses. Si querían que la niña asistiera a la escuela no tenían más remedio que llevarla ellos mismos. Padre e hija montaron en el coche y se pusieron en marcha. La niña, como es natural, viajaba en el asiento de atrás con el cinturón de seguridad puesto.

 

–        ¿Papá?

–        Dime.

–        ¿Qué es ser puta?

–        ¿Por qué quieres saberlo?

–        Para saberlo.

–        Aun eres muy joven para hablar de esas cosas.

 

De pronto empezó a dolerle la rodilla.

 

–        Va a llover. Me duele la pierna.

–        Pon música – pidió ella.

 

Él conectó la radio. Se escucharon los acordes de un tema de David Bisbal.

 

–        Cambia – ordenó la niña.

 

Cambió de emisora. Sonó Mago de Oz.

 

–        Cambia.

 

Volvió a cambiar. The Cure.

 

–        Deja eso, por favor.

 

No hablaron mucho más. Cuando llegaron al colegio, la niña se apeó del coche y se despidió hasta unas horas después, cuando pasase a recogerla. Luego, él se dirigió a su bar preferido.

Entró en el local arrastrando la pierna dolorida. Jacinto y tres más estaban sentados alrededor de una de las mesas. A pesar de ser temprano ya estaban bebiendo cerveza. Daban la impresión de haber estado de juerga toda la noche y que hubieran empalmado con la mañana actual. Jacinto era un gilipollas y un bocazas de los grandes, así que evitó la mesa y se dirigió directamente a la barra. Jacinto no dejó pasar la ocasión.

 

–        ¿Qué pasa? ya no saludas.

–        Buenos días  –  dijo él sin detenerse.

–        Le decía a mis colegas que este viernes en cuanto cobre me voy a ir al club donde trabaja tu mujer le voy a dar a base de bien – incorporándose de su silla y moviendo las caderas adelante y atrás.

 

Los colegas de Jacinto se rieron a carcajadas. Uno de ellos escupió el último trago entre toses y risas.

–        Le voy a dar hasta que se me caigan las muelas. ¿Qué te parece?- añadió sin dejar de mover las caderas.

 

Él siguió hasta la barra sin hacer caso. Detrás del mostrador estaba el dueño del local. Un tipo amable que se llevaba bien con casi todo el mundo.

 

–        ¿Cómo lo llevas?- se interesó el barman a la vez que accionaba la cafetera para prepararle un cortado.

–        Me duele la pierna, así que si tienes ropa tendida será mejor que la recojas.

–        Ese accidente que tuviste en el trabajo, mirándolo con perspectiva, no fue tan malo. Si analizas el lado positivo verás que te ha dejado una buena paga y un barómetro que ya quisiera el más prestigioso de los meteorólogos.

–        Te equivocas. Ese puto accidente me ha dejado tullido de por vida y al borde del alcoholismo. En cuanto a la paga, te diré que es una mierda. Con ella no pagamos ni los gastos de mi hija. Así que no me vengas con perspectivas ni lados positivos.

–        Hasta que se me caigan las muelas –  insistió Jacinto desde su mesa.

–        No les hagas caso. Son una panda de cretinos –  aconsejó el barman poniéndole el cortado delante.

 

Cogió la taza y bebió un trago. Después sacó el paquete de tabaco y se encendió un cigarro. El barman intuyó que era mejor dejarle a solas con sus pensamientos y se retiró al fondo para limpiarle el polvo a unas botellas. Él se sentó en uno de los taburetes y estiró la pierna entumecida. Fumó el cigarro con rabia, absorbiendo el humo en grandes y repetidas caladas. Las risas de Jacinto y sus colegas sonaban por encima de la música del local. Intentó obviarlas pensando en otras cosas. En un momento dado recordó la breve conversación que había mantenido con su hija. Sonrió. Tenía suerte de tenerlas a ellas. Su mujer era la más hermosa y entrañable de la ciudad. Y su hija tenía todo lo que un padre deseaba: era guapa, inteligente, trabajadora, sacaba sobresalientes en todas las asignaturas y tenía un gusto excelente para la música. ¿Qué más podía pedir? Después de esa reflexión se sintió mejor y todo le pareció más llevadero. Aprovechó el momento de ánimo para pagar el café y dirigirse a la salida. Jacinto habló de nuevo.

 

–        ¡Ey! Ven y siéntate con nosotros.

–        Tengo prisa.

–        Tómate una copa, yo invito.

–        He dejado de beber.

–        Por una copa no pasa nada.

–        Te equivocas, sí pasa.

–        Bueno, pues pídete una tila o una de esas mariconadas que bebes ahora.

 

Los colegas de Jacinto hicieron grandes muecas para aguantarse la risa.

 

–        No, gracias. Ya he tomado un café y no quiero más.

–        ¡Joder! Siéntate con nosotros aunque no bebas nada.

–        ¿Qué coño quieres de mí?

–        Nada, solo que… mis amigos y yo nos preguntábamos cómo haces para llevarlo tan bien. Ya sabes a qué me refiero.

–        No. Habla claro.

–        Lo que quiero saber es… ¿cómo lo haces?… Yo me cortaría las venas antes de que mi mujer fuese una puta.

Los colegas no pudieron aguantarse más y estallaron en carcajadas. Él miró de reojo una de las botellas que estaban sobre la mesa. Por un segundo estuvo tentado de cogerla y estampársela en la bocaza y con los restos rebanarle el pescuezo. ¡Oh, sí! Con gusto lo hubiera hecho. Pero era un lujo que no se podía permitir. Él tenía que mirar por su mujer y su hija. Ellas eran lo primero. Así que no le quedó más remedio que tragarse el orgullo junto con las ansias de beber. Antes de que el imbécil de Jacinto se arrancase con otra de las suyas dio media vuelta y salió del local.  La pierna le dolía más que nunca. Se dirigió cojeando al lugar donde había aparcado. Al pasar junto a la camioneta de Jacinto sacó una llave y fue rayando todo el costado derecho de la carrocería. Después montó en su coche y puso rumbo a casa.

Entró en el dormitorio con cuidado de no despertarla. La observó desde los pies de la cama. Era tan hermosa. Esa mujer le había obsequiado con un amor a prueba de todo. Si no hubiera sido por ella ahora seguiría bebiendo sin control. Con su ayuda había conseguido dejar la bebida. Esa deuda era algo que siempre le tendría en cuenta. Sin duda era una mujer admirable. Tenía suerte de tenerla como compañera. Se acercó y posó sus labios sobre los de ella en un beso apenas perceptible. Luego salió de la habitación con cuidado de no hacer ruido.

En el porche se encendió un cigarro. Por el norte venían nubes negras. Se frotó la rodilla y notó un ligero alivio. Siguió fumando. Un minuto después cayeron las primeras gotas. Segundos más tarde empezó a diluviar. Con la llegada de la lluvia el dolor de la rodilla desapareció.

Cuando cogió el coche para ir a recoger a su hija, seguía lloviendo. Condujo con la ventanilla abierta para disfrutar del olor de la tierra mojada. A la altura del parque la rueda izquierda delantera reventó.

Cuando llegó, su hija le esperaba bajo la lluvia a la entrada del colegio. Estaba empapada y con cara de pocos amigos. La niña montó en la parte trasera del coche y se ajustó el cinturón de seguridad.

 

–        He tenido un pinchazo.

–        Genial.

–        No te enfades, no ha sido mi culpa.

–        Estoy empapada.

–        Yo también estoy empapado. He tenido que cambiar la rueda bajo este chaparrón.

–        Podías buscarte una excusa mejor.

–        No es una excusa.

–        Lo que tú digas papá.

–        Yo no te mentiría.

–        Ya.

–        Nunca te mentiría.

–        Antes lo hacías.

–        Antes bebía. Ahora ya no lo hago.

 

Por un momento permanecieron en silencio rememorando aquellos días turbios donde todo era infelicidad.

 

–        Entonces ¿Si te pregunto una cosa me dirás la verdad?

–        Bueno, sí.

–        ¿Seguro?

–        Seguro.

–        ¿Mamá… es una puta?

–        ¿Quién te ha dicho eso?

–        Los chicos del cole.

–        No les hagas caso.

–        Vale… pero, no has respondido.

–        Cariño, eso son cosas de mayores…

–        Recuerda que me tienes que decir la verdad.

–        Cariño…

–        ¿Es mamá una puta?

–        Sí, lo es.

–        Comprendo.

–        Tu madre lo hace por nosotros. Por el amor que nos tiene. ¿Lo entiendes?

–        Sí.

–        Cuando tuve el accidente y me quedé sin trabajo ella tuvo que hacerse cargo de la situación. Buscó empleo pero no encontró nada. Cuando las deudas… Bueno, tu madre siempre ha sido muy guapa y no hubo más remedio que…

–        ¿Qué es lo que hace una puta?

–        Tener sexo con hombres a cambio de dinero.

–        Me lo imaginaba, pero no estaba segura.

–        Tienes que comprender que…

–        A mí no me importa que mamá sea puta. Yo la sigo queriendo igual.

–        Yo también la quiero. Os quiero mucho a las dos.

–        Y yo a ti, papá.

 

Tenía suerte de tenerlas. Sin ellas estaría perdido.

 

–        Pon música.

 

Él conectó la radio. Se escucharon los acordes de un tema de Marta Sánchez.

 

–        Cambia.

 

Cambio de emisora. La Pantoja.

 

–        ¡Agggggggg! Quita, quita eso.

 

Cambió de emisora. Radiohead.

 

–        Deja eso.

 

La niña se recostó en el asiento y disfrutó de la música. Él siguió conduciendo con la ventanilla abierta, aspirando el olor de la tierra mojada.

 

“El robo”, un relato de Pepe Pereza

 


Todo el mundo se jactaba de haber robado en SIMAGO, de hecho, Simago era conocido comúnmente como SIMANGO. Por aquel entonces no había alarmas electrónicas y solo se contaba con la eficacia de los vigilantes para evitar los hurtos. Todos presumían de lo fácil que era llevarse algo de las estanterías de aquellos grandes almacenes. Yo no, jamás había robado nada en Simago, entre otras cosas porque mi padre trabajaba allí, en la carnicería, y no era cuestión de poner en peligro su puesto de trabajo. Robaba en otros sitios que no fuera allí.

 

 

Era verano y en el colegio nos habían dado vacaciones. Yo tenía trece años y empezaba a aficionarme a los cómics y a la lectura de libros de aventuras. El problema era que tanto unos como otros estaban fuera del alcance de mi economía. La paga que me asignaban mis padres era ridícula  y por mucho que me empeñase en ahorrar nunca lo conseguía. Para hacernos con los números que salían de Spiderman y otros superhéroes, mis amigos y yo acudíamos a la librería Balmes, un sitio pequeño con un solo dependiente. Le pedíamos que nos sacase los cómics de la colección Marvel. El dependiente ponía una pila de unas treinta revistas encima del mostrador y nosotros nos lanzábamos a escudriñar las portadas en busca de esos números que no teníamos. Cuando localizábamos alguno lo apartábamos y nos dirigíamos al dependiente para pedirle que sacase más revistas. En cuanto se volvía hacia las estanterías cogíamos el comic elegido y lo escondíamos entre la cintura del pantalón, ocultando el resto con la camiseta o jersey, chaqueta, abrigo… según la época del año. Éramos tan hábiles que el dependiente nunca nos pilló.

 

 

Un día, Miguel Gurrea llegó con un libro en su poder. En cuanto vi el dibujo de la portada me quedé prendado. Era una imagen nocturna del Capitolio azotado por una gran tormenta de nieve. Por encima de los tonos azules de la ilustración destacaban las letras amarillas del título: “Ventisca”.

 

–        ¿De dónde lo has sacado?

–        Lo he mangaó en “Simango”.

–        ¿Me lo dejarás leer?

–        Si quieres leerlo mángate uno para ti.

 

Esa noche la pasé casi en vela, valorando los pros y los contras del robo. Por un lado estaba el miedo a que me pillasen y como consecuencia mi padre se quedase sin trabajo, lo cual significaba mi muerte. Por otro estaba la emoción del riesgo y la recompensa final de hacerme con el libro gratis. ¿Qué debía hacer?… Me quedé dormido antes de tomar una decisión.

 

 

Por la tarde me acerqué hasta Simago. La carnicería estaba en la planta baja mientras que la librería se hallaba en la primera planta, no había peligro de que mi padre y yo coincidiéramos. Me di cuenta de que me temblaban las piernas. Traté de calmarme. No había hecho nada, tan solo caminaba hacia la sección de librería. Aún no tenía claro si estaba allí para robar el libro o simplemente para echarle un vistazo y leer la sinopsis de la contraportada. Llegué a dicha sección sudando y con la boca seca. No sabría decir si era miedo lo que sentía, el caso es que las piernas seguían temblándome. Me planté frente a las estanterías con largas filas de libros convenientemente expuestos. Eché una rápida mirada a los ejemplares hasta que di con el dibujo de la portada que tanto me había cautivado. Allí estaba el libro con sus letras amarillas: VENTISCA. Me acerqué, al extender el brazo para cogerlo vi que mi mano temblaba sospechosamente. Miré con disimulo alrededor para comprobar si alguien me observaba. Todo el mundo estaba a lo suyo. Cogí el libro y lo estuve ojeando. Mi cabeza era un caos, traté de tomar una decisión al respecto pero no conseguí aclarar mis pensamientos. Mientras tanto seguí sujetando el libro. Fingí que leía la sinopsis, pero por mucho que me concentré en leer las primeras líneas me fue imposible ya que mis nervios estaban a flor de piel y mis pensamientos vacilaban entre esconderme el libro en la entrepierna o dejarlo en la estantería y salir de allí con las manos vacías y la conciencia tranquila. Por un momento conseguí dejar mi mente en blanco y para cuando quise darme cuenta tenía el libro escondido debajo del jersey. Me dirigí a la puerta de salida que en aquellos momentos se me antojó a cientos de kilómetros. Caminé tratando de aparentar normalidad. A cada paso notaba cómo las esquinas del libro se me clavaban en la tripa y en la ingle. Tuve la impresión de que libro sobresalía por debajo de mi ropa delatando sus contornos, no quise comprobarlo para no levantar más sospechas. Pasé por delante de dos cajeras convencido de que me iban a dar el alto. Ni siquiera me miraron. Llegué a la puerta principal y salí a la calle. No me lo podía creer, lo había conseguido. Era tal el exceso de adrenalina que circulaba por mis venas que sentí el impulso de anunciar mi éxito a voz en grito, en lugar de eso eché a correr. Corrí a toda velocidad a pesar de que los cantos del libro seguían clavándoseme con cada zancada. Aun con esas corrí, alentado por la alegría y por la necesidad de soltar lastre. El libro ya era mío. Seguí corriendo.

 

 

La casa de Álvaro, mi mejor amigo, estaba a más de tres kilómetros del centro comercial, no paré de correr hasta llegar a su puerta. En el portal me levanté el jersey y saqué el libro. El sudor de mi abdomen estaba esparcido por toda la portada, lo froté con la manga hasta secarlo. La tapa era de cartón duro plastificado y no quedaron restos de humedad. Me lo acerqué para olerlo y comprobé que el aroma a papel nuevo prevalecía por encima de cualquier otro olor. Antes de llamar al timbre me tomé un par de minutos para regodearme en la visión del libro. Lo apreté con fuerza sobre el pecho, quería  hacerlo mío a base de abrazarlo, sentirlo de mi propiedad. Finalmente llamé al timbre.

 

 

Álvaro y yo subimos a su habitación.

 

–        ¿Dónde lo has comprado?

–        En “Simango”.

–        ¿Lo has robado?

 

Asentí con la cabeza sintiéndome más orgulloso aún.

 

–        ¿Me lo dejaras leer?

 

Quise negarme en rotundo, pero viendo la ilusión que le hacía no pude. Al fin y al cabo era mi mejor amigo.

 

–        Está bien. Pero léetelo deprisa porque yo también quiero hacerlo cuanto antes.

–        Gracias tío. Lo leeré a toda hostia, no te preocupes.

 

De hecho, Álvaro se puso a leerlo de inmediato dejándome a mí a mi aire. Para entretenerme cogí un par de cómics de Los Cuatro Fantásticos y ojeé las viñetas por encima, sin detenerme en leer los bocadillos. De vez en cuando miraba a mi amigo de soslayo y al verlo enfrascado en la lectura sentía envidia. Varias veces estuve a punto de retractarme y pedirle que me devolviera el libro. Después de un par de horas le dije que me iba a casa a cenar. Álvaro apenas levantó la cabeza del libro y tan solo me dedicó un pequeño gesto con la mano a modo de despedida. De camino maldije para mis adentros. Había pasado por una gran angustia para hacerme con el dichoso librito y todo para nada. Calculé que a buen ritmo, mi amigo, tardaría una semana en leérselo. No estaba dispuesto a esperar tanto.

 

 

Esa noche también me costó conciliar el sueño. No podía comprender mi grado de estupidez. Había puesto en peligro el trabajo de mi padre por conseguir un libro que de buenas a primeras cedía a un amigo. No cabía duda, yo era un gilipollas de primera, y para confirmar que realmente lo era, decidí que al día siguiente robaría otro libro, es decir, el mismo libro.

 

 

Por la mañana me levanté temprano y después de desayunar me fui a buscar a Miguel Gurrea. Quería que él estuviera a mi lado vigilando mientras yo birlaba el libro. No me costó convencerle, Miguel Gurrea siempre estaba dispuesto para ese tipo de cosas. Quedamos en vernos a eso de las cinco de la tarde.

 

 

A la hora convenida me reuní con él y juntos encaminamos nuestros pasos hacia los grandes almacenes. En cuanto cruzamos el umbral de la puerta principal yo sentí la misma angustia del día anterior, Miguel Gurrea, por el contrario, parecía seguro de sí mismo. Intenté estar a su altura y actuar con tranquilidad. Claro que era más fácil pensarlo que hacerlo. Al pasar por delante de las cajeras, Miguel G. se detuvo para coger una cesta. El cabrón se comportaba como si fuera a comprar una lista de productos que le había encargado su madre. De camino a la sección de librería Miguel Gurrea se paró delante de algunos artículos. Antes de llegar donde estaban expuestos los libros ya se había guardado en los bolsillos unas pilas alcalinas, una linterna de bolsillo y un tubo de dentífrico con sabor a lima. Con cada artículo robado yo no sabía cómo reaccionar. Me dio la impresión que por culpa de mi inexperiencia le iban a coger. Por fin llegamos donde estaba expuesto el libro. Ahora me tocaba actuar a mí. Estaba tan nervioso que al cogerlo de la estantería se me resbaló de la mano y cayó al suelo. Algunos clientes se volvieron a causa del ruido que hizo al golpear contra las baldosas. Me quedé petrificado. Miguel G. se agachó, recogió el libro y me lo dio como si fuera la cosa más natural del mundo. A mí me hubiera gustado salir corriendo. Sujeté el libro cómo si éste fuera a explotar. Mi amigo me miró inquisitivamente para hacerme comprender que debía calmarme. Le hice un gesto con la cabeza dándole a entender que todo estaba controlado, mentira. Abrí el libro a boleo y fingí leer un párrafo. Él se desplazó hasta el otro extremo de la estantería, cogió un ejemplar cualquiera y se puso a ojearlo. Tres segundos más tarde pude ver por el rabillo del ojo cómo lo ocultaba debajo de su cazadora. Casi me da un ataque. Se supone que su misión era vigilar, en lugar de eso, el muy cabrito se estaba dedicando a vaciar la tienda. Le vi coger un libro más. Esta vez lo ocultó entre la parte trasera del pantalón y su espalda. Después de eso se volvió y al ver que yo todavía sujetaba el libro en mis manos, hizo un gesto despectivo y se dirigió a la salida. Le vi alejarse sin que nadie le diera el alto. Miré alrededor para hacerme una idea de la situación. Al contrario de lo que yo pensaba nadie estaba pendiente en mí. Me levanté el jersey y oculté el libro en la entrepierna. Justo cuando me estaba marchando apareció uno de seguridad.

 

–        ¿Qué llevas ahí?

–        Nada.

–        ¿Puedes levantarte el jersey para que pueda ver que no llevas nada?

 

Me llevaron a las oficinas del gerente y me dejaron allí en su presencia. El gerente era un tipo alto y corpulento que con su mera presencia imponía. Mi gran preocupación era que por mi culpa despidieran a mi padre. Yo sabía que si eso ocurría mi familia lo iba a pasar muy mal. El único sueldo que entraba en casa era el de mi padre, y aunque a mi madre solían hacerle encargos de costura con lo que sacaba no era suficiente para llegar a fin de mes.

 

–        Con que robando libros.

 

Bajé la mirada al suelo, avergonzado. El gerente me miró de arriba abajo. Luego cogió el libro (el tipo de seguridad lo había dejado sobre la mesa) y lo ojeó detenidamente. Al rato lo dejó a un lado y se centró en mí.

 

–        Tu cara me suena. ¿Te conozco de algo?

–        ¡Por favor, no despidan a mi padre!

–        ¿Quién es tu padre?

–        Pepe… el carnicero.

–        Así que Pepe es tu padre. Ya decía yo que te conocía de algo… ¿Y cómo eres capaz de robarnos cuando tu padre trabaja para la empresa?

 

No supe qué contestar así que me encogí de hombros y no dije nada.

 

–        ¿Te parece bonito lo que has hecho?

–        Le prometo que ha sido la primera vez. No lo pienso hacer más.

–        No te jode. Solo faltaba que lo volvieras hacer.

–        Nunca más, se lo juro. Pero por favor no despida a mi padre.

–        Eso ya lo veremos.

–        Por favor…

–        Basta ya. Si no hubieras robado ahora no tendríamos que estar pasando por esto.

 

Se me hizo un nudo en la garganta y estuve a punto de echarme a llorar.

 

–        De primeras tendrás que pagar el libro.

–        No… no tengo… dinero.

–        O sea que no tienes dinero. Por eso lo has robado.

–        Sí.

–        Yo no tengo dinero para comprarme todo lo que quiero y no me dedico a robar a la gente.

–        …

–        A dónde iríamos a parar si todo el mundo hiciera lo mismo que tú.

–        …

–        ¿Tenéis teléfono en casa?

–        No

–        ¿Estás seguro?

–        Sí señor.

–        ¿No querrás que se lo pregunte a tu padre?

–        No señor.

–        Está bien, te creo. Lo que vas a hacer es ir a casa y contarle a tu madre lo que has hecho. Luego os venís para acá y pagáis el libro. ¿Me has entendido?

–        Sí señor.

–        Pues, marchando.

 

Hice mención de irme.

 

–        Antes coge el libro y devuélvelo a su estantería.

 

Cogí el libro y salí del despacho. Crucé las oficinas sin mirar a los empleados y bajé por unas escaleras hasta la zona pública de los almacenes. Yo creía que todos los presentes sabían lo del robo lo cual me hacía sentir más vergüenza de la que ya sentía. Estaba tan azorado y compungido que hubiera preferido morirme mil veces antes que llevar el libro hasta su sección.

 

 

Mi casa estaba cerca de las vías. Antes de entrar en el portal sopesé seriamente arrojarme desde el puente cuando pasase algún tren. Era la salida más sencilla. Finalmente me armé de valor y entré en el portal.

 

 

Como es de suponer mi madre se llevó un gran disgusto cuando le conté lo ocurrido. Me echó una bronca de esas que marcan. Entre rabia y lágrimas me dijo cosas duras y dolorosas. Nada que no me mereciese.

 

 

Salimos de casa en dirección a Simago. Tener que regresar al centro comercial, y además, acompañado de mi madre, era algo que no quería hacer ni por todo el oro del mundo. Sin embargo lo hice y gratis.

 

 

Llegamos y subimos por las escaleras que llevaban al despacho del gerente. Entramos en las oficinas. Yo miré al suelo para no cruzar la mirada con los que trabajaban allí.

 

–         ¿Dónde es? – preguntó mi madre refiriéndose al despacho del gerente.

 

Señalé con el índice. Mi madre llamó a la puerta indicada y una voz procedente del interior dijo: Adelante. Entramos. El gerente se levantó del sillón que estaba detrás de su mesa para recibirnos.

 

–        Si no me equivoco, usted debe ser la esposa de Pepe, el carnicero.

–        No se equivoca.

–        Encantado. Aunque ya siento que nos conozcamos en estas circunstancias.

–        Sí, es una lástima.

–        Siéntese por favor… En cuanto a ti prefiero que esperes fuera mientras tu madre y yo hablamos.

 

Salí del despacho y cerré la puerta. Noté la mirada de los oficinitas y clavé la mía en el suelo. La vergüenza que sentía era de tal magnitud que me arrepentí de no haberme arrojado a las vías del tren. Ahí, en la oficina, todo el mundo era consciente de que yo había intentado robar a la empresa y seguro que también sabían que era el hijo de Pepe el carnicero. ¿Por qué no me tiré a las ruedas del tren? Seguí mirando al suelo, deseando que éste se abriese, me tragara y ser digerido a las profundidades del infierno. Seguro que aquello no es peor que esto, pensé. Con agrado le hubiera dado mi alma al diablo si a cambio me hubiese sacado de aquella oficina. Apenas podía moverme, tenía el cuerpo agarrotado de la tensión y la vergüenza. Deseaba esfumarme, convertirme en polvo y volar lejos de allí. A mi alrededor sólo había vergüenza, dentro de mi cabeza únicamente encontré vergüenza, mi cuerpo estaba paralizado por la vergüenza. No vi pasado ni futuro y el presente era un tupido y pesado manto de vergüenza que me cubría y aprisionaba. ¿Por qué cuando tuve ocasión no me arrojé a las ruedas del tren? ¿Por qué?…  Cuando todo va de culo es sabido que las cosas pueden ir a peor. Escuché una voz familiar, era la voz de mi padre. Alguien lo había avisado por megafonía para que se acercase a las oficinas. Mi primer pensamiento fue el de saltar por una de las ventanas, atravesar el cristal, caer al vacío y romperme el cuello contra el asfalto. Antes de que pudiera dar el primer paso, mi padre se dirigió a mí extrañado de verme allí.

 

 

–        ¿Qué haces aquí?

–        Mamá está dentro. – respondí señalando la puerta del despacho del gerente.

–        ¿Y a qué habéis venido?

 

Bajé la cabeza y me quedé mirando la punta de mis botas. Gracias a mi silencio mi padre intuyó que algo malo había pasado. Levantó el tono de su voz y me preguntó de nuevo:

 

–        ¿Me escuchas?… ¿A qué habéis venido tu madre y tú?

 

¿Por qué no me arrojé a las ruedas del puto tren? Si lo hubiera hecho ahora no tendría que estar pasando por esto. De haberlo hecho ahora sería carne picada. La carne picada no siente miedo ni vergüenza. ¿Por qué no me tiré al puto tren? ¿Por qué?

 

–        Me quieres contestar… ¿Qué coño ha pasado?

 

La puerta del despacho se abrió y el gerente le dijo a mi padre que pasase dentro, que él se lo explicaría todo. De reojo vi a mi madre llorando. ¿Por qué cojones no me tiré a la puta vía? Ahora sería carne picada, sin sentimientos. Mi padre entró en la oficina y la puerta se cerró frente a mis narices. La vergüenza dio paso al miedo y el miedo al terror. Empecé a temblar. Cada milímetro de mi cuerpo tiritaba. Miré a las ventanas y mentalmente elegí la que estaba más cerca. Intenté dar un paso hacia ella pero era como si tuviera pegados los pies a las baldosas del suelo. No podía moverme, solo temblar. Hice un nuevo intento, nada. Estaba paralizado por el miedo. Me dije a mí mismo que no podía desaprovechar la oportunidad de arrojarme por la ventana, ya perdí la oportunidad de tirarme al tren y llevaba arrepintiéndome desde entonces. Hice un nuevo esfuerzo por despegar los pies del suelo y a punto estuvo de soltárseme la vejiga. Me quedé quieto. Solo faltaba que me mease encima para que el único resquicio de dignidad que me quedaba se fuera por la punta de la polla. Fue entonces cuando oí la voz de mi padre que salía a través de la puerta y paredes del despacho del gerente. La oí yo y todos los presentes.

 

–        Le mato. A ese desgraciado lo mato.

 

Un escalofrío me recorrió la médula espinal. Si quería saltar por la ventana ese era el momento de hacerlo. Una de dos: o me mataba yo o lo hacía mi padre. Debía decidir. Me di cuenta de que no quería morir de ninguna de las maneras. Yo lo único que quería era salir de aquella oficina y esconderme en algún oscuro rincón. Ser consciente de que ya no iba a saltar por la ventana me quitaba la única opción que me quedaba. Desde ese momento supe que estaba en manos del destino y que debía acatar las consecuencias de mi acto. Maldije el libro para mis adentros. Maldije la hora que se me ocurrió robarlo, maldije a Miguel Gurrea, a Álvaro, maldije el puto día que estaba viviendo, la puta oficina, al guardia de seguridad que me pilló, al gerente. Finalmente, me maldije a mí mismo.

 

–        Te digo que lo mato.

–        Pepe, por favor… – trató de calmarle mi madre.

–        Ni por favor ni hostias. Ese sinvergüenza se va a enterar.

–        Pepe. Le ruego que se calme.

Recé para que el gerente no hubiera despedido a mi padre. Estuve a punto de clavarme de rodillas para pedirle a Dios, cualquier Dios, que no despidieran a mi padre. Al rato la puerta del despacho se abrió y salieron mis padres acompañados del gerente. Mi padre me miró furioso.

 

–        Cuando llegue a casa te vas a enterar.

–        Pepe, por favor. Ya hablaremos todos después – se interpuso mi madre.

–        No sean demasiado duros con el chaval. Todos hemos sido jóvenes y hemos cometido errores – dijo el gerente tratando quitar importancia al asunto.

 

Mis padres y yo bajamos las escaleras y entramos en la parte pública del centro comercial.  Mi padre murmuraba insultos que iban dirigidos a mí, mientras que mi madre hacía de muro entre él y yo, atenta por lo que pudiera pasar. Mi padre se dirigió a la planta baja para seguir trabajando en la carnicería, por lo que pude deducir que no estaba despedido. Sentí un gran alivio. Mi madre y yo avanzamos hasta la librería.

 

–        ¿Cuál es?

–        Ése de ahí.

 

Mi madre cogió el libro y después fuimos a la caja para pagarlo.

 

 

Cuando llegamos a casa mi madre no pudo aguantar más y rompió a llorar. Me insultó, me amenazó con castigos para todo el verano, hizo mención de darme un guantazo, al final me mandó a mi cuarto y ordenó que me metiese en la cama. Obedecí. Desde la cama vi el reloj. Eran las siete de la tarde, quedaba una hora para que mi padre saliera del trabajo, hora y veinte minutos para que llegase a casa. Empecé a temblar.

 

® pepe pereza

One thought on “Relatos de Pepe Pereza

  • el 26 agosto, 2013 a las 4:52 pm
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    Otro imitador de Bukowski. Otro de tantos, qué poca imaginación… Qué falta de clase. Es que no entendéis que Bukowski se pegó 40 años trabajando, viajando y viviendo antes de escribir una puta línea? Salid por ahí, divertios, vivid, por amor de Dios vivid, viviiid cabrones!!!

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