La languidez del desencuentro amoroso

Por José A. Cartán.
 

La repercusión que tiene Jiro Taniguchi en el panorama actual del manga es determinante y asombrosa. Se podría catalogar al japonés como el nuevo “dios del manga”, obviando que este galardón se utiliza solamente para denominar a Osamu Tezuka. Desde hace varios años, el nombre de Taniguchi copa un gran porcentaje de los cómics que se editan en nuestro país, gracias al protagonismo que le han dado editoriales como Planeta y, sobre todo, Ponent Mon, la cual ha editado un sinnúmero de mangas del artista; Barrio lejano, El olmo del Cáucaso, La Cumbre de los Dioses o, el que hoy nos ocupa, Los años dulces.

 

Basado en la novela El cielo es azul, la tierra es blanca de Hiromi Kawakami, con la cual ha trabajado para dar a la luz la versión comiquera, es la primera incursión de Taniguchi en los terrenos amorosos. La historia se centra en la relación entre un exmaestro de escuela, entrado ya en la vejez, y una antigua alumna, mujer ya en la edad adulta. Resulta extraño comprobar cómo el autor japonés se ha adentrado en las profundidades más turbias de los sentimientos, tras haber focalizado su carrera en un poderoso panteísmo y en unas relaciones paterno-amistosas como eje fundamental de la convivencia humana. Lo que no se puede negar es que el mangaka ha querido seguir evolucionando como autor, buscando otros filtros en los que enfocar su mirada repleta de transparencia e hiperrealismo.

 

El dibujo de Taniguchi continúa tan claro como siempre. Con una minuciosidad y un realismo embriagador, alejado de artificios. El grafismo es tan extremo y contemplativo que el lector no puede dejar de emborracharse con esas panorámicas de la ciudad o la precisión con la que muestra, como si fuera un libro de cocina, cada uno de los recovecos culinarios de su país. Los protagonistas, en un fuerte juego de contrastes, tan sólo aparentan, apenas se descubren. Los sentimientos amorosos necesitan estar ocultos tras el extatismo facial, tras una gestualidad que el japonés sugiere más que subraya. Tal vez por esta razón, el lector tiene la sensación no de ser testigo de un amorío, sino de presenciar únicamente la compañía y el mero respeto que los personajes se tienen de manera recíproca. Es difícil encontrar en ellos rasgos que hagan vislumbrar ese nacimiento amoroso, ya que Taniguchi divaga entre la exacerbada importancia que otorga a la gastronomía, la exageración costumbrista en el relato o la aparición, en las postrimerías de la historia, de una digresión mitológica que escupe al lector de la trama de manera imprevista. La ficción resulta, cuanto menos, increíble. No en un sentido asombroso, sino en una acepción de inverosimilitud y extravagancia.

 

Taniguchi juega con la autorreferencia de Barrio lejano en varios pasajes; acentuando el componente mortuorio, cuando ambos personajes marchan hasta un cementerio, o la postrera aparición de una mariposa que aporta una atmósfera de ensueño a varios capítulos del manga, aportando la visión del insecto un fuerte cariz mágico, pero fuera del tono reflexivo y sosegado que mantiene, y debería mantener hasta el final, la narración. El pasado reaparece de nuevo, tal y como lo haría en su obra más famosa, como única ventana a la que asomarse al mundo real, a la comprensión del mismo. También se atreve a mostrar su cara más naturalista en algunas partes del cómic, en las que deja que el erotismo se adueñe de la trama, rememorando sutiles ecos literarios de Kawabata y sus bellas durmientes.

 

Se agradece al japonés su valentía en cuanto a la búsqueda de una nueva perspectiva temática, al hecho de querer seguir creciendo como historietista. Sin embargo, un gran número de lectores le aconsejarían que echara la vista atrás y se fijara en que sus mejores historias surgen de las relaciones paterno-filiales. Historias que provienen del pasado. Mundo ya extinto, pero mundo al fin y al cabo.

 

Los años dulces, editado en dos tomos por Ponent Mon.

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