Gonga se fue a otro bar

 

Por Carlos Salem.

 

Odio los panegíricos y la costumbre de santificar la memoria de la gente cuando muere, en lugar de conocerla en vida. Gonzalo Torrente Malvido, Gonga para unos pocos, quedará a salvo de eso, supongo, porque hizo de si mismo su mejor personaje. Amaba la literatura como un amante y no como un marido, y nunca dejó de quererla de cerca y lejos.

 

Anduvo por todos los mares y todos los bares que encontró, y siempre lo recordaré un domingo a medianoche, en el Bukowski club, bailando apretado un tango de Gardel con una preciosa muchacha morena que -la dije, para provocarlo- podría haber sido su nieta.

 

«Pero no lo es», me contestó.

 

Como la fama lo esquivó (o cuando vino a buscarlo él andaba en otra cosa), su muerte y su vida no serán objeto de casquería. Y mira que habría anécdotas que contar sobre Gonga y sus andanzas. Pero no hace falta. Ninguna falta.

 

Por Igor Heras.

Y digan lo que digan, será inevitable verlo derivar por las noches de Lavapiés o Malasaña, con su gorra de capitán sin barco y su excelente mal carácter, tejiendo una historia inacabable con sus propios días.

 

Quien quiera saber más de su obra, que busque en wikipedia y otros archivos. El último libro, Puro cuento, es una joyita en la que volcó lo que pensaba y sabía sobre el asunto. Y sabía mucho.

 

Tuvo acceso a todos los cenáculos literarios y de todos de alejó o hizo que lo alejaran. La gustaba comer bien cuando había con qué, pero si no había mucho, preparaba un caldo gallego de antología y lo hacíamos bajar con vino blanco de tetrabrick, que al fin y al cabo es vino o algo parecido.

 

Compartió conmigo lo nervios de mi primera publicación y me dijo que Camino de ida sería mi ganzúa para entrar a la literatura por la puerta del costado, «que es la que a ti te gusta, y además, en la otra, la grande, siempre hay cabrones vigilando para que no se cuele gente como nosotros«. Pensaba, como yo, que el que se sienta a escribir un cuento sin haberse bebido antes a Conrad, London, Stevenson, Cortázar y Borges, pierde el tiempo y se lo hace perder a sus lectores. Decía que escribir bien no era un don sino una obligación, y cuando leía algo bueno de verdad, se entusiasmaba como un crío travieso que ve el primer arco iris o la primera teta de su vida.

 

Se fue. Me enseñó lo que no está en los libros, me dijo que tenía que seguir escribiendo para que no crecieran mis demonios, que yo escribía porque no me aguantaba a mi mismo, y que ese era un buen combustible.

 

Hace unos años, cuando en el Bukowski club Inés y yo empezábamos a jugar en serio a que la literatura se bebiera unas copas y que quitara el refajo, Gonga era el crítico más feroz y el más feliz cuando descubría un talento entre el humo del local. Por ese tiempo, Igor Heras le hizo de memoria esta exacta caricatura y yo el poema inexacto que la acompaña.

 

Él andaba en la calle, donde la vida se levanta la falda en los portales o vomita una pena de más; y en los bares por los que dejaba caer su socarrona forma de verlo todo con los ojos entrecerrados, como si no acabara de creerse el mundo o se lo creyera demasiado. O cantando una bossa nova  ante un micrófono afónico y  peleón, tras leer su poema dedicado a una rubia tonta americana o a la eterna nostalgia de la mar, esa otra mujer que nunca te suelta del todo.

 

Foto de José Naverías.

 

Siempre fue un seductor, y citando a otro canalla de los que no deben faltarnos nunca, un tal Sabina, no puedo escribir un versos mejores que los que él parió con Fito Páez para la canción-epitafio de otro personaje singular:

 

Parece que fue ayer cuando se fue

al barrio que hay detrás de las estrellas,

la muerte, que es celosa y es mujer,

se encaprichó con él

y lo llevó a dormir siempre con ella.

 

Aunque, bien pensado, ni él ni yo creemos en eternidades, que no cunda el pánico en el cielo ni hace falta esconder a las angelitas de minifalda que por allí pulularían, si el cielo existiera.

 

Pero esté donde esté, estará en otro bar, pegado a la barra, sorbiendo un chupito de whisky y leyendo a la gente sin prisas, como esa novela que soñaba escribir, «para darle en los murros a muchos gilipollas», y que nunca terminó, porque estaba demasiado ocupado viviendo.

 

Salud, Gonga. La borrachera de esta noche, va por ti.

 

Y la de mañana, también.

 

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