Entrevista a Beatriz Olivenza

Por: Carlos F. Romero

 

Es licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense y en Arte Dramático por la RESAD. Durante años ha dividido su tiempo entre la enseñanza de Lengua y Literatura en diferentes institutos de Madrid, Baleares y Toledo y la participación como actriz en varios grupos de teatro.

Su dedicación a la literatura es muy temprana y se centra en la narrativa, campo en el que ha obtenido numerosos premios, como los de los concursos de cuentos “Gabriel Miró”, “Gran Café” y “Ana María Matute” de Narrativa de Mujeres, así como los premios de novela “José Luis Castillo-Puche”, “Casino-Ayuntamiento de Lorca”, “Rincón de la Victoria” y “Provincia de Guadalajara”. Ha publicado las novelas Lo que esconde el cuadro, Oriana y las fieras y Alguien aguarda en el sueño, además del libro de relatos Los muertos, los vivos, finalista del VIII Premio Setenil.

En la actualidad, imparte clases en un instituto de la provincia de Toledo.

 

 

 

¿Cómo surgió la idea de escribir Los muertos, los vivos?

 

En realidad no surgió la idea de escribir el libro como tal, sino la necesidad de recopilar una serie de relatos que había ido escribiendo a lo largo de los años y que tenían en común el tema de la comunicación entre los vivos y los muertos. Son cuentos compuestos en épocas distintas (la versión original del más antiguo, Ángulo muerto, tiene más de dos décadas; el más reciente, El hombre de piedra, estaba recién “salido del horno” cuando lo incluí). Esto demuestra que se trata de un tema recurrente, que me ha obsesionado siempre en el terreno personal y, en consecuencia, en el literario, pero yo no era consciente de en qué medida aparecía una y otra vez en mis escritos hasta que las reacciones de ciertos lectores de mi entorno me lo hicieron ver. Llegado ese punto, tuve la molesta impresión de estarme repitiendo, pero a la vez supe que había encontrado un hilo conductor claro para un libro de relatos. Los recopilé, surgió Los muertos, los vivos e hice el propósito de no volver a escribir una historia en la que apareciera un fantasma. Y, por el momento, lo estoy cumpliendo.

 

¿Cómo es tu relación con la muerte?

 

Me aterroriza la idea de la pérdida. Que los humanos seamos capaces de amar con tanta intensidad a seres a los que irremisiblemente vamos a perder me parece la peor de las bromas pesadas. Tal vez por ello tiendo a desdramatizar, a eliminar el elemento irreversible, a buscar el lado entrañable o mágico. Me encantaría que el mundo de acá y el de allá se comunicaran con fluidez, como en mis historias.

 

¿Crees que es una condición sine qua non que el libro de relatos tenga unidad? 

 

Es un asunto al que le he dado más de una vuelta, y no siempre he llegado a la misma conclusión. Creo que la clave de mi falta de acuerdo conmigo misma está en que no tengo igual criterio como escritora y como lectora. Cuando me dispongo a leer un libro de relatos, el hecho de que estos guarden una unidad me resulta por completo indiferente. Lo que busco es que el autor me cuente muchas historias, que me sorprenda, me emocione, me divierta, me implique en lo que sucede. Pido ver perspectivas distintas, personajes variados, y un libro de relatos ofrece en ese sentido más posibilidades que una novela. Es más: un exceso de unidad me desconcierta un poco. Por poner un ejemplo muy conocido, me sorprendió mucho saber que Los girasoles ciegos de Alberto Méndez había recibido el Premio Setenil, que se otorga a libros de relatos. Cuando yo lo leí, tuve la completa sensación de estar ante una novela.

 

Pero cuando ejerzo de escritora, la cosa cambia. Nunca he escrito un libro de relatos de una sentada, sino que las historias van surgiendo a medida que se me ocurren, y una vez que tengo un cierto número de ellas, busco ubicarlas en un volumen. Y, por alguna razón que no me explico, a un libro de relatos del que yo sea autora le pido necesariamente que tenga unidad. Con esto no me refiero a que todas las historias toquen el mismo tema: puede tratarse de la ambientación en un lugar o época, de la edad de los protagonistas, de la presencia de personajes comunes, o incluso de la recurrencia de algún recurso como el flash back. Pero no siempre encuentro la forma. Con Los muertos, los vivos fue muy fácil: era evidente que había reunido un buen número de relatos (incluso hubo que elegir y dejar fuera algunos por cuestiones de espacio) en torno al mismo tema. En cambio, puedo decir que ahora tengo un puñado de historias que me gustan bastante y con las que me gustaría formar un libro, pero de momento no he encontrado la manera. Soy incapaz de ponerlas simplemente en un orden razonable y darles un título. A veces pienso que me encantaría tener como cuentista la misma alegre despreocupación que tengo como lectora de cuentos. 

 

El libro está estructurado en tres partes correspondientes a las etapas de una vida, pero en orden inverso: Vejez, madurez, infancia. ¿A qué se debe esa estructura?

 

Me pensé mucho la forma de ordenar las historias, que para mí es algo fundamental en un libro de relatos, pero nunca llegaba a una solución que me terminara de gustar. Entonces me di cuenta de que un criterio podía ser la edad de los protagonistas, y surgió la idea de dividir el libro en partes que se correspondieran con ciertas etapas de la vida (la verdad es que falta la juventud, pero curiosamente solo tenía un relato protagonizado por una persona joven). Luego vino la manera de encajar esas tres partes, y desde el comienzo tuve claro que quería alejarme de lo esperable, invirtiendo el orden cronológico. Además, como la infancia es la época a priori menos relacionada con el final de la vida, me pareció que el libro crecía en intensidad si situaba en la última parte lo más chocante, la alianza entre niños y muerte. Eso me permitía también comenzar de una forma más remansada, con el ritmo lento de esos ancianitos que llevan años viendo a su alumno muerto al fondo del aula o preparando amorosamente cenas de Navidad para sus difuntos. Me pareció que así el libro funcionaba como un coche que arranca y va adquiriendo velocidad poco a poco. Y finalmente, resultó que el último relato, Hay alguien en la habitación del niño, giraba en torno a un niño muerto, pero la protagonista y narradora era una anciana, lo cual, de alguna manera, era como un broche que enlazaba la parte final con la primera. Esto, que sucedió de forma casual, me dio la sensación de que había conseguido, definitivamente, cerrar la estructura del libro.

 

Has ganado varios concursos literarios, ¿crees que los premios literarios son una plataforma para darse a conocer?

 

Por supuesto. Al menos, suponen la posibilidad de subir un escalón previo e imprescindible: la publicación de la obra. Acceder por otros medios al mundo editorial es una tarea complicada; supongo que todos los escritores soñamos con enviar nuestro manuscrito al comité de lectura de una editorial y que caiga en el despacho adecuado, en las manos adecuadas, pero eso es muy difícil. Los concursos literarios que ofrecen como premio o parte de su premio la publicación de la obra ganadora están brindando al autor poco conocido una oportunidad de oro. Luego viene la cruda realidad, que son las dificultades de distribución, la escasa publicidad, las pocas oportunidades de vender en un mercado abarrotado… pero, al menos, el libro existe físicamente, y a veces sirve para abrir puertas insospechadas. La primera vez que se dirige a ti alguien a quien no conoces y que ha leído una obra tuya es algo que no se olvida jamás.

 

Profesionalmente, eres profesora en un instituto, ¿Qué porcentaje de importancia tiene el papel docente a la hora de formar un futuro lector? ¿Crees que habría que cambiar algo del sistema educativo para que el niño/el adolescente se acercara sin miedo a los libros?

 

Esta pregunta se adentra en un terreno misterioso: el de la formación de un temperamento aficionado a la lectura. No podría afirmar con total certeza dónde está la raíz del asunto, en qué medida juegan un papel la personalidad, la familia, el sistema educativo. Lo único que puedo hacer, gracias a mi experiencia de años, es una serie de consideraciones con respecto a las cuales tengo cierta seguridad. La primera es que el sistema educativo actual favorece mucho más el acercamiento a los libros por parte de niños y adolescentes que otros sistemas anteriores. Cuando yo era niña, en el colegio no se preocuparon tanto como lo hacen los maestros actuales por buscar lecturas atractivas para mi edad, ni por fomentar mi creatividad ni mejorar mi comprensión. Y, cuando no había llegado aún a la adolescencia, hicieron caer sobre mí una serie de clásicos totalmente alejados de mis capacidades. Yo era una buena lectora, y aun así experimenté un fuerte rechazo hacia autores que después, en la edad adulta, me han gustado mucho. No quiero decir con esto que el sistema actual no sea mejorable, pero sí que se han hecho grandes adelantos. Otra cuestión es el instituto, porque en él topamos con la adolescencia, y esa edad plantea retos mayores que la infancia.

 

Yo trabajo desde hace años con los más jóvenes del instituto, que cuando llegan son todavía niños, y puedo afirmar que a un alto porcentaje de ellos les gusta leer, siempre y cuando se les ponga delante un texto que no exceda su capacidad de comprensión. El problema se plantea cuando estos alumnos pasan de curso y se van haciendo mayores. Lo compruebo año tras año: la biblioteca del centro donde trabajo se llena en los recreos de alumnos pequeños que dejan de acudir a medida que crecen. ¿Estamos haciendo algo mal? ¿Debemos replantearnos su acercamiento a la lectura? Seguramente podemos hacerlo mejor, pero creo que, por desgracia, los educadores dejamos de jugar un papel importante para formar las aficiones de los chicos cuando estos alcanzan cierta edad. Y lo mismo sucede con la familia. La adolescencia es una etapa muy social, en la que los muchachos miran a su alrededor y se desesperan por ser aceptados por el grupo. Y es ahí donde entran en juego los modelos que propone la sociedad a través de los medios. No hay más que ver los prototipos que aparecen en la publicidad: el joven está obligado a hacer, a actuar, a moverse, a relacionarse, a figurar, y la lectura es una actividad reflexiva y solitaria. ¿Se presenta alguna vez como un modelo atractivo a un adolescente concentrado en su libro? Más bien se le muestra como un ejemplo de persona retraída, que se refugia en su mundo porque carece de éxito en la vida real. En ese sentido, me temo, los educadores tenemos la batalla perdida. A un lector se le forma entre todos, no solo desde la escuela o el instituto.

 

¿En qué proyecto estás trabajando actualmente?

 

Pedirle a una escritora que durante un tiempo se dedicó al teatro que hable de sus proyectos es ponerla en un serio aprieto; no me libro de la superstición de que no se debe comentar lo que se tiene entre manos hasta que se haya materializado. Diré simplemente que estoy trabajando en una novela –o eso creo- surgida por el entrelazamiento de historias que en principio estaban destinadas a ser relatos independientes, pero que por distintas razones –temas y espacios comunes, protagonistas relacionados entre sí- han alcanzado una trabazón lo suficientemente sólida como para que al conjunto se le considere, en efecto, una novela. Son historias que tienen además en común su carácter resbaladizo, volátil: están narradas desde la perspectiva de personajes que distorsionan el mundo que les rodea, mienten para justificarse o fabulan para adornar la realidad, con lo que el lector nunca sabe si lo que se le cuenta es verdadero o falso. Está totalmente construida en mi cabeza (y en un prolijo esquema de personajes y acciones que me ha llevado mucho tiempo poner en pie) y hace unos días he empezado a volcarla en palabras. Si no hay cambios de última hora, creo que la parte más dura del trabajo la tengo hecha y me va a ser relativamente fácil llevarla a buen término, pero todos los que nos dedicamos a esto sabemos que una obra literaria tiene una parte autónoma, es capaz de tomar sus propias decisiones y complicarle extraordinariamente la vida a su autor.

 

 

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