Nada es lo que parece.

Por Alfredo Llopico.

 

 

Hacía poco que había llegado al trabajo actual. Me sentía todavía fuera de lugar, con la falta de seguridad que da estar en terreno desconocido. Bajé a la cafetería a media mañana a tomar algo cuando una compañera, al verme, me presentó a una amiga suya con la que estaba charlando. En cuanto le dijo que hacía poco que me habían contratado, su amiga me preguntó mi edad que, casualmente, resultó ser la misma que la de su hijo. Un chico que según ella, era la encarnación del éxito. Inmediatamente empezó a contar lo maravilloso e inteligente que era, lo mucho que valía y lo espabilado que les había salido en todas las cosas de la vida, el dineral que ganaba y lo muy contentos que estaban sus jefes con él.

 

 

-¿Y a qué se dedica? -le pregunté.

 

Ella no supo decirme exactamente en qué trabajaba, así que lo resumió con un certero y rotundo “a cosas de ordenadores”.

 

-Ah, claro, es ordenanza -añadí con una seriedad y certeza que no sembró la menor sombra de duda sobre mis palabras.

 

-Sí, sí, eso es, ordenanza, tú lo has dicho muy bien -agregó aliviada la amiga de mi amiga-, Ordenanza. Es un ordenanza muy bueno.

 

-Pues nada, me alegro de haberla conocido – Cogí mi café y me fui a mi sitio de trabajo, a seguir haciendo fotocopias pendientes que me había encargado mi jefe, antes de repartir el correo al resto de trabajadores de la empresa. Lo que se esperaba de mí, que en aquel tiempo, era, casualmente, el ordenanza del lugar. Mientras, la señora, en otros cafés y con otras personas, seguiría presumiendo henchida de orgullo como un pavo real, eso sí desplumado, de lo muy considerado y remunerado que era su hijo el ordenanza.

 

 Y es que nada hay tan molesto como la gente vanidosa y orgullosa. O peor aún, los hipócritas.

 

 

El pasado sábado acudimos a una comunión. Un amigo y su mujer, ateos manifiestos los dos, han celebrado, en esta extrañísima fecha, tal evento y para sorpresa de todos, en el más sacro de los templos de la ciudad. Si hay que ponerse manos a la obra, que sea a lo grande. La madre del niño parecía la más devota de las presentes mientras se dirigía con su hijo al altar, mientras la criatura, aparentemente, no prestaba el menor interés a toda la representación.

 

 

Todos hemos ingresado el importe del eufemisticamente llamado «regalo» en la cuenta bancaria de la criatura. Cada uno habrá hecho sus cábalas, unos pensando que no nos querían confesar que el niño estaba en las últimas, presa de una enfermedad terminal, o a punto de entrar a un seminario, como consecuencia de un delirio de fe. Nadie sabía a qué obedecía tal representación. Hasta que el propio niño, en su falta de picardía, lo ha soltado todo con una sonrisa, mientras tomábamos un refresco a la salida de la iglesia:

 

-Mis papás me han regalado un viaje a Orlando, nos vamos a la Disney.

 

 

Cuando al día siguiente, domingo, me puse a leer El último recurso de Edith Wharton me di cuenta de que no hay nada nuevo bajo el sol. La hipocresía no ha cambiado en nada. Frente a la opresión de las convenciones sociales la única terapia que nos queda es la ironía crítica y el sentido del humor. Edith Wharton nos iluminaba ya a principios del siglo XX, ridiculizando la mezquindad que reina en las zonas oscuras de nuestro comportamiento, sometido a la constante vigilancia de una sociedad, a veces demasiado rígida. Por eso los relatos de este libro siguen diciendo cosas esenciales sobre el ser humano, sobre todos nosotros.

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