Los peligos del resentimiento, la incapacidad y la culpa.

Por Samantha Devin

 

Hay noticias y sucesos que producen escalofríos. No me refiero a asesinatos, atentados o masacres, que por supuesto son terroríficos y demenciales, si no a decisiones tomadas por gobiernos, organismos y compañías que pertenecen al mundo civilizado, que tienen cierta responsabilidad y voz dentro de lo que podemos llamar “cultura occidental” y que a simple vista parecen cultos, inteligentes y humanos. Esas “voces”, sin saberlo, o quizá a sabiendas, están minando con sus posiciones, veredictos y resoluciones las leyes más básicas no sólo del sentido común, si no de lo que llamamos moral, cultura y humanidad. Porque cuando algo que está mal triunfa, se establece como ley y entra a formar parte de la jurisprudencia, ya existe, ya es. Y uno a uno, los errores cometidos por todos nosotros se van sumando y estableciendo un “modus operandi”, una forma de actuar, de pensar y de relacionarnos que, ojalá me equivoque, puede acabar por destrozar todo aquello por lo que el hombre ha luchado y debería seguir luchando, no el petróleo o una economía estable, tan necesarias e indispensables, si no algo incluso más importante, algo que nos define y separa del resto de los animales, algo que nos eleva y nos hace especiales: la cultura y moralidad. Cultura no entendida sólo como libros y cuadros, y la moral no entendida sólo como ser buenos con los otros.

 

La compañía aérea British Airways despidió a una azafata en el año 2006 porque llevaba una pequeña cruz colgando del cuello. El caso es que ahora el gobierno de Inglaterra ha establecido una posición en contra de la azafata y otras tres personas, también cristianas, que como ella han llevado su caso ante el tribunal de Estrasburgo. En el caso de la azafata y una enfermera del NHS, el gobierno alega que a los musulmanes se les permite llevar el velo porque su religión les obliga pero que a los cristianos nadie les obliga a llevar nada. Es decir que llevar una cruz es opcional para un cristiano y por eso no nos dejan llevarla.

 

Esto que ha simple vista puede parecer una tontería, un tema de segunda o tercera categoría comparado con la crisis, el hambre, las guerras, etc., es en realidad una manifestación más de la desintegración cultural está ocurriendo en Occidente.

 

Se puede decir que formamos parte de la civilización occidental, pero ya no sé si sería correcto decir que todos los que forman parte de ella son también parte de la cultura occidental. Desde hace unos años se está extendiendo una corriente neo-ateísta y secular que critica y pone en entredicho el valor del canon occidental, alegando que pertenece a una época de aristócratas, patriarcas y teólogos que ya nada tiene que ver con nosotros. Y lo peor es que esas personas, que en muchos casos son profesores de universidad y que se hacen llamar a sí mismos humanistas, dejando de lado el currículo tradicional están invitando a todos aquellos que consideran que aprender es demasiado aburrido, a sentirse cómodos y alimentar la idea de que al sumirse en la ignorancia están haciendo lo correcto, porque es lo mismo leer a Shakespeare que ver televisión basura.

 

Esa corriente de relativismo, como muy bien explica el filósofo y escritor Roger Scruton en su lúcido libro “Culture Counts: Faith and Feeling in a World Besieged”, viene además unida a una censura sin precedentes en la cultura occidental, y nos recuerda, porque parece que lo hemos olvidado, que la nuestra ha sido una de las culturas más abiertas e integradoras de todas las que han existido y existen. Por eso, que el gobierno Británico y British Airways prohíban a un cristiano llevar una cruz no es un tema sin importancia, es un reflejo de lo que está pasando. Y es que hay en el ambiente una creciente sensación de culpa y remordimiento hacia nosotros mismos, hacia la idea de: hombre, blanco y cristiano que parece estar afectando el sentido común. Oyes frases como: nos merecemos lo que está pasando con el clima, nos merecemos la crisis, hay que ver las burradas que hemos hecho en el pasado: la conquista de América, las colonias, el esclavismo, la Inquisición, etc… Y sí, es cierto que hemos hecho muchas cosas mal pero querer autocastigarnos por lo que nuestros antepasados hicieron es leer la historia de forma equivocada. Ha habido miles de batallas y muertos y miles de errores pero también miles de aciertos. No lo olvidemos, tenemos más posibilidades y estamos mejor cuidados que nunca. Pretender erradicar nuestro pasado, calificarlo simplemente de error es estar ciego, es ser un fanático y un ignorante. El pasado no puede cambiarse, lo único que podemos hacer es aprender de él. La cultura occidental, esa que comienza en la tragedia griega y pasa por el Renacimiento y el teatro Isabelino y el Gótico y el Impresionismo, y que engloba todas las creaciones valiosas de los seres humanos más creativos, cultos e inteligentes de cada época, es un tesoro que hay que conservar, un pozo del que siempre habrá que sacar porque a pesar de que los valores cambien esa cultura lleva en su esencia lo mejor de cada “casa”.

 

La pereza, la falta de tiempo, esa tendencia tan extendida a juzgar al todo por las partes, la necesidad de crearnos una idea inmediata y cómoda acerca de todo, y sobre todo la ineptitud para ver más allá, más adentro y más profundo, es lo que lleva al cristiano no practicante, al ateo antes cristiano o simplemente al relativista secular a afirmar que hay que librarse de las religiones y del pasado definitivamente. El peligro de decisiones como las del gobierno Británico es que dan pie a los habitantes del mundo occidental, esos que ya no quieren pensar por sí mismos, a concluir que las religiones son malas. Eso es otra frase que se oye mucho últimamente.

 

 Las religiones no son peligrosas, son los dogmas. No es la sensación única, personal, intransferible e incomunicable con lo sagrado lo que ocasiona las guerras si no los intereses de quienes utilizan el nombre Religión para sus fines económicos, políticos, etc. El cura, la monja o la persona de a pie que ha decidido dedicar su vida a Dios, o a Dios y los otros no es siempre un pervertido, un pederasta, un fanático, un loco. Es una persona que verdaderamente cree que hay otra forma de vivir, otra forma de relacionarse con el mundo, que existe algo más grandioso y eterno que lo que podemos ver, y por supuesto que hacer el bien y ayudar a los demás es una forma de dar sentido a su vida. Si una azafata copta desea llevar colgando una pequeña cruz de su cuello porque le da paz, le produce alegría o le recuerda que aparte de clientes petardos y maleducados, horarios fatigosos y los cientos de problemas que pueden aparecer en la vida, hay algo donde refugiarse, algo más hermoso en lo que creer, ¿A quién hace daño? ¿Quién puede sentirse ofendido por ello? A quien se sienta ofendido le preguntaría: ¿Quizá te molesta que alguien crea y sienta algo que tu no puedes siquiera imaginar? Pues eso es una invalidez tuya. Así de simple. Si no tienes imaginación y crees que esa persona está loca, puede que sea porque no eres capaz de ver más allá de tus narices, y desde luego porque no has sentido nunca eso que la señora que lleva la cruz, ha sentido. No sirve reducirlo a miedo, a incapacidad para aceptar la realidad, o ignorancia. Como en todo, hay gente religiosa que se mueve por esos parámetros, pero no todo el mundo que cree en algo es ignorante. La ignorancia está en creer que lo sabemos todo, creer que el mundo termina allí donde lo hacen nuestros propios límites, que el escepticismo y la desconfianza deben guiarnos, que no hay nada más que sentir y que no hay nada que el canon occidental pueda hacer por mí, porque “yo ya lo he visto todo”… Hay mucha miga en este asunto. Religión y Cultura van de la mano porque ambas nacen de un deseo íntimo del ser humano por alcanzar lo inefable, por superar lo orgánico, lo necesario, lo que pesa. Creer en “algo” y ser culto es querer ser más, es querer relacionarse con aquello que está en las esferas de lo eterno, de lo bien hecho, de lo bello. Quien no cree en nada es el mismo que dice que leer a Shakespeare y ver Gran Hermano es lo mismo, porque en realidad nada importa, todo vale y total, como nos vamos a morir y todo es una birria, para qué esforzarnos, leer, aprender, educarnos…

 

Del mismo modo, aquellos que atacan el canon y la cultura occidental deberían preguntarse si sus motivos no se localizan dentro de esa escuela del resentimiento que tan bien ubicó Harold Bloom en la que minorías con talentos medianos, ideologías políticas desfasadas y envidiosos del éxito ajeno desean que ese pasado que tanto les recuerda su falta de genialidad y talento desaparezca para que ellos puedan demostrar sus mediocres y reivindicativos discursos, que por cierto nada tienen que ver con la verdadera literatura.

 

Hay que ser honesto y reconocer nuestras limitaciones. No se puede prohibir que alguien tenga una relación especial con lo sagrado simplemente porque tú no la tengas, y no se puede tratar de destruir la Cultura, con mayúsculas, e imponer un canon mediocre simplemente porque sabes que no tienes el talento necesario para estar a la altura de los grandes. A todos nos gustaría que el tiempo se midiera por nuestro nacimiento, pero para eso hay que ser hijo de Dios o al menos escribir como un dios.

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