El Brujo de los vientos

 

El Brujo de los vientos. Miki Monticelli con ilustraciones de Linda Cavallini. Editorial La Galera. 14,90 €. 

 

Capítulo 1. Donde se habla de una horrenda anciana, de sus maldades, y se conoce a una niña de curioso nombre

 

Cuando murió la anciana de la habitación veintisiete, la señora Pasta no dijo ni una palabra; fue directa al cuarto de enfermeras, se sentó y no pudo evitar un suspiro de alivio. Luego, dado que era una mujer de conciencia, se avergonzó de ello. Así que volvió a levantarse y se puso a preparar un café muy cargado, pensando que le despejaría la mente. Quizá no era propio de una buena enfermera alegrarse cuando alguien moría, pero hay que decir que, aunque durante sus largos años de trabajo en la Casa de Reposo de la calle de Cembali 21, Agnes Pasta había visto de todo, nadie, ni siquiera el peor huésped de toda su carrera que pudiera recordar, había superado a la «señora gris».  

Así llamaban todos a aquella horrenda vieja encorvada y desdentada, vestida siempre de gris, que gritaba y amenazaba a todo el mundo, con aquellos ojos negros que parecían escarabajos, penetrantes como agujas, el fino cabello amarillento en perenne desorden y los dedos nudosos que siempre estaban señalando a alguien. Agnes pensaba que, si alguna vez en su vida había conocido a una bruja, pues bien, esa solo podía ser ella.

Desde el primer instante en que la vio, no le había gustado, por lo que no se sorprendió cuando, primero Florinda, luego Marta y después también Giovanna y Laura se habían negado a seguir ocupándose de ella. Por eso, el día en que el director se dirigió a ella, le prometió una gratificación especial si se encargaba de cuidar a la rica huésped de la habitación veintisiete. ¡Rica huésped! Debería haber dicho pérfida, insoportable, desagradable e ingrata rica huésped. Desde luego, Agnes no había aceptado a la ligera, pero la gratificación le iba muy bien para pagar la universidad de sus dos hijos y, caramba, al fin y al cabo no era más que una vieja señora amargada. De manera que pensó que podía arreglárselas para soportarla. Pero enseguida se dio cuenta del error que había cometido.

Ninguna gratificación sería suficiente con ella; pero ya no podía dar marcha atrás. Toleró, apretando bien los dientes y, durante siete largos años, tres meses y veintidós días, aguantó insultos y gritos furiosos de la vieja tirana, su prepotencia, las amenazas y los objetos que le tiraba a la cabeza.

Agnes incluso había llegado a pensar que por su culpa el pelo se le había puesto blanco tan pronto.

Intentó hacer de todo con ella, pero al final dejó de probar. No quería salir nunca de su habitación ni tomar ninguna medicina; cuando le mezcló las pastillas para el resfriado con las patatas cocidas, la vieja se enfadó tanto que echaba fuego por los ojos. Mucho menos le gustaban los otros huéspedes, y nadie se atrevía a acercarse a ella, excepto Agnes. Lo único que podía hacer era soportarla, limpiar lo que tiraba, recoger lo que rompía, ignorar los horribles insultos que lanzaba y esperar que errara el tiro cuando le arrojaba algo. Aunque no era, ni mucho menos, su primer huésped difícil, a veces Agnes Pasta se había encontrado a sí misma encerrada en el baño, llorando a mares por cómo la trataba.

No era sorprendente que nadie hubiera ido nunca a visitarla. Sin embargo, mientras esperaba a que la cafetera empezara a borbotar, Agnes se acordó de que una vez sí la había visitado alguien. Le volvieron a la mente el hombre de expresión melancólica y la niña de seis o siete años de cara larga y afilada y audaces ojos oscuros. Quienesquiera que fueran, la anciana les había tratado de la forma habitual: les había echado con feas palabras y no se les había vuelto a ver. Ahora les habrían notificado la muerte de la señora gris, y a Agnes le vino a la cabeza que quizá también ellos habrían suspirado de alivio. Nada más pensarlo, no pudo evitar avergonzarse de nuevo.

El ruido de la cafetera la sacó bruscamente de sus reflexiones; la enfermera apagó el hornillo y se sirvió una taza de café, que estuvo a punto de caérsele un par de veces.

—Pobre de mí —se dijo mientras se miraba las ma- nos que le temblaban—, ya no soy la que era… Pensar esas cosas de una pobre anciana sola… —Yo no me referiría a esa como una pobre anciana sola —intervino la voz alegre de Giulietta, una de las enfermeras más jóvenes.

Agnes ni siquiera se había dado cuenta de que había entrado alguien y levantó la mirada un poco aturdida.

—¿Quieres un café? —le propuso distraída.

—Ya lo cojo yo, tú siéntate tranquila. Apuesto que estás impresionada, y por esa bruja insoportable no vale la pena. ¿Recuerdas cuando te dislocó la muñeca al tirarte la bandeja con la comida?

—La sopa estaba sosa —asintió Agnes parpadeando. —Oh, claro, una óptima excusa. ¿Y cuando te dio una bofetada?

—Aquella vez había movido ese ridículo cuadro suyo para limpiarle el polvo.

—¿Y la vez que te tiró por encima el té hirviendo? —exclamó Giulietta perdiendo la paciencia.

—Bueno, dijo que sabía a pipí de caballo —respondió Agnes—. Supongo que habría bebido mucho para afirmarlo con tanta seguridad —reflexionó luego en voz alta.

La joven enfermera se echó a reír. Agnes la miró fijamente con los ojos abiertos de par en par y tuvo que reconocer que quizá estaba de verdad impresionada. No había hablado nunca de esa manera de un muerto y, aunque era verdad que era una anciana señora sola, también era verdad que nunca tuvo ningún escrúpulo a la hora de tratarla peor que a un felpudo durante siete largos años; nunca un «buenos días», y ni en sueños un «gracias». Incluso el silencio más obstinado habría sido mejor que los insultos. Las últimas palabras que le había dirigido no habían sido precisamente lisonjeras, y así Agnes decidió que, después de todo lo que le había hecho pasar, no tenía sentido compadecerla. Con un suspiro, la señora Pasta se preguntó qué haría ahora.

Naturalmente estaba el trabajo en la Casa de Reposo y, quizá, le parecería mucho más sencillo después de aquella horrenda vieja escorbútica; pero por el momento le parecía solo extrañamente vacío. Tomó un sorbo de café ardiendo sin ni siquiera darse cuenta y frunció el ceño.

—¿Sabes si van a avisar a alguien? —preguntó a Giulietta.

La joven se encogió de hombros.

—He oído que el director hablaba de ello con Lidia, pero no lo he entendido bien. Creo que ya no le quedaba nadie.

Agnes la miró como desde un lugar muy lejano.

—Pues yo me acuerdo de un hombre con los ojos tristes y una extraña niña silenciosa.

—Quizá te confundas con alguien.

—Oh, no, no me confundo —exclamó ella. Y acabó su café con un sorbo pensativo.

 

(…)

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