El Rolex o la solidaridad de las damas

 

Por Recaredo Veredas.

 

El viernes, como todos los días de la semana, del mes, del año y casi de la década, descendí por el ascensor de mi gimnasio a las 9 de la mañana, tras una sesión de mantenimiento moderada, compuesta por ejercicios aeróbicos y musculación, que sirve para controlar los nervios y postergar la inevitable caída de la carne. También como siempre mi percepción auditiva del mundo exterior estaba bloqueada por mis enormes auriculares blancos, en los que sonaba Michael Jackson a todo volumen.

 

El trayecto desde el gimnasio, emplazado en la última planta de un centro comercial del centro de Madrid, hasta la calle dura medio minuto exacto. 30 segundos pueden dilapidarse frente a la televisión, o aguardando que cuezan unos espaguetis, o pueden modificar la vida de cualquiera con mayor contundencia que tres décadas. Me acompañaban en el descenso dos mujeres de edad indefinida, tal vez 47, tal vez 55. Sus rostros no parecían especialmente maltratados por la cirugía, que ha hecho estragos en el barrio, moldeando labios deformes y pómulos que mantienen la brillantez hasta la novena década. Sus cuerpos se mantenían en su sitio, parecían ajenos a la fijación por los glúteos rocosos. Por la hora, demasiado temprana para los y las ociosas, debían dirigirse a trabajar. También lo indicaba la seriedad de su cabello, y sus trajes de chaqueta, iluminados con sendos pañuelos estampados. Mantenían una animada conversación y me miraban, como si Michael Jackson y la radiante producción de Quincy Jones no ocultaran cualquier sonido del exterior. Creía que, como suele ocurrir, preguntaban una dirección y liberé a mis orejas de la presión de los cascos. Me equivocaba. Estaban indignadas:

 

-¿No lo sabes? -afirmó la más comedida como si nos conociéramos de toda la vida- Han robado dos rolex en el vestuario.

 

 

-¿Dos Rolex? ¿Quién guardaba dos Rolex en su taquilla? pregunté, inquieto por la posibilidad de que alguien, como Bardem en aquella película del a un tiempo genial y mediocre Bigas Luna, tuviera tantos Rolex como cojones. Inquieto, también, por la posibilidad de que algún socio utilizara su taquilla como caja de seguridad privada y descartando, al mismo tiempo, la posibilidad de hacerlo yo.

 

-No, los Rolex eran de dos chicos distintos.- dijo la segunda dama, que vestía un peculiar, aunque no excéntrico, abrigo morado. En el barrio los hombres son chicos hasta pasados los cincuenta.  

 

-Vaya.- afirmé, sin encontrar ninguna expresión más adecuada, ni más compleja, sin mostrar solidaridad alguna por los afectados que, en el fondo, me parecían unos horteras. Desde pequeño mi padre me enseñó que los Rolex son propios de nuevos ricos (curiosa expresión, cuyo análisis merece todo un artículo) y que los relojes que indican estilo –ay, el estilo- son, por ejemplo, los Patek Philippe.

 

-Menos mal -insistió la primera, mientras aireaba su media melena rubia- que uno de los relojes era un regalo de pedida, y supongo que el chico tendrá factura.

 

O sea, pensé mientras, tras despedirme con una sonrisa y regresar al quinto corte de Off The Wall, alguno de las limpiadores, alguno de los entrenadores personales o alguna desdichada administrativa va a pagar los platos rotos. Tan avieso pensamiento coexistía con otros, por ejemplo: cómo es posible que dos Rolex coincidieran en dos taquillas del gimnasio al mismo tiempo y, además, fueran desvalijados. Pero casualidades más extrañas ocurren a diario, en todos los estratos del universo, desde el molecular al cósmico, y a nadie le importan.

 

Bien, decidí que el robo de los Rolex iba a proporcionarme material para mi primera incursión en la novela negra. A la mañana siguiente, a las ocho en punto de la mañana, pregunté a la recepcionista por el robo, tal vez con demasiada nitidez, tal vez obviando que detrás dos señores con traje de lana fría, nudo Windsor y prestancia propia de directores generales de telefónica aguardaban la llave de su taquilla. Respondió, sin preocuparse por disimular su mentira, que no sabía nada de nada, que tal vez había ocurrido en otro turno. Guardé en la taquilla mi Iphone y mi cazadora y, antes y después, miré entre las hileras de taquillas -rodeadas por hombres que exhibían y ocultaban sus genitales o charlaban sobre la herencia de Zapatero- sin dejar de preguntarme por la identidad del ladrón.

 

Mientras corría por la cinta, rodeado de hombres y mujeres sudorosos, de impecable musculatura, realzada por mallas Nike, que luchaban con denuedo por huir de la muerte, mientras, escondido tras mis auriculares blancos, escuchaba un nuevo reporte sobre las matanzas de Siria, supe que el ladrón estaba entre nosotros, tal vez fuera un cleptómano, tal vez un equilibrista afectado por el derrumbe de sus inversiones. También supe que la investigación solo me traería desgracias, desdichas minúsculas, pero incómodas. Debía, por tanto, unirme a la silenciosa indignación, desear ser víctima de otro robo para manifestar a gritos mi repulsa,  ayudar a la expulsión de la gentuza y sobre todo, recibir la solidaridad de las damas.

 

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