La mujer que corta la sangre

(Vida y muerte de Marina Abramovic)

Por Carmen Garrido

Encargo y nueva producción del Teatro Real y el Manchester International Festival. Con Theater Basel, Art Basel, Holland Festival, Salford City Council y deSingel de Amberes.

Creador, director de escena, escenógrafo e iluminador: Robert Wilson

Cocreadora: Marina Abramovic

Director musical y compositor: Antony

Actor: Willem Dafoe

Compositor: William Basinski

Compositora y letrista: Svetlana Spajic

Lugar: Teatro Real de Madrid

Fechas: Del 11 al 22 de abril. 20.00 horas. Domingos, 18.00 horas.

Una verbena para los sentidos, narraciones visuales que mezclan escenas de Dalí con la poesía de las mujeres de Chagall; canciones serbias entonadas por mujeres con trajes de la antigua Yugoslavia, estáticas, con caras de aterradas muñecas de porcelana; coros gregorianos de los Balcanes lamiendo el aire del Teatro Real, en una fusión loca de espectros, madres asesinas, mujeres que dibujan estrellas en sus vientres; perros que devoran las entrañas de los muertos; juglares vestidos de Joker que narran la desigual partida de ajedrez entre la fémina y la vida; carnaval de partisanos y Tito; transformación de la azul oscuridad de la muerte en todo un placer volcánico, blanco, el cielo es el Etna; la Virgen, la mujer dolorosa, la artista transgresora, Marina Abramovic es la Ascensión inmaculada, transformada en el siglo XXI una mujer pecadora. Un triunfo de Gerard Mortier y un preciosista alumbramiento el de Robert Wilson, un creador en estado de gracia.

Es un error acudir al Real pensando que asistiremos a una ópera. Nada más lejos. Califiquémoslo mejor de espectáculo o de musical. Cánticos fascinantes (compuestos por Svetlana Spajic y William Basinski) con letras salmódicas, mantras para mujeres llagadas. Excepcional voz la de Antony (de Antony & The Johnsons), con una lírica y bellísima garganta de castratti, todo un descubrimiento el Svetlana Spajic Group, imprescindible ya para los que amamos la música tradicional- que aparece a modo de funerario coro griego, seres de ultratumba que saludan las derrotas y la muerte de la protagonista. No habrá historia al uso –introducción, nudo, desenlace-, una escenografía operística clásica ni interacciones entre los protagonistas. Ni siquiera el reclamo por el que el Teatro Real ha colgado el “no hay entradas”, la performer Marina Abramovic, tendrá una presencia importante en la obra. Más que ella, incluso más que su propia vida, el verdadero placer consiste en ir desprovisto de todo prejuicio, sumergiéndose en el universo onírico creado por Robert Wilson siguiendo las líneas principales de la biografía de Abramovic. Si alguien acude a la cita para querer saber más de ella, de sus intertextualidades vitales, sus performances o su forma de pensar sólo lo conseguirá leyendo entre líneas e imbuyéndose en los cantos de Antony o de Svetlana Spajic. Fluir junto a sus repeticiones es la clave. No hay texto que comentar, no hay sesudos planteamientos, no hay ni siquiera un porqué. Evolucionar a la vez que se visualiza el musical, tener paciencia en esos momentos de performance, sobre todo al principio de la obra, que son enervadamente lentos. Sólo hay que armarse de paciencia porque el páramo prepara los sentidos para lo que vendrá. Estos “huecos” y la escasez de profundidad en la hagiografía de la artista serbia son los dos peros de “Vida y muerte de Marina Abramovic”. Dos peros que se olvidan gracias a los buenos textos poéticos posteriores, a la escenografía y al poderoso trabajo de Antony y Dafoe. Quizá es inexcusable la performance habida cuenta de quién hablamos, pero no lo es la extrema simplicidad narrativa.

La historia de Marina Abramovic, como la de todo ser humano, puede ser narrada sin adjetivos. Fechas somos, al fin y al cabo. También somos hechos. Todo lo que se derive de esos hechos vitales debe, en este caso, ser adivinado a través de las salmodias,  el lirismo naïf de los poemas, las imágenes de performances de artistas como Amanda Coogan o Ivan Civic y los vídeos de Richard Cooke o la Filmoteca de Yugoslavia. Fecha tras fecha, es narrada cronológica y enciclopédicamente por la maravillosa voz de Willen Dafoe, que se convierte en la escena en todo un monstruo de las tablas: voz en off, dj, esperpento, soldado, amante de Abramovic, coro. En algunas ocasiones, Dafoe es el diablo mismo y provoca verdadero terror su sonrisa de payaso, sus gestos de placer ante lo grotesco: cuando relata cómo se asesina a las ratas en los Balcanes, cuando describe el suicidio de una tía de Marina, o expone la forma en que esquivó la artista serbia a la Muerte jugando a la ruleta rusa.

Marina Abramovic y Antony durante la obra

El comienzo del espectáculo es una entrada gratuita al particular Hades de Abramovic. Un Hades con final feliz. En el escenario, tres ataúdes representando a las tres Marinas muertas (la artista ya ha dispuesto tres tumbas para su descanso final: Belgrado, Ámsterdam, Nueva York. Sólo en uno de ellos descansará su cadáver). Entre los ataúdes, perros que lamen entrañas. De fondo Pozdrav Marini Abramovic (Saludos para Marina Abramovic), una ojkalica o el aullido funerario más antiguo de Serbia, la forma en que se despide a los héroes. Y es que algo de heroína tiene esta mujer de pelo negrísimo, piel alba y labios rojos cuya madre la maltrató psicológicamente, renegando de ella incluso cuando ya se hallaba en su vientre. Una madre castradora, abúlica de voluntad, fría y tremendamente cruel que invade el mundo infantil de la niña para convertirlo en un infierno. Quizá la Marina con gafas de pasta, zapatos ortopédicos y vestido victoriano abandonó su postura de constante balanceo en la cama, su autodefensa, para convertirse en una dama elegante de la escena, una dama que pasea sus cicatrices ante el mundo y hace de ello un arte. En una entrevista reciente, Abramovic declaraba algo tan contundente como esto: “No se puede hace arte sin sufrimiento”. No es una pose, una estrategia de marketing. Abramovic, realmente, parece que no pueda crear sin sufrir.

Willen Dafoe, narrador omnisciente del musical

De las bofetadas maternas a las bofetadas del amor. En medio, Abramovic alcanza su status como performer. Una performer extrema. Ya su primera actuación da idea de lo que vendrá después: se cortó entre los dedos con veinte cuchillos, al modo ruso, grabando cada operación. Después, oía las cintas y repetía los movimientos intentando evitar los errores. Una forma peculiar de unir el pasado (erróneo) con el presente (renovado). Dos hombres marcan la vida de la protagonista: Ulay Laysiepen, un performer alemán, y el artista multidisciplinar italiano Paolo Canevari, a quien está dedicado el espectáculo. Relaciones tormentosas en ambos casos, acabadas cuasi poéticamente. Para poner fin a su relación con Ulay, Abramovic y él recorrieron cada uno 2.000 kilómetros de la Muralla China hasta encontrarse. A su mundo amoroso, también le rodea la sangre y lo extremo. Uno de los momentos más hermosos de la obra, y que podría condesarla por entero, es aquél en que Antony canta, rodeado de figurantes con blancas banderas Los santos ascienden:

Los santos ascienden

Dios condena

A aquellos que hacen daño a otros

Qué piensa Él

De una mujer que

Se inflige dolor a sí misma

Llora y se lamenta

Se tira del pelo

Se desgarra los miembros

Golpeados y hambrientos

¿Dios

La ama o la desprecia?

¿La ama o las desprecia?

Marina actuando como su madre, acunándose a sí misma

Y es que a pesar de las icónicas imágenes de fondo, como la de una calavera que supura sangre mientras una mano femenina la limpia sin éxito una y otra vez, parece que 2012 es el año en que Abramovic decide cortar por lo sano con la violencia y el daño autoinflingido y responder a la pregunta del coro serbio: ¿Cuándo me daré la vuelta y cortaré el Mundo? Esa respuesta aparece en la apoteósica escena final, el éxtasis supremo en que la mujer sufriente ve la luz y se torna en una imagen de Chagall, llena de evanescencia, de poder sobre la fatalidad, de suave ascensión hacia la calma. Antony canta entonces:

Quiero aliento blanco

Quiero Eterno descanso

Quiero los ojos del sol

Ese es mi destino

Me convertí en un Volcán de Nieve

Quiero luz de cristal

Quiero noche blanca.

Bálsamo final. Consuelo para el espectador. Triunfo del futuro sobre un pasado exorcizado a punta de cuchillla.

El musical queda en la mente como un totum revolotum de sensaciones y poderosa puesta en escena. Quizá por ello, en el aplauso final, el Paraíso del Real celebró las actuaciones de Antony y de Willen Dafoe. Marina fue la excusa. Como un fantasma, saludó al público. El mismo fantasma que recorre la obra una y otra vez. Pretexto para sublimar los sentidos y ofrecer una muerte blanca. Abramovic es la cara bonita de una tragedia enorme. Ella, que tanto ha llenado las portadas de periódicos y suplementos estos días, poniendo su cuerpo al servicio de fashionistas, pasarelas, entrevistas y poses, es, en el fondo, una mujer sola acompañada de cuchillas y cicatrices. Cuando se cierra el telón y desaparecen los fastos, cuando Abramovic se mire al espejo en su camerino dudo que piense en ella como un volcán blanco, como la abuela de las performance, como la diosa de la innovación. Es tan sólo una mujer que colecciona sangre, que a sus 65 años no ha cortado el nudo gordiano del pasado.

 

 

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