El niño que bebió agua de brújula

El niño que bebió agua de brújula

Julio Mas Alcaraz

Calambur Editorial. 2011

 

 

Por Pilar Martín Gila

 

Como es sabido, lo que da cuenta del desorden es la voluntad de ordenar; el desorden como una espera que el orden quiere resolver (podría decir Barthes). Tal vez, en una primera instancia, podemos observar el poemario de Julio Mas Alcaraz como un trabajo sobre el desorden, o la desorientación, de un mundo que para encontrar ese norte que señala una aguja imantada sobre el agua, ha de entrar en el agua misma. Esto hace Julio Mas: sumergirnos en otras corrientes. El lector sabe que está en otra relación por la referencia numérica en los Tiempos y los poemas, y sabe que está en otra construcción porque lo dicho se sitúa en la zona intempestiva de algo que se vive en lo inaccesible. Así, en el Tiempo 4, que inicia el poemario, tras el Frontispicio de Gamoneda, el orden inverso en la numeración de los poemas, deja la impresión de haber caído en un remolino que arrastra hacia uno de los centros posibles. Y ahí comienza la visión, en la encrucijada de secuencias de un mundo duro, enmarañado, el quebrado espinazo de toda bestia contemporánea, como lo escribió Mandelstam en su siglo, y cuya fuerza aquí radica en distinguir, desde dentro de la maraña lo que es y no es maraña. Veo al macho que se aproxima a las crías; al ser vivo que devora al ser vivo; al hombre ahogando galgos de las ramas. // Pero hay fresnos que mueren despacio cubiertos de líquenes naranjas. Y rocas que en su interior guardan una antiquísima gota de agua. […]


Y distinguir hace posible volver a ligar, que unas cosas del mundo tengan relación con otras cosas del mundo, esto es lo que hacen los poetas, y lo que hace la memoria cuando invoca más allá de su propio recuerdo, una primitiva religión en su sentido de religar, un acto en el que todo vuelve a anudarse. Es posible que algunos de mis antepasados /  fueran hacia el este / […] / locos que mientras el resto cazaba / ataron las cuerdas que unían el cielo a la tierra / y pintaron caballos, venados y serpientes / para seducir en secreto a las hechiceras.  // De ellos descendemos los poetas. Es el fondo común del que emerge el individuo y celebra ese nacimiento en lo concreto como una experiencia universal. Que no apaguen las hogueras esta madrugada.  / Que las bandas de música se metan desnudas al agua y esperen siete olas mientras la rueda llameante desciende girando desde lo alto de una montaña hasta llegar a la costa.  / Que no mueran los niños por un día. // Porque juntos preparamos las memorias de sus voces. […]


Y al final, cerrado el último poema, hechos los agradecimientos e indexado el desorden, la apertura de un camino escondido, que por tener su espacio secreto, no conviene aquí desvelar.

Tu exploración de lo posible ha terminado. Y ahora, méceme. Como jamás pensaste que lo volverías a hacer.

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