Atormentada conciencia

 

Por Luis Borrás.

Mi querido Dostoievski. Francisco Rodríguez Criado. Ediciones de La Discreta. Madrid, 2012. 266 páginas.

Laura Bauer, una anciana que vive en Roma, le escribe cartas a Dostoievski. Laura no está loca, sabe perfectamente que Dostoievski lleva muerto más de un siglo y que nunca leerá ni contestará sus cartas; simplemente convierte al escritor que admira en su confidente, un amigo invisible con el que desahogarse, entretener su tedio y su aparente soledad. Lo malo es que Laura me pareció desde el principio una mujer ñoña, ridícula y cursi que de vez en cuando, en sus cartas, suelta una frase remilgada: “Soy una planta seca y mustia que busca en la lectura una vivificante lluvia que la riegue día a día” o un inaceptable lugar común: “Camina muy encorvado, como si llevara toda la tristeza del mundo sobre sus hombros”. Me pasé la mitad de la novela pensando en su falta de interés. Leyendo las insípidas cartas que una vieja excéntrica y aburrida le escribe a un muerto hablándole del tiempo, de sus achaques, su perro, su vecina, su criada, su sobrino y una fiesta sorpresa de cumpleaños. Una anciana anodina con una vida intrascendente. Un personaje inofensivo.

Pero llegada a esa mitad de la novela me doy cuenta de que he caído en la trampa de la apariencia. Que llega el momento en el que esa anciana insulsa me da la bofetada: “Me pregunto si estás ahí, escuchando mis historias. No te censuraría si me abandonaras de una vez por todas. Soy consciente de que hablo, hablo y hablo como una cacatúa sobre temas banales que no trascienden de lo cotidiano. Y todo porque me asusta enfrentarme a la verdad, enfrentarme a los temas que realmente me preocupan.”. Y entonces me doy cuenta de que ha ido dejando pistas desde el principio. Que entre el relato de lo banal ha ido dejando frases sueltas, palabras fundamentales: “ciclotimia, introspección, atormentada, asfixiante conciencia, extrañamiento”. Que llega un momento en el que comprendes que escribir a Dostoievski no es un capricho ni un entretenimiento, que el dolor, el temor y la vergüenza propios le hacían imposible hablar, contar su pasado a quemarropa, sin preámbulos. Confesar el estigma de su vida a una persona real, a alguien de verdad y conocido que pudiera hacerle algún reproche, la humillara más todavía.

Y entonces conoces la historia de su familia. De su madre, de su hermana gemela, de su hermano, de ella misma y, sobre todo, de su padre. Aparecen y cobran sentido nuevas palabras: tragedia, engaño, incredulidad, mentira, ocultación. Aparecen múltiples preguntas sin respuesta, silencios posteriores, olvidos imposibles, heridas y cicatrices sin cerrar. Técnicas de supervivencia y defensa, carencias afectivas, decisiones erróneas, espejismos, vacío interior. La novela se transforma de manera radical y encuentra toda su justificación. Conoces el porque de su trauma, su congoja y su culpa, su tristeza crónica, el pensamiento obsesivo, la inocencia y la complicidad.

Dostoievski fue prisionero en un campo de trabajos forzados. Primo Levi, Elie Wiesel e Imre Kértesz sobrevivieron al holocausto nazi. Solzhenitsyn al gulag comunista de Siberia. Y todos describieron el horror después de sufrirlo, tuvieron el alivio de contarlo. Sin embargo para la protagonista el dolor fue estéril. Fue una persona sin voz, una persona incapaz de escribir, de vaciar el alma. Víctimas y culpables.

Y en el epílogo la novela todavía es capaz de dar un nuevo golpe de efecto y encontrar su último sentido. Laura le escribía y enviaba las cartas a Dostoievski, pero él no era el verdadero destinatario. Escribir esas cartas era una forma indirecta de explicar qué sentía y porqué, la única manera posible de poner en orden su vida, justificarse, liberarse. Escribir esas cartas era su manera de pedir perdón. “Nadie podía devolverme la felicidad, pero tenía la esperanza de ganarme algo parecido a la paz interior”. Y quien realmente debía leerlas lo hace después de que ella haya muerto. El único que podía perdonarla. “La guerra por fin ha terminado”.

Novela emparentada con “La caja de música”, la película de Costa-Gavras, con “Austerlitz” de W. G. Sebald, y con “El nazi perfecto”, la reciente novela de Martín Davidson; encuentro en ella el error de que en el texto aparecen multitud de palabras en cursiva cuando eso es imposible pues Laura escribe las cartas con una máquina de escribir: “Aquí me tienes de nuevo, vaciándole el alma a mi vieja máquina de escribir.” Y por otro lado la carta que escribe el padre está fechada en París el 4 de mayo de 1945 cuando la liberación de la capital francesa en la II Guerra Mundial se produjo en agosto de 1944. ¿Cómo es posible que un periodista alemán que escribía para el Das Reich y el Völkischer Beobachter, dos periódicos del régimen nazi, continuara en esa ciudad nueve meses después de la liberación? ¿Cómo es posible que no huyera y pasara inadvertido? Y en ese mismo espacio de tiempo y lugar, Laura, que tenía quince años cuando se liberó París, no dice nada, no cuenta absolutamente nada de la liberación.

Detalles que no enturbian el mérito de esta notable novela, su original estructura y forma narrativa, y, sobre todo, su doloroso y necesario mensaje. La culpa, la verdad, el perdón y la reconciliación.

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