Jean Cocteau

Por Ignacio Gómez-Cornejo

 

Jean Cocteau, ese hidalgo de nenúfares putrefactos, vivió durante la época más convulsa de occidente, entre guerras mundiales, modificación de fronteras y entrada en la epopeya de las comunicaciones, donde ya nada permanece por rápido y urgente. Merodeador del salón postrero de condes y princesas, se delataba en una delgadez de lirio picoteado por un pájaro de sueños mitológicos. Sus manos de pianista contenían la sutil delicadeza de un papel de fumar inmarcesible, y el marchamo del opio se dejaba entrever en un dédalo de venas azules, reivindicativas y fluyentes de su aristocracia de poeta. Fue admirado por todas aquellas amazonas de época, portadoras de un donjuan subversivo en su seducción de salón: Misia Godebska, Coco Chanel, la condesa de Noailles, Colette. Cocteau, en su frenesí pirómano soñaba con quemar el arte y salvar el fuego, en una alegoría de Nerón especular cuya pira purificadora lograra renacer una nueva realidad en la que lo más sublime fuera moneda común. Su numen refulgía en el brillo de los fanales urbanos, brillo altivo y protegido por un aura cristalina y genial. Participó en todas las vanguardias, fue poeta, cineasta, escritor, un largo etcétera, pero resulta ante todo admirable su capacidad para estar en consonancia con todos los movimientos y además preservar su figura, de la que él mismo era tan buen comercial. Tiene obras buenas, otras regulares y algunas por cierto sencillamente malas. Era ubicuo y chaquetero pero sin cambiar la chaqueta en un alarde de prestidigitador de la literatura y del arte, que lograba que fuera solicitado en todo mentidero del siglo parisino, desde la bohemia hasta aquellos postreros años cincuenta donde su figura fuese confundida con su propia leyenda. Se codeó con Proust, Picasso o Breton dejando a aquellos en ocasiones chiquitos. Después le dio por hacer cine, siendo su gran película “La Bella y la Bestia” que por cierto pude ver por primera vez el programa de Garci, “Qué grande es el cine”, oh tempora oh mores.

Cocteau extendía una tramoya de persuasión en su pose o unas bambalinas de intimidación en su gesto cuando algo le contrariaba. Gesto acechado por ninfas y girándulas de su imaginario. Acechado también por aquel joven y brillante literato, émulo de Rimbaud en precocidad, Raymond Radiguet, cuyo secreto propósito era convertirse en estatua viva o en sueño inaprensible. Radiguet era el genial efebo de sus noches líricas, el fatal fauno de su androginia, que retó a la piedra de la estatua y a la misma creación con su locura. En el salón de la Chevigné solían juntarse Cocteau y Raymond Radiguet, que entonces era un mocoso que arañaba la mayoría de edad. Era una especie de bello Antinoo al servicio de su enamorado emperador Cocteau. Joven de mirada triste y pensativa, sufría el vértigo de una homosexualidad que exorcizaba siempre que podía acostándose con mujeres de mal vivir para dolor y cabreo de Cocteau, que llevaba peor la infidelidad de género que la de rutinas sodomitas. Después moriría de fiebres tifoideas, parece que importadas de Argelia, y Cocteau tardaría mucho tiempo en recuperarse. Mientras los surrealistas anhelaban destruir ese Cartago de los tropos en los que solazaban Gide, Morand, Laforgue o Cocteau, suscribiendo una alianza inédita con la arqueología del subconsciente, Cocteau extraía su forma manteniendo incólume su fondo que era el de la subversión instalada en la escritura automática (Los campos magnéticos) y las simas del inconsciente. Bogaba en aquella cosmética de saludos y genuflexiones  que guardaba toda una ascesis aparatosa por conjurar la soledad. Soledad que después el anotadísimo Proust cincelase en su Recherché. Cocteau, preso entre nenúfares mustios y dríades de su erudición, logró salvar su obra convirtiéndose a sí mismo en parte de su obra, algo que muchos otros después intentarían, pero que sólo unos pocos han logrado.

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