Miguel Barrero: “No creo que la literatura sirva para forjar otras realidades con las que evadirse de la Realidad, con mayúscula”

Por Jesús Villaverde Sánchez. (@jesusvs_txetxu)

Miguel Barrero publica su cuarta novela, La existencia de Dios, en Ediciones Trea. Escritor y periodista, columnista del malogrado diario La voz de Asturias y seguidor incondicional del Sporting de Gijón. El escritor de Mieres es una de las voces jóvenes más emergentes en el panorama literario nacional. Así lo demuestra su última publicación, que certifica lo que ya se veía en las obras anteriores: Espejo (KRK, 2005), ganadora del Premio Asturias Joven de Narrativa en 2004, La vuelta a casa (KRK, 2007) y Los últimos días de Michi Panero (DVD Ediciones, 2008), con la que ganó el Premio de Novela Juan Pablo Forner.

En La existencia de Dios el narrador también se llama Miguel Barrero. ¿Tiene la Literatura mucho de quien la escribe?

Uno siempre es el que es, y esa evidencia no puede ser ajena a aquello que uno escribe. En todas mis novelas estaban reflejadas, de algún modo, mis inquietudes o preocupaciones respecto a temas concretos; y también se reflejaba, como es lógico, mi forma de ver o de interpretar el mundo. No creo que La existencia de Dios sea más explícita, sino más directa; precisamente porque al tener el narrador mi mismo nombre, como bien dices, la identificación es muchísimo más directa. Siempre digo que es mi novela más personal y es cierto, por más que no haya que entender esa identidad entre el narrador y el autor al pie de la letra.

¿Influye más la realidad en la ficción o la Literatura nos determina a la hora de afrontar la vida?

No creo que ambas cosas sean excluyentes. La realidad siempre impregna la ficción en tanto que ésta siempre se construye partiendo de referentes reales, ya sean concretos y abstractos. Por otro lado, resulta innegable que la literatura determina o condiciona, en muchos casos, nuestra forma de hacer frente a los asuntos cotidianos: entre otras muchas cosas, somos lo que leemos.

La memoria juega un papel importante en la novela, pero quizá el pasado no sale del todo bien parado. ¿A la hora de echar la vista atrás tendemos a endulzar nuestras vivencias?

La memoria es tramposa por definición y tiende a convertir el pasado en un lugar más habitable, más acogedor, que el presente en el que estamos instalados. Esto no deja de ser una falacia, probablemente un mecanismo de protección que nos impida ser conscientes de que, en mayor o menor medida, hemos fracasado; y para desmontarla no tenemos más que preguntarnos cómo interpretábamos nosotros ese pasado cuando aún sucedía, es decir, cuando todavía era presente. No creo que en la novela sea duro a la hora de evaluar ciertos aspectos del pasado, pero sí pienso que trato de analizarlos con la frialdad que concede esa aparente indiferencia desde la que el narrador rememora ciertos hechos. Al mismo tiempo, esto no deja de ser otra trampa, porque implica juzgar el pasado desde unos criterios éticos y morales que emanan, fundamentalmente, de una experiencia de la que se carecía mientras estaba ocurriendo aquello que se analiza.

A lo largo de la novela queda la sensación de un ajuste de cuentas con el pasado. Paul Auster se refiere a los escritores como seres heridos que crean otras realidades para poder evadirse. ¿Estás de acuerdo con él?

A medias. Puede que, en efecto, escribamos porque sentimos algún tipo de desajuste que nos lleva a estar constantemente insatisfechos con la condición humana o que, por decirlo de otro modo, nos conduce a realizarnos preguntas sin respuesta en torno a nuestro papel en el mundo no como escritores, sino como meros individuos sujetos a unas reglas que no terminamos de entender; ocurre que, por un lado, no creo que esa preocupación sea exclusiva de los escritores o de los artistas, sino que sólo lo evidenciamos más porque disponemos de las herramientas necesarias para formular esas preguntas y, llegado el caso, amplificarlas; y, siguiendo con este razonamiento, no creo que la literatura sirva para forjar otras realidades con las que evadirse de la Realidad, con mayúscula. Creo que para lo que realmente sirven esas realidades es para forjar contextos donde uno pueda formular con mayor nitidez esos interrogantes para los que nunca podremos encontrar una respuesta.

En la conversación del epílogo, el narrador le dice a uno de los protagonistas: “Hablar de ti fue la mejor manera que se me ocurrió para hablar de mí”. ¿Es más fácil reflejarse en otra persona u otro personaje?

Somos nosotros mismos y las circunstancias que nos envuelven, y dentro de esas circunstancias también están los otros. Y los otros contribuyen a que uno vaya formando su propia personalidad, sobre todo en ciertas etapas de la vida que son las que centran el argumento de la novela. Esa frase que citas encierra una parte importante de la razón de La existencia de Dios, pero fue una razón que yo mismo descubrí a medida que la novela iba creciendo entre mis manos, cuando yo mismo fui consciente de por qué la estaba escribiendo y a dónde podía conducirme ese empeño que, por lo demás, surgió de una manera absolutamente casual.

El narrador de la historia escribe en una noche larga y desde lo más oscuro de su mente. ¿La escritura funciona como un analgésico en ocasiones?

No, no creo que sea un analgésico, y el narrador no la utiliza en ese sentido, sino precisamente en el contrario. No se trata de abstraerse del dolor, sino de utilizar un mecanismo que permita abrir caminos por los que transitar en busca de una comprensión de ese dolor.

La pérdida de la inocencia y el descubrimiento de la verdadera naturaleza de la vida son inherentes a la historia. ¿Le faltan a las relaciones actuales una pizca de inocencia?

Jacques Brel tenía, creo que en la Canción de los viejos amantes, unos versos que siempre me ha gustado mucho y que, más o menos (cito de memoria), venían a decir que «ojalá pudiésemos llegar a viejos sin ser adultos». La inocencia se pierde con los años, y puede que al mundo también le haya pasado lo mismo y sea ahora menos ingenuo que hace quinientos o seiscientos años. En cualquier caso, no creo que las relaciones actuales, en un sentido genérico, adolezcan de la inocencia que podían tener, sino que somos nosotros, como individuos que vamos cumpliendo años y sumando experiencias y constatando que las cosas no son tan fáciles como un día pensamos que eran, quienes nos vamos liberando de ese candor para impregnarnos de un descreimiento que vamos incorporando a nuestra propia idiosincrasia. No quiero caer en ese discurso de que los buenos tiempos fueron los pasados, sobre todo porque no me lo creo. Sencillamente, lo que pasa, parafraseando otros versos archiconocidos, es que nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

El narrador escribe sobre personas con las que, pese a haber compartido gran parte de su vida, después no comparte absolutamente nada. ¿Avanzamos hacia una sociedad en la que el yo es el único pretexto?

Podría contestarte con palabras similares a las de la respuesta anterior. No es un problema de la sociedad, sino de los individuos. Creo que el ser humano es egoísta por naturaleza, y que ese egoísmo también atañe, desde el primer momento, a las relaciones que uno pueda tener. El personaje de Elena lo deja bastante claro en un pasaje de la novela, aquél en el que dice que en cierto momento el grupo servía como un instrumento para fortalecer las individualidades que lo componían. Uno conforma su personalidad teniendo en cuenta muchos factores, y uno de ellos, y no el menos importante, es el de la percepción que los demás tienen de él.

La soledad es, quizás, el segundo narrador de La existencia de Dios. A veces incluso parece cobrar voz propia en la habitación. ¿Cómo es de necesaria a la hora de escribir o de plantear una historia de estas características?

La escritura es siempre una actividad solitaria, y no lo digo en un sentido peyorativo. A poco que uno se tome en serio el proceso, la soledad se hace imprescindible para desarrollarla sin interferencias ni más condicionantes que los que uno mismo quiera imponerse. Lo digo como reflexión general, pero no podría hablar de su aplicación a esta novela en concreto porque, como ya dije en otras ocasiones, La existencia de Dios surgió de casualidad y sin que yo, en un primer momento, me plantease escribir una novela. Pero, evidentemente, si no hubiese dispuesto de la soledad que necesitaba para sentarme en mi escritorio, no hubiese tenido ocasión de escribir las primeras líneas de aquello que no sabía qué iba a ser y que se acabó convirtiendo en el libro del que estamos hablando ahora.

Por último, ¿dista mucho la Asturias de entonces con las Mieres, Oviedo o Gijón actuales?

Es cierto que los escenarios de la novela son muy concretos y fácilmente localizables, pero también que en ningún momento era mi intención establecer ninguna reflexión sociológica, o socioeconómica, a costa de un tiempo y un lugar de los que hablo por la sencilla razón de que fueron los míos. Una de las cosas que más me ha sorprendido de La existencia de Dios es que tanta gente, por varios motivos, se haya visto retratada en sus páginas, sobre todo porque en un primer momento tuve serias dudas de que lo que se contaba en ella pudiera interesar a nadie. Desde el primer momento, se ha entendido como una novela generacional cuando yo la vi, y la sigo viendo, como una novela personal, en realidad la más personal de todas las que he escrito. Ahora lo pienso y no es raro que la gente que más o menos tiene mi edad pueda percibir algunas características comunes, y que los lectores que pertenezcan a generaciones anteriores puedan interpretar lo que yo cuento en función de sus propias experiencias. Creo que, en definitiva, lo que ocurre es que, por puro azar histórico, el contexto subraya lo esencial de forma bastante acentuada. Alguna vez he dicho, medio en broma, que los que vivimos en la cuenca minera asturiana durante la década de los noventa tenemos la sensación de que el Apocalipsis es algo que ya sucedió, y lo cierto es que en aquellos años ese territorio en el que se desarrolla buena parte de la novela se vio sometido a unas incertidumbres y un desencanto que discurren en paralelo a los que sienten los propios personajes. ¿Si ha cambiado algo? Me temo que sí, pero en el mismo sentido en el que hemos cambiado nosotros: si en aquellos años podía haber un mínimo atisbo de esperanza, tengo miedo de que ésta se haya ido desvaneciendo hasta convertirse en una especie de quimera que aguardamos con escepticismo. Tengo la impresión de que los asturianos nos hemos acostumbrado a vernos permanentemente a la deriva, y va a ser difícil que nos curen ese pesimismo. Hasta el Sporting ha bajado a Segunda, y eso sí que es ya un fastidio.

Muchas gracias y enhorabuena por la novela.

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