Jose García

 

Jose García. Jordi Corominas. Editorial Barataria. 133 pp. 17 €. 

 

 

 

Uno

 

Las calles respiraban silencio. Sólo algún petardo rompía la quietud del crepúsculo barcelonés. Barça, Barça, Barça. Era miércoles 17 de mayo de 2006. Faltaban pocos minutos para que el balón empezara a rodar en el parisino Stade de France. La ciudad de los bares. José García en la calle. Le importa un rábano si se levanta una copa: la copa. Desde niño desprecia el llamado deporte rey. Prefiere las bicicletas. ¿Para el verano? Eterno ciclismo. Para todo el año. Eddy Merckx y Ocaña. ¿Qué era Indurain en comparación con aquellos prodigios? Un típico fenómeno español de cohesión nacional a través del deporte, un símbolo, como lo era (tampoco habían cambiado tanto los tiempos) Fernando Alonso. José García se divertía cuando uno de sus sobrinos, aspirante a cineasta, le contaba la idea de un cortometraje basado en una sorprendente parálisis física española. De repente, durante cinco años, un gran número de ciudadanos vivía sin recuerdos; al despertar del letargo se descubrían expertos en chasis, alerones y escuderías. De la nada. Alonsistas somos y en el camino nos encontraremos. Cambios sociales. Milagros ibéricos. De la bici al motor y tiro porque me toca. Pelotazos múltiples, centímetros de más.

No es así, no es así. Lo repetía una y otra vez. Para él la afición a un deporte obedecía a normas constantes. No podía ser flor de un día de manipulación mediática. Pensaba así porque le gustaba devorar sesudos libros de historia contemporánea. Licenciado en Filosofía y Letras justo después de la muerte de Franco, José García había fracasado de su intento de introducirse en el mundo cultural. A principios de los años ochenta entró en una empresa de seguridad. Fábricas, almacenes e institutos de cultura. Le gustaba su trabajo. Era sencillo, nunca padeció ningún robo ni incendio. Él era el control. Pasan pocas cosas en la vida. Aún menos en los institutos de cultura. Sí, de acuerdo, decía su esposa sumisa y cateta, hace poco tiempo estalló una bomba en el Instituto Italiano (su último destino), pero ya ves tú, murió un perro. ¿A quién le importa la muerte de un chucho? Mucho discursillo de defensa de los animales. Mueren niños y nadie dice nada. Su pensamiento oscilaba entre alguna que otra observación sublime y la banalidad del cansado que no se da cuenta de su propio agotamiento mental. Ocho horas de triste uniforme pasan factura.

Ese día se sentía en forma. Le gustaba pasear por la ciudad y explorar sus recovecos. Vivía en la calle Alcolea, en Sants, una de tantas con bares, negocios y la rectitud monótona de un barrio famoso, más por el nombre que por la calidad. José García no aguantaba la publicidad gratuita. Amaba su ciudad e intuía el desastre. Nada iba bien: solo el nombre de marca. Sus nuevas lecturas opinaban que el fenómeno Barcelona obedecía a pautas estructurales del siglo XXI. Más fachada que realidad. No, lector, no. José García no suspiraba al reflexionar alrededor de sus crisis filosóficas, prédicas de un profeta alicaído parapetado en desiertos intrascendentes.

A las ocho y media de la tarde, quince minutos antes del partido, tuvo la tentación de parar y tomar una cerveza. Llevaba de paseo un par de horas. No había estado mal la comida en casa de Armando. Ambos gustaban de evocar pasadas glorias cinéfilas en sus improvisados ciclos menstruales. Ese día la suerte de la charla recayó en Anthony Quinn. Su amigo tenía mala memoria. Eso sí, sabía contar muy bien las tramas. ¿Pepe? ¿Sí? ¿Te acuerdas de esa película con Quinn en plan jefe circense? ¿Cuál? Sí hombre, esa en la que era una bestia parda que maltrataba a la bajita rubia, la mujer de Fellini. ¿La Masina? Sí, ésa. ¡Ah! La Strada, qué gran película. La vi hace poco en la Filmoteca y lloré como un crío cuando el loco, ¿te acuerdas del loco?, hablaba con la tipa y le decía aquello de la piedra, aquello de que hasta un pequeño deshecho de la naturaleza tiene su función en el mundo. No sabes qué emoción. Sí, repetía el amigo, levantaba la copa de vino, gesticulaba con la otra mano y se enzarzaban en el recuerdo del blanco y negro con algún puntito de color. Las sandalias del pescador y Viva Zapata. Tomaron café, echaron una buena siesta, y cada uno a sus menesteres. Para Armando la espera y el deseo de una buena fulana para ver si el pájaro podía seguir cantando. Para José García un paseo y el pensamiento. 

 

(….)

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *