¿La narcolepsia o la vida?

Por Carmen Garrido 

¿Adónde conduce todo? ¿En qué nos convertiremos? Aquellas eran nuestras preguntas de juventud, y el tiempo nos reveló las respuestas. Conduce al otro. Nos convertiremos en nosotros…

Patti Smith.

Retorno al mismo lugar, al mismo verano de las chicharras, las noches frías y los faroles de papel Manila que recorren el lago de la finca Sorin, como si fuera la japonesa fiesta Obon, como si en el drama chejoviano también se recordara  a “los muertos” que exuda la propia Gaviota. Sea cual sea la escenografía que rodee a estos personajes, siempre vendrá a la cabeza  la que se soñó cuando se leyó por vez primera la obra. Esa templanza del verano; la somnolencia de las noches del estío, que pasan por los personajes y no al revés; la vileza de toda vida aburguesada, desmenuzada por Chéjov en cada una de las distintas personalidades que pueden emanar de esa amodorrada clase media; el concurso de la sabiduría y de la experiencia; el cotorreo propio de los artistas banales que se engolan a base de citas famosas, trozos de filosofía, puesta en común de los últimos acontecimientos del mundillo prosaico que les rodea (que no es tan distinto del de los mujik que les sirven); la juventud que destila la protagonista, ese trasunto de musa virginal llamado Nina, un mix entre pintura prerrafelista de Millais y una  Bar Refaeli en el anuncio de Escada. Lo ya fijado por la memoria vuelve a desfilar, esta vez, sobre un escenografía que nos obliga a imaginar lo que hay fuera, el resto de la finca, pues Daniel Veronese nos mete directamente en la casa-tormento de los Sorin.

Lo cierto es que aunque sobre el trasfondo de La gaviota esté todo dicho, parece que la última palabra la tenga este director. El argentino ha logrado una versión de la obra fluida, dinámica, sin que las transiciones entre las escenas se noten, trazando hábilmente un recorrido perfecto por el mundo burgués de Chéjov, desmenuzando la fragilidad de cada uno de los personajes gracias a la elección de unos actores absolutamente brillantes, encabezados por la magnífica Susi Sánchez en el papel de Irina Arkadina. Veronese consigue que se olviden las anteriores versiones, para situar al espectador ante un escenario minimalista (tan clásico del porteño) donde la importancia la tienen los verbos y las acciones de un elenco que tuvo que salir a saludar tres veces antes un público hipnotizado. Veronese nos convierte en voyeurs de vidas ajenas, a fin de encararnos con nuestras propias miserias de un modo bastante paralelo –casualidades de lo artístico– al de François Ozon en su última película, En la casa.

La primera charla entre Nina (Marina Salas) y el dramaturgo Trigorin (Aníbal Soto), uno de los desencadenantes del drama.

Así, la obra va visitando temáticas, a veces de un modo frontal; otras, de un modo sutil, hasta enfrentarnos con el problema que Veronese nos quiere plantear, el de una muy particular elección: enredarse con la suerte y abocarse a la realización de los sueños o quedarse a la espera de que la vida los traiga, esclavos del miedo y en estado de narcolepsia permanente. La primera temática que aparece es la edípica: esa tirana relación materno-filial, esa monstruosa bacanal que ejerce la magnífica Susi Sánchez sobre el Kostia más creíble que he visto, Pablo Rivero, rubio reflejo físico –incluso– de el hijo más atormentado que Chéjov imaginó. Si hay una escena que simbolice esta relación saturnina que tienen madre e hijo es aquélla en la que Kostia, desesperado porque alguien lo ame, termina abrazado a Miguel Rellán, ese tío cuasi catatónico, cuasi cadáver que yace permanentemente en el lecho. Tremenda metáfora del corte del cordón umbilical: un hombre joven y lleno de posibilidades, torturado por la presencia materna, encima de un cuerpo viejo y decrépito que apenas exuda calor.

Irina (Susi Sánchez), siempre el epicentro de la escena

También se contempla la relación amor odio que un escritor mantiene con su Literatura, esa vocación advenediza que inunda el cerebro del escribiente y lo anega, manteniéndole prisionero de una profesión esclava, no sólo de las musas, el papel y la clarividencia de editores y público sino de él mismo, el peor azote, el peor crítico. Airoso sale de su papel Ginés García Millán como el dramaturgo Boris Trigorin, mostrándolo como un pobre hombre al que manejan las veleidades de esa mujer carnívora que es Irina  Arkadina (fémina absoluta, mantis religiosa, amante, musa, madre, hermana). Un hombre que persigue la frescura de la existencia, alejada de los servilismos anexos a su profesión. Y eso que, en aquella época, todavía no habían entrado en escena las giras de promociones de los libros. Quizá, Trigorin, en la actualidad, hubiera necesitado de una sucesión de refrescantes Ninas para escapar una y otra vez de las veleidades y los caprichos del mundillo literario.

Ilia (Alfonso Lara) contemplando la ascendencia de la seductora Irina sobre todos los hombres de la sala

¿Otro lugar común del XIX que examinar? Las relaciones entre señores y subordinados, casta de gentes silenciosas que se desvive por el gesto de los dueños de la finca que cuidan y administran, por la sonrisa y el rublo, admiradas estatuas de sal que contemplan el ir y venir de las gentes de ciudad, tan ajenas a ellos, a los que miran con fascinación, más por la supuesta libertad de la que gozan que por sus riquezas, aunque lo primero venga de lo segundo. Sorprendente en su papel de administrador de la finca el actor Alfonso Lara, que barniza el personaje de Ilia hasta convertirlo en un ser neurótico, depresivo y afecto a los ataques violentos que pasea por la obra hablando muchas veces más por los ojos que por los labios. Lara borda al hombre trabajador y aplastado, cansado de los caprichos de los señoritos, víctima de una mujer dominante (que interpreta Malena Gutiérrez), de una hija que le desprecia (cínica, irónica, inteligente, dura y soñadora de lo imposible la estupenda Malena Alterio como Mascha) y de un sistema en el que no encaja y que le hace desear la muerte. Objeto de persecución es la Parca por parte de un Miguel Rellán (se me quedan cortos los adjetivos para calificar a este magnífico elenco de actores) como el abúlico Piotr Sorin, ese semicadáver que se arrastra por la escena, que dormita y anhela lo que no fue, que suelta frases certeras en medio de su narcolepsia (que le “posee” más que le “afecta”) y que arranca alguna de las mejores carcajadas de este drama.

Momento del clímax de la obra: la tremenda discusión entre Irina (Susi Sánchez) y su hijo Kostia (Pablo Rivero).

 Todos estos asuntos que va uniendo la red de Veronese actúan a modo de coro griego, unos alzan su voz más que otros, pero en esta propuesta del Español, el director ha querido destacar el papel de los sueños. Sí, ésos que guardamos desde la adolescencia, los que pertenecen a la esfera de lo profesional o los que anhelan el amor. ¿En qué estado somos más felices: en el del pre-cumplimiento del sueño o en el post-descubrimiento de lo que acarrea un deseo que se realiza? “Cuidado con lo que deseas porque se puede cumplir”, dice el proverbio anónimo. El amor puro y mantenido a base de ficciones sobre el futuro que existe entre Kostia y Nina se transforma en pesadilla una vez que él logra  su deseo de ser dramaturgo y ella actriz. Nina, interpretada por una Marina Salas espléndida y que ha madurado como actriz a pasos agigantados desde su Luces de Bohemia del pasado año. Salas da vida a una Nina fresca, desprejuiciada, adolescente invadida de ilusiones de triunfo y de admiración por los “grandes artistas” con los que tiene ocasión de departir en la finca Sorin. En medio de un ambiente artrítico, polvoriento, oxidado, lleno de máscaras falsarias, las impetuosas entradas de Nina airean a los habitantes del salón y  sus costumbres. La limpieza de su mente contrasta con la tormenta constante que surca la de Kostia, atenazado por su perfeccionismo, por la sombra de su madre, por el miedo al fracaso. El dúo Salas-Rivero ejerce de epicentro de un drama que tuvo su origen en el mismo vientre de Irina.

El comienzo, el desencadenante: la primera obra escrita por Kostia con Nina como actriz principal

El otro gran anhelo, el del amor, lo ejemplifica Diego Martín como el maestro Semion Medvedenko, el persistente y lúcido pretendiente de la ruda Mascha que, al final y tras tanta insistencia, consigue casarse con ella. Pero la realidad choca con lo soñado y el amor de Semion no es suficiente para dulcificar a su mujer o para hacerle olvidar a Kostia. Medvedenko es otro ser que pertenece al mundo de los decorados, mero objeto de adorno para las vidas de unos y otros, despreciado por su bondad, por su timidez, por su estilo Gandhi. Asombrosa la actuación también de Martín, un actor muy joven, nacido en Corazza, como muchos de los intérpretes de la obra y curtido en obras teatrales clásicas.

Chéjov, que tan bien retrata el alma humana, deja al espectador en la duda. ¿Seguir comprando los ladrillos para construir los castillos en el aire y vivir en la ensoñación permanente o abocarse a cumplir los sueños y enfrentar su cascada de consecuencias? Al final, me da la sensación de que tanto un estado como el otro provocan una tremenda insatisfacción, que es la situación emocional “normal” de todo ser humano con un poquito de vida interior. También el maestro ruso nos ofrece la solución “intermedia”: ser el doctor Dorn, el médico de esa tribu de arribistas y despechados, el hombre conforme con la vida, que se ha dejado llevar por ésta y que se aboca al “Carpe diem” sin que le asuste ya nada de la actitud humana. Quizá Dorn, al que da vida un clásico del teatro, Aníbal Soto, es el más feliz: templado, sereno, contemplativo y bien avenido con su vida.

Nina y Kostia, cuando el amor ya se acabó

En cualquier caso, es tremendo que una obra tan conocida obligue al espectador a replantearse una pregunta a la que hubiera respondido afirmativamente antes de entrar en la sala. ¿Desea usted que se cumplan sus sueños? Un es la respuesta que daríamos todos. A la vista de lo que ocurre en escena, quizá los sueños luzcan mejor en el estado de narcolepsia en el que vivimos casi todos que en la realidad. El ejemplo de ello son Nina y Kostia.

Les animo a que vayan al Matadero y se sienten de nuevo en el parque de la finca Sorin. Al fin y al cabo, asistir al teatro en los tiempos que corren también es un pequeño sueño, más fácil de cumplir que las grandes expectativas. Les aseguro que Veronese y su equipo se asegurarán de que el sueño será volcánico y, por tanto,  inolvidable.

 

Los hijos se han dormido

Versión y dirección: Daniel Veronese

Reparto: Malena Alterio, Diego Martín, Miguel Rellán, Pablo Rivero, Marina Salas, Malena Gutiérrez, Aníbal Soto, Susi Sánchez, Ginés García Millán.

Lugar: Naves del Matadero (Teatro Español)

Fecha: Hasta el 9 de diciembre.

Horario: De martes a viernes, 20.30 horas; sábados, 19.30 horas y 22.00 horas; domingos, 18.30 horas.

 

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