Dejar el hábito

Candidato perenne al Premio Nobel, Philip Roth tal vez sea el último titán de la literatura norteamericana del siglo XX: un hombre que debutó a fines de los ’50 bajo la influencia de gigantes como Saul Bellow y Bernard Malamud, pero con una voz propia en la que se adentraría como pocos en los pliegues del sexo, el judaísmo y los sustratos ideológicos de la nación. Su fuerza para cruzar el fresco social y las vidas privadas, su ductilidad para diseccionar la obsesión amorosa, su tersa comprensión del escepticismo, su agudo entendimiento de la indignación, sus visiones descarnadas de la decrepitud física, lo volvieron de los últimos escritores en retratar, a la vez, con vividez y profundidad, un país entero, una época y sus habitantes. La semana pasada, sorpresivamente, Roth anunció que deja de escribir. A los 78 años, dice que no tiene más para dar. No fue poco.

Por Rodrigo Fresán

En los primeros tramos de El pequeño Wilson y el gran Dios, primer volumen de su autobiografía, Anthony Burgess dictaminaba: “La maestría nunca llega, y uno se entrega a un aprendizaje que dura toda la vida. El escritor no puede retirarse del campo de batalla y siempre muere peleando”.

Y, sin embargo, muy de tanto en tanto, un escritor anuncia que ha alcanzado su fecha de vencimiento, sin que eso signifique necesariamente abandonar el shakespeareano escenario del mundo. Son pocos, son los menos (Salinger ha sido el caso paradigmático e imposible de superar), porque el don de la escritura es una suerte de súper-poder mefistofélico. Lo adquieres pronto y pronto te das cuenta de que has sido adquirido. De tanto en tanto, claro, se fantasea con la idea de un interruptor a oprimir y un motor a detener, de firmar al menos una tregua, de colgar el uniforme por una guerra o dos. Pero siempre se teme que con la muerte del artista llegue inevitablemente la muerte del hombre. Retirarse implica el riesgo de ser retirado.

Ahora, de pronto, un casi octogenario Philip Roth –a diferencia de lo hecho por sus maestros Saul Bellow y Bernard Malamud– anuncia que no va más, que se va, que ha llegado el momento de bajar la persiana y que sigan otros, porque él ya dio todo lo que tenía para dar. Antes, Roth se releyó marcha atrás in toto (revisando de paso las versiones definitivas de sus títulos, ascendiendo al altar de la Library of America) para comprobar si había dado lo mejor de sí. El veredicto fue positivo, el diagnóstico favorecedor y, así, adiós, adiós, adiós al último titán de su generación, con Thomas Pynchon y Don DeLillo cuidándole las espaldas, mientras esperamos el inevitable y cáustico twit de Bret Easton Ellis.

Las sensaciones ante la mala nueva son variadas. Pena, sospecha, irritación y, de nuevo, pena empezando de inmediato a fantasear –morbosamente– con papeles póstumos y todo eso. Y como seguidor/lector, se espera que no sea más que la resaca por los efectos del huracán Sandy sobre su Nueva Jersey natal o un berrinche pasajero porque volvieron a NO darle el Nobel. Pero está claro que este último es un argumento infantil (tampoco se lo dieron a Updike, quien luchó pluma en mano hasta el último aliento) y cuya posibilidad de ser cierto se agota pronto. Porque la cosa viene de antes. Sus últimos títulos publicados reincidían en la ceremonia de la despedida (desactivó a su alter ego Nathan Zuckerman en Sale el espectro, de 2007), volvían una y otra vez al tema de la enfermedad y de la decadencia física y, de un tiempo a esta parte, Roth parecía un hombre desencantado y cansado de vivir en un mundo donde “el problema es que el hábito de la lectura se ha esfumado. Como si para leer necesitáramos una antena y la hubieran cortado. No llega la señal. La concentración, la soledad, la imaginación que requiere el hábito de la lectura. Hemos perdido la guerra. En veinte años, la lectura será un culto… Los lectores van a desaparecer. Seguirá habiendo novelistas que seguirán escribiendo, pero serán leídos por menos y menos gente…”

Meses atrás, entrevistado por los días en que ganó el premio Príncipe de Asturias, Roth fue aún más explícito y personal, afirmando que “tengo 79 años y escribir es tan frustrante y difícil para mí. ¿Qué me ha llevado a seguir haciéndolo? La respuesta es muy tonta: no sé cómo parar… Si pudiese dejar de escribir lo haría, pero no sé cómo hacerlo”.

Ahora, en el crepúsculo, Roth –quien siempre dijo no creer en sorpresas iluminadoras o sabias revelaciones cerca del final– parece haber descubierto el método. Y lo ha puesto en práctica, y pasará el tiempo que le queda, dice, volviendo a meterse en sus libros favoritos, en las obras de los autores que, en sus inicios, le dieron tantas ganas de escribir. O, parece, ni siquiera eso. Ni escribir, ni leer. Hace años que lo intenta. Lo de ponerle fin al “fanático hábito” de escribir. Contó que intentó cuidar un gato de un amigo (pero era demasiado trabajo) y hasta ir dos o tres días seguidos a un museo (pero al tercero o al cuarto ya estaba escribiendo de nuevo). Y se desmintió la inminente publicación de una novela suya a titularse, ominosa y juguetonamente, Notas para mi biógrafo, y se comunicaba que el implacable investigador de vidas de escritores Blake Bailey (quien ya había perseguido y capturado a los fantasmas de Richard Yates y John Cheever) había señalado a Roth como próxima presa. Y Roth, a regañadientes, aceptó ayudar. Tal vez porque, como ha declarado, ya no siente que esté aquí o que entienda su patria: “La veo por televisión, pero ya no la vivo”, explicó.Y cambió de canal y apaga y off y –¿síntoma de epidemia en trámite?– no ha sido el único. Imre Kertész también anunció que desmontaba su taller y me pregunto quién será el próximo. Se me ocurren varios nombres para contagiar. El problema, hasta ahora, es que el virus parece sólo afectar a buenas y nobles firmas. Sabiendo que ya no llegarán nuevos libros suyos, el retiro de Roth –paradójica justicia poética– nos trae el premio consuelo, pero premio al fin, de la relectura. De volver a esas tramas de libros en los que la compleja historia de un país se funde con la historia personal e íntima de un norteamericano complicado. De regresar a nuestros libros favoritos de Roth.

Hay mucho, hay más que suficiente. Y cada cual tiene los suyos y atiende su juego.

Meses atrás, una revista me pidió que propusiese mi Top-Ten Roth y me quedé con su debut en Goodbye, Columbus (1959), con el best-seller transgresor El mal de Portnoy (1969), con el feroz y confesional y autobiográfico y encriptado Mi vida como hombre (1974), con el perfecto y “de iniciación” El escritor fantasma (1979), con las piruetas metaficcionales de La contravida (1986), con la memoir sin trucos ni anestesia que es Patrimonio (1991), con el avasallador y bestialmente picaresco El teatro de Sabbath (1995), con la densidad novelística de Pastoral americana (1997) y La mancha humana (2000), y con esa diatriba desencantada que es Indignación (2008). Ahora, con Roth en retirada y cuarteles de invierno, comprendo que tendré tiempo y espacio para volver a todos los otros que no escogí entonces. Sí, sí: descubro que tengo muchas ganas de volver a leer Deudas y dolores (1962), Cuando ella era buena (1967), El profesor del deseo (1977), Los hechos (1988), Operación Shylock (1993), La conjura contra América (2004) y me doy cuenta de que no recuerdo ni una coma de La gran novela americana (1973).

La vida pasa, la obra permanece, y en alguna parte Philip Roth –sin descendencia, con varias parejas rotas, solo– seguirá siendo ese joven dispuesto a comerse el mundo de sus mayores poniéndolo por escrito y sabiendo que “si se escribe una página al día, al año tendrás 365 páginas y, por lo tanto, un libro. No es una hazaña ni un gran esfuerzo”, o aquel otro que, ya mar adentro, respondiendo en 1984 a una entrevista de The Paris Review, se regocijaba por el hecho de que “hay algo que todo niño seducido por un libro entiende de inmediato. Y ese algo es la idea nada infantil de que leer es importante”. Las novelas existen para proveer a los lectores de algo para leer. Y si son buenas novelas cambian la manera en que esos lectores leen. “En lo que a mí se refiere, comparado con esos héroes que me cambiaron para siempre, yo diría que no soy más que alguien que intenta vívidamente transformarse a sí mismo, a partir de sí mismo, en su propio héroe transformador. Digamos que soy, en gran medida, como alguien que se pasa todo el día escribiendo.”

Ya no.

Gracias por todo y adiós, Philip Roth.

Y que sea muy feliz leyendo sus propias necrológicas como escritor.

Y, de más está decirlo: si decide volver, aquí estamos todos, aquí seguimos, no vamos a movernos de aquí.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-8383-2012-11-18.html

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