Los clubes de lectura (2): El club de la luz

Por José Miguel López-Astilleros Martín-Pozuelo.

Cada vez que me acerco a las librerías de las que me suelo abastecer, suele coincidir con horas de las que el tiempo podría despojarse, porque son momentos en los que nada ocurre excepto mi solitario deambular de estantería en estantería, salvo un atardecer en el que me encontré a un hombre de provecta edad y a otro de unos cuantos años menos, parecían conocerse a juzgar por la familiaridad con la que hablaban.

– ¿Continúas yendo al club?

– Sí, ahora hay gente nueva.

– ¿Cuándo es la próxima sesión? A lo mejor me puedo acercar.

– El próximo martes, a las siete y media, como siempre.

– ¿Y con quién estáis ahora?

– Pues, con Canetti, con La lengua salvada.

– Muy bien, muchas gracias, igual me animo a volver, os echo de menos.

La conversación me pareció ininteligible porque hablaban de un club, de una sesión el martes a una hora determinada, y por si fuera poco el que respondía a las preguntas habló de uno de mis autores preferidos, pero por si eso no bastara, el joven se despidió del otro de una manera emocionada. ¿Qué relación tendrían todos esos elementos entre sí? Me pregunté. Pero al ver que uno antes y otro después se despidieron del librero con una estrecha confianza, me acerqué y traté de sonsacarle alguna información que me permitiera desvelar el enigma.

Nunca imaginé que existieran clubs en los que gentes de cualquier condición y procedencia se reunieran periódicamente, para departir sobre un libro común que previamente habían leído todos. Bastaba con acercarse al lugar donde se celebraría el evento, al día y la hora acordada, si pudiera ser con el libro leído mejor, y presentarse a los demás miembros, nada más, me aseguró el librero animándome a tomar la iniciativa, mientras me apuntaba en un pósit el único dato que me faltaba por conocer, la dirección.

Durante los días que transcurrieron hasta el martes, volví a leer La lengua salvada por segunda vez, aunque en esta ocasión subrayé párrafos diferentes a los que había seleccionado años atrás, pensé con cierta arrogancia que había llegado a comprender en su totalidad aquel magnífico libro, que nada había escapado a esta relectura. Pero también me dio tiempo a pensar en los diálogos que había mantenido conmigo mismo sobre los libros tras cuya lectura algo había cambiado en mi interior, y en cómo me hubiera gustado sentarme frente a lectores para quienes esas obras hubieran representado lo mismo e intercambiar nuestros pareceres sobre ellas. Nunca creí que fuera posible, porque jamás había observado en ninguna librería que nadie se interesara por los mismos libros que yo, de manera que la sensación de soledad y aislamiento se fue acentuando con el tiempo.

Cuando llegó el martes, miré el mapa callejero y caminé hasta donde tendría lugar la sesión de aquel club tan singular, la biblioteca de un centro escolar, donde ya permanecían sentados varios asistentes, algunos charlaban entre ellos animadamente y otros leían los textos que habían destacado con lápiz. Después de saludarlos con timidez, tomé asiento y a su vez recibí el mismo saludo cordial con el que fueron recibidos los que llegaron a continuación. Pasados cinco minutos de la hora prevista, un hombre de aspecto sensible y frágil me dio la bienvenida y me conminó a presentarme, además de comentarme en voz baja que si quería recibir información del club podía dejarle mi correo electrónico, a lo que accedí con gusto, dada la serenidad que emanaba su rostro.

Sin más preámbulo, fueron tomando la palabra un participante tras otro, unos para corroborar lo dicho por el anterior y añadir alguna reflexión más, otros para disentir y aportar como prueba una expresión del mismo autor, quien para señalar un aspecto diferente a los expuestos hasta entonces, quien para señalar algún dato o algún detalle que creía relevante; pero lo sorprendente es que algunas intervenciones y algunos pasajes citados coincidían exactamente con lo que yo pensaba y con mis subrayados, con lo cual mi aportación fue mínima. Conforme se fue desarrollando el encuentro tuve la impresión de asistir a múltiples y diferentes lecturas de la misma obra, y cada una de ellas con tal sentido y juicio que sentí una secreta vergüenza por haber pensado en algún momento que tras dos lecturas había agotado las interpretaciones del libro. Poco a poco me fue embargando un entusiasmo y una emoción tal, que me llevaría a reconocerme en mis contertulios; pero el cenit llegó cuando a la hora de haber comenzado el debate, una mujer de rostro afable extrajo de una bolsa una caja que contenía unas sublimes galletas de jengibre, que degustamos mientras escuchábamos atentamente.  Todo sucedía con el orden natural y fresco de una lluvia plácida, con la libertad y tolerancia en un ágora soñada.

Próximo a espirar las dos horas de reunión, el hombre de aspecto prudente y sabio que apenas se había distinguido de los demás, el que me había dado la bienvenida en nombre de todos, nos sugirió que si nos parecía bien podríamos leer una novela determinada, porque cabría la posibilidad de que el autor asistiera a la siguiente sesión, para exponerle nuestros puntos de vista y plantearle cuantas cuestiones se nos ocurrieran sobre la obra. No salí de mi asombro al escuchar tal propuesta, ya que se trataba de un escritor del que había leído gran parte de su producción con absoluto deleite. Descubrí así una nueva faceta del club de lectura que me arrancaría definitivamente del mundo de las sombras en las que había vivido hasta ese momento, máxime cuando más tarde fui descubriendo que mis compañeros eran administrativos, enfermeras, profesores, jubilados, amas de casa, estudiantes…, la vida, el mundo allí representado compartiendo una misma pasión, la de la lectura.

One thought on “Los clubes de lectura (2): El club de la luz

  • el 7 noviembre, 2013 a las 3:12 pm
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    José miguel me parece interesante el comentario me podrías recomendar algún libro tuyo?

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