La película imaginada

Por Rubén Sánchez Trigos.

 

 A día de hoy, es decir, mientras escribo estas líneas, The cabin in the Woods (2011), la formidable (aunque quizás menos rompedora de lo que sugieren algunos críticos) ópera prima de Drew Goodard, co-escrita y producida por Josh Whedon, no se estrenará en España. Al menos, no en salas comerciales, aunque es de esperar dos cosas: a) que el circuito de salas alternativas tipo Artistic Metropol de Madrid pugne por proyectarla, y b) que el mercado de DVD sí la acoja con los brazos abiertos. No pretende esta columna, en cualquier caso, disertar sobre quién debe asumir la responsabilidad en este asunto. En primer lugar, porque no creo que su ausencia en las pantallas españolas vaya a afectar a su futura condición de culto, que parece tener ya ganada; y en segundo lugar, porque creo que hay firmas mucho más capacitadas que la que éste suscribe para analizar un caso como el de la película de Goodard desde una perspectiva estrictamente comercial.

 

Lo que me fascina del fenómeno The cabin in the woods es lo mismo que me fascinó en su momento de The human centipede (2010), y antes, mucho antes, de tantas otras películas. A saber: el poder de determinadas producciones, largamente esperadas, largamente comentadas (ahora en la Red, antes en los fanzines, en la calle) para conjurar en las mentes de un puñado de espectadores de todo el mundo una sucesión de imágenes que, a la hora de la verdad, poco o nada se corresponden con los fotogramas de la película verdadera, pero que conforman, en fin, una suerte de segunda película. La película imaginada. Cuando era niño, uno de mis pasatiempos favoritos consistía en pasarme la tarde en el video-club de mi barrio (ahora, por cierto, reconvertido en sucursal de una muy poderosa operadora de teléfonos móviles). Mi sección favorita, claro, era Terror. Allí, repasando las carátulas de las cintas VHS, el argumento y las contadas imágenes que aparecían en el dorso, imaginaba para mí las películas que aún no había visto. En mi mente, productos y subproductos hijos de su tiempo como Demons (1985), Poltergeist III (1988) o The munchies (1987), se sabían verdaderos monumentos al ingenio cinematográfico, auténticas odas al suspense y al horror bien entendidos, donde los monstruos parecían (o eran) de verdad y nunca revelaban sus condición de látex y gomaespuma, pobre e ilusoria, donde las escenas que pretendían aterrorizar lo hacían de veras. Cuando por fin lograba alquilar estas películas, lo que me embargaba no era exactamente un sentimiento de decepción, sino un extraño gozo, en parte porque mi imaginación había sido más rica que la de aquellos esforzados artesanos (claro que era un orgullo tramposo: yo no contaba con su limitación en tiempo y dinero), pero, sobre todo, porque había obtenido el privilegio de gozar de dos películas por una. Una de las cuales era solo mía. Única. No proyectable. No describible. Confinada para siempre a la sala oscura de mi mente.

 

Me volvió a pasar lo mismo con el estreno de Jurassic Park (1993). Durante meses, Universal había sembrado el mundo de dinosaurios en todas sus formas (Triceratops en los cereales, T-Rex en los cromos, Braquiosaurus en tu menú de hamburguesa), al tiempo que los medios de comunicación nos revelaban el argumento casi por completo y nos suministraban un verdadero ejército de imágenes por televisión, extraídas de las escenas más impactantes del metraje, como un psicópata despedazando la película y enviando sus pedazos por turnos a la policía. Cuando las luces de la sala se apagaron, aparecieron impresos los créditos y empezaron los primeros compases de la banda sonora de John Williams, lo que Spielberg nos regaló fue una estupenda película de aventuras que aún hoy permanece infravalorada en el conjunto de su filmografía pero que no era, ni por asomo, la película que yo había amasado en mi mente durante tantos días atrás.

 

Con The cabin in the woods el proceso fue parecido. Un día descubrí en una web especializada en cine las primeras impresiones acerca de una película estadounidense de terror cuyo argumento, decían, deparaba algunas de las sorpresas más estimulantes del género en muchos años. Otro día dí de bruces con las primeras imágenes del título. Más tarde, el póster. Meses después, las críticas de la prensa norteamericana. Para cuando se empezó a hablar de fechas de estreno en España, yo ya había visto The cabin in the woods en la pantalla de mi cabeza, ya había imaginado para mi placer aquellas sorpresas, ya tenía, en fin, mi propio hito fanta-terrorífico para mí solo. Y vaya hito. Alguien debería inventar un día una máquina para recolectar todas esas películas imaginadas. Proyectarlas en salas realmente alternativas. Hoy, la versión imaginada de Juan Pérez de Tiburón (1975). Pero entonces dejarían de pertenecernos, dejarían de llevar impreso nuestro ADN. Dejarían de ser películas imaginadas para ser películas regaladas, y eso ya lo hacen los cineastas de verdad. Por cierto, los últimos veinte minutos de la película de Godaard son ejemplares, pero los últimos veinte minutos con los que yo especulé antes de poder verla eran aún mejor. El lector tendrá que creerme. No puedo mostrárselos.

 

Rubén Sánchez Trigos es profesor de cine en U-Tad, Centro Universitario y Tecnología de Arte Digital, e investigador en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos. Especializado en cine y literatura fantástica, sus cuentos han aparecido en diversas antologías. Ha publicado la novela Los huéspedes (Finalista Premio Drakul), un thriller de terror en un ambiente urbano.

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